Estoy por bajarme del VAR

En los albores del invento, Velasco Carballo, el presidente de los árbitros que traía un aire de modernidad a un colectivo que olía a rancio (desde sus dirigentes a la vieja sede del comité, en la calle San Agustín) fue convocando a la prensa en pequeños grupos para explicar las propiedades curativas del VAR, que ya no era negociable. Venía del ser superior, la FIFA. “Sólo se analizarán errores claros y manifiestos y situaciones geográficas (las que se miden en centímetros, milímetros y pelos de gamba: líneas de fondo, líneas de gol, fueras de juego, penaltis sobre la línea…).

Se pusieron entonces varios vídeos y Velasco sometió a examen a los presentes, por comprobar si lo habíamos pillado. La primera jugada fue una gris tirando a negro y preguntó: “¿Intervendríais si fueseis árbitro de VAR?”. “Sí”, respondió alguien. Quizá fuera yo; esa imprudencia la tengo borrosa. “Fuera de la clase”, bromeó Velasco, por otro lado un tipo amable y didáctico.

Cuando regresé al periódico, Alfredo Relaño, mi entonces director y hoy presidente de honor de esta casa, amén de una enciclopedia del asunto, un devoto de los clásicos y un firme defensor de las tablas originales de la ley, me sometió a interrogatorio. “A mí me ha convencido”, le solté, sin temor de Dios. Me miró con ojos de quien ha perdido a un amigo. La herejía era notable. Aquello era meter mano en las sagradas escrituras, alborotar XVII reglas que habían sobrevivido, por consenso y sencillez, a dos guerras mundiales y una guerra fría. Luego fue él el llamado a consultas. Y también volvió converso. Hoy los dos somos agnósticos. Él más que yo. Él antes que yo.

El propósito original era corregir errores que se recuerdan cuarenta años después: la mano de Dios de Maradona, el no gol de Hurst en el Mundial 66, el penalti de Guruceta, la mano de Messi ante el Espanyol, la camiseta de Zigic desagarrada por Juanito en el Calderón, por disparar a tirios y troyanos. En definitiva, aquello que veía el mundo entero y se le iba al juez por falta de colocación o de visión. Pero entonces aparecieron los ataques de intromisión y las circulares arbitrales para explicarnos que hay más tipos de manos que de insectos: invasivas, intrusivas, intuitivas, instintivas, manos de santo, manos negras, manos limpias, manos duras y manos blandas (la de Ancelotti, no punible)… También los contactos insuficientes, suficientes y hasta íntimos. Y quedó un Frankenstein.

Ahora al árbitro de arriba le parece una cosa y al de abajo otra cuando reciben las mismas circulares (que cambian como el clima en Islandia) y acuden a las mismas charlas. Y se precisan hasta tres y cuatro minutos de repeticiones para emitir un juicio cuando no hay error claro y manifiesto que resista más de dos planos y quince segundos. Y entonces el madridista tiene derecho a quejarse por una mano de Felipe que hace veinte años ni hubiera sido objeto de controversia porque 24 horas antes le han señalado un penalti a Gayá porque un cabezazo ajeno le golpea en su hombro mientras salta de espaldas, con su brazo muy cerca del cuerpo y mirando a la grada silente. El VAR ha caído en una trampa peligrosa, porque siempre se considerará más ‘inocente’ el error de quien decide en décimas de segundo, el homicidio involuntario, que el de quien tiene tiempo de pensar en qué ocurrió con el equipo implicado la semana pasada o las consecuencias que tendrá su decisión en la próxima, el asesinato premeditado. Así que el fútbol se ha vuelto más turbio para todos. Los árbitros callan, los jugadores se confiesan confundidos y al público ni le preguntan porque no hay donde hacerlo y porque aterra escuchar lo que piensa. Les juro que yo estoy loco por creer en el VAR, pero me encuentro a sólo once metros de bajarme de él.

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