Mertesacker, Coentrao y André no son los únicos

Todo se ha desencadenado en cuestión de días. Primero fueron unas declaraciones en Der Spiegel de Mertesacker, que sorprendieron por inusuales: “Es la primera vez que cuento mis náuseas antes de jugar. Luego viene la diarrea, en la mañana de cada día de partido. Mirando hacia atrás, ha ocurrido en más de 500 días de mi vida. Ahora prefiero sentarme en el banquillo, incluso en la grada”. Más tarde le siguió Coentrao con la narración a Sergio Fernández en Marca de su paso por el exigente Real Madrid: “Llegué a pensar que se me había olvidado jugar al fútbol”. Y a ellos se unió André Gomes en una sincera entrevista en Panenka: “He tenido miedo a salir a la calle por vergüenza. La sensación que tengo en los partidos es mala, no disfruto”. Casualidad o no, tres futbolistas de élite en activo reconocen en cadena haber tenido, o seguir teniendo, problemas psicológicos que afrontar. Como en su día reconocieron Iván Campo, Jesús Navas o más recientemente Bojan, que compartió unos problemas de ansiedad que le dejaron fuera de la Eurocopa de 2008: “Viví cinco meses con mareos 24 horas al día. Era todo un proceso mental. Me medicaba constantemente”.

La realidad de estas estrellas es compartida con una buena parte de la sociedad. Si no se conocía hasta ahora tal semejanza entre dioses y mortales, como podría suceder pronto por ejemplo con la homosexualidad, es por los dichosos tabúes y por los malintencionados estigmas. Los relatos de Mertesacker, Bojan y André nos permiten reconocer un problema. Paso primordial para comenzar a atajarlo. Sus valientes testimonios no hacen más que confirmar que el fútbol pertenece a la vida y que, por tanto, los porcentajes que aparecen en los titulares más llamativos de los medios afectan a todos por igual. Camines en busca del Fairy por el Mercadona o dediques goles dibujando corazones en el mismísimo Bernabéu. Un 38,2% de la población en Europa sufre trastornos mentales, según las más reputadas estimaciones, y uno de cada diez habitantes en España consume habitualmente ansiolíticos. Hagan las cuentas: seguramente admirarán a más de un familiar y a algún jugador profesional en apuros.

RODOLFO MOLINADIARIO AS

El problema no es tanto el dato, que preocupa por alarmante y numeroso, sino la solución. En la calle, como tan precisamente refleja el capítulo de Salvados Uno de cada cinco, prima la receta sobre la terapia. Por algo en Europa hay, de media, el doble de psicólogos que de psiquiatras, mientras que en España el tanteo es justo el opuesto. En el fútbol, los remedios son demasiadas veces rudimentarios. Los clubes gastan millonadas en fichajes ilusionantes y, al menos, ya se han concienciado de que deben proteger la enorme inversión realizada en sus jugadores con los mejores médicos, fisioterapeutas, fisiólogos, nutricionistas y podólogos, aunque sea recurriendo a terapias externalizadas. Sin embargo, sorprendería a más de uno saber que el Real Madrid, por citar un referente, ha estado bastante tiempo sin un psicólogo deportivo en nómina y que sólo un puñado de equipos de Primera y de Segunda han entendido que el entrenamiento de la mente es tan importante como el del cuerpo. En la base ni les cuento.

Lo que le ha sucedido a Mertesacker, Bojan o André no es raro. Es más bien poco compartido. Muchos futbolistas, escondidos en el anonimato, ya recurren a terapias sin necesidad de tener un problema. Lo hacen, bien aconsejados, para prevenirlos o para mejorar su rendimiento haciendo uso de herramientas tan potentes como el control de la activación, la rebaja de la ansiedad pre-competitiva, la potenciación de la concentración, la óptima focalización y el poderío de la confianza y la autoestima. Di María ha sido de los últimos en normalizarlo. El Celta, a los mandos de Joaquín Dosil, el CSD con el magisterio de Pablo del Río, Carolina Marín y hasta el genio Roger Federer ya lo hicieron antes con un éxito contrastado. Seguir esta saludable tendencia ayudaría a más de una estrella con mil recursos para atreverse con lo suyo y solucionarlo de una vez y, sobre todo, a más de un niño en problemas que ni siquiera se atreve en la actualidad a verbalizarlos.

A un servidor, que algo ha jugado, que ha sentido más de una vez angustia al competir por la ansiedad y que ahora es de los que busca el Fairy por los pasillos del supermercado, jamás se le hubiera ocurrido alzar la voz entre taquicardias. No estamos educados para mostrar ni una debilidad. Está mejor aceptado disimular e intentar mostrarnos como sobrehumanos. Pese a haber sentido la obligación de pedir el cambio al entrenador una tarde plomiza por creer irracionalmente que estaba sufriendo un infarto. Aunque tuviera a menudo los gemelos subidos en la nuca en el minuto 70 por el desgaste de no haber dormido ni un minuto la noche previa. O, simplemente, por esprintar (y lesionarme) en ayunas al no haber podido probar bocado ni hidratarme en el desayuno por la molesta condena de los nervios. Todos hemos tenido o tenemos problemas. Y todos estamos aquí para ayudarnos. Revisemos nuestros roles y no nos unamos cuando el mal sea irreversible como sucedió con Enke. Como periodista, prometo seguir criticando con rigor, a André incluido, pero pensando más en el protagonista. Como futuro psicólogo, además, me responsabilizo de que mis deportistas disfruten compitiendo y mejoren su rendimiento. Sin sufrir, sin callarse y sin pastillas.

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