Una escena de verano

Una playa de la costa de Azahar. Treinta grados centígrados, sensación térmica de por los menos treinta más. Los niños chapoteando en la orilla. Yo en la toalla, buscando en el móvil información sobre el antiguo torneo de verano Villa de Bilbao (el asueto tiene estas cosas), cuando me encuentro el palmarés en la página web de la RSSSF. Leo los nombres de los equipos que participaron aquellos veranos de los años setenta y primeros ochenta. Lo hago en voz alta, como quien entona los versos de un poema aprendido en la infancia y olvidado después, que regresa de pronto a la memoria: Standard de Lieja, Vasas de Budapest, Queens Park Rangers, Atlético Mineiro, Dinamo de Moscú, Hamburgo, Botafogo, River Plate, Nottingham Forest, Feyenoord.

El tipo de la toalla del al lado me dirige una mirada extrañada, probablemente pensando que me ha dado una insolación y deliro. Le lanzo una sonrisa que pretende ser amable, pero él gira la cabeza bruscamente. Debe de pensar que estoy loco. Me gustaría explicarle el sentido de mis palabras, decirle que esos nombres han despertado mi nostalgia por el fútbol que soñé en la infancia, un mundo de colores diversos donde cada país tenía sus clubes grandes y los hinchas de cada ciudad apoyaban al equipo local; unas competiciones en las que podías cruzarte en Europa con un desconocido plantel, no sé, georgiano o austríaco o húngaro, y descubrir un fantástico equipo que jugaba maravillosamente; un mundo en el que los recursos estaban mejor repartidos y campeonar no siempre era consecuencia del poder económico. Pienso en sentarme a su lado y preguntarle si no le apena, como a mí, este mundo globalizado donde las estrellas del fútbol se dejan deslumbrar por el lujo y el oro y no tanto por la gloria, en el que hasta el club más pequeño de una sola liga es más grande que el más grande de la mayoría de las demás y en el que dirigentes megalómanos sueñan cada noche con ligas cerradas y franquicias tipo NBA. Entonces me doy cuenta de que su toalla luce el logotipo y los colores de uno de esos megaclubes, el más odioso de todos. Ahora soy yo el que tuerzo el gesto y me giro ofreciéndole mi espalda. Cómo convencer a quien no entendería nada.

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