Con belleza todo sabe mejor
Lo único que importa es ganar, suele decirse en el fútbol. Es una frase hecha que resuelve con un tajo cualquier conversación. Y es verdad, se juega para ganar y conseguirlo produce la satisfacción correspondiente, que puede ser insuperable si lo merecen el partido, la ocasión y el rival. En otros momentos, sin embargo, la victoria dice menos que la manera de lograrla. Si se elimina del paisaje la extraordinaria actuación de España frente a Italia, queda un sabroso resultado frente a un rival de toda la vida que permite el acceso del equipo a los octavos de final de la Eurocopa. Hasta el resultado invitaría a pensar en una victoria trabajada, sufrida, en un partido táctico, de pocas ocasiones y escasos remates. La realidad fue tan diferente que es imposible retirar la belleza del paisaje que alumbró la Selección en una noche inolvidable.
La belleza transforma la eficacia en otra cosa bien diferente. Eleva la categoría del éxito, lo convierte en fascinante, invita a soñar y convierte al fútbol en una de las bellas artes. No suele ocurrir en un ámbito dominado por el pragmatismo, pero de vez en cuando despunta un partido que provoca una sensación mágica, de acontecimiento memorable. Nadie sabe hasta dónde llegará España en esta Eurocopa, aunque las expectativas han crecido exponencialmente, pero algo es seguro: su partido en Gelsenkirchen ya está grabado en piedra, con letras de oro.
Se han vertido toda clase de elogios por el brillante despliegue de la Selección, que no llegaba como evidente candidata al título en la Eurocopa. Han transcurrido años de decepciones, de expectativas inalcanzadas, en medio de un repliegue general en el ánimo de los aficionados. Las malas experiencias en los tres últimos Mundiales se acompañaban con el recuerdo de la edición anterior de la Selección que había dominado la escena mundial del fútbol. Se generó un caso de melancolía aguda.
La recurrencia en las decepciones invitaba una vez más al escepticismo. Al contrario que Francia, Inglaterra o Portugal, la Selección española llegaba a la Eurocopa sin grandes estrellas y menos jugadores de los habituales procedentes del Real Madrid y del Barça. Es un equipo variado, con titulares que, en algunos casos, todavía no conocen las competiciones europeas de clubes.
Se observaba a España como un equipo de perfil bajo, en fase de transición, a la espera de que algunos jóvenes o jovencísimos confirmaran su talento en las grandes competiciones. Todo indica que ese momento ha llegado. Lamine Yamal y Nico Williams no han erosionado los rasgos clásicos de la Selección (España superó ampliamente en la posesión a Italia, con un porcentaje elevadísimo de acierto en los pases), pero han añadido el vértigo y la creatividad que faltaba en las alas, sin renunciar a las obligaciones defensivas que les toca.
En un equipo donde Rodri y Fabián se acreditan como un fenomenal combo, donde Pedri regresa por fin a su posición natural y donde Cucurella ha irrumpido como un lateral impecable, son los dos extremos los que marcan la diferencia con respecto a las selecciones precedentes. Hace menos de un año, De la Fuente eligió a Dani Olmo y Marco Asensio, dos magníficos jugadores, para ocupar las bandas en el partido con Georgia, en Tiflis. En cualquier caso, no son extremos naturales. Olmo y Asensio se lesionaron en la primera parte de aquel partido. Ingresaron Lamine Yamal, que debutaba recién cumplidos 16 años, y Nico Williams. Llegaron, se quedaron y transformaron el modelo de equipo. Todo indica que la Selección ha dado con la tecla. El equipo convoca a un nuevo entusiasmo. Es un equipo que engancha a la gente. Ahora le toca confirmarse en el durísimo recorrido que le espera. Algo es seguro: la mirada ha cambiado aquí y fuera. España vuelve a asomar como la potencia que fue.
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