Pena mínima
Di Stéfano daba la mano al portero tras tirar un penalti porque era su obligación marcarlo.
En mi casa el penalti es religión. Mi padre marcó 23 seguidos con el Espanyol en Liga. Sin fallar uno. Como Kubala. Un récord. Ningún jugador español le supera. Solo Koeman (25) metió más penas máximas consecutivamente. Para los Marañón fallar un penalti es un drama. Igual que solo los falla el que los tira, solo lo sabe el que los falla.
Me gusta ver tirar penaltis a Cristiano Ronaldo. Por la seriedad y el ceremonial de sus lanzamientos. Por el respeto al rito. Le entendí bien aquella vez que falló un penal con el Madrid y no celebró el gol que marcó un compañero en el rechace. Se quedó parado, lamentando su error, para él absolutamente insoslayable. Todo lo demás le era ajeno. Decía Di Stéfano que un penal era una enorme ventaja. Es cierto que no entendía la celebración desmedida, pero era también señal de respeto: marcar el penalti era una obligación. Por eso la saeta iba a darle la mano al portero. “Perdón, no tenía más remedio que meterlo”. También Eusebio, la Pantera Negra, lo hacía. El orgullo de lanzador lo tuvo siempre Don Alfredo: le aturdía la insistencia de su compañero Mateos al que no olvidaba porque siempre le pedía tirar los penaltis para aumentar sus cifras goleadoras y así poder renovar al alza.
Yo todavía tengo pesadillas con un penalti que fallé hace mil años. No pude lanzarlo peor. Fue una tarde de sábado a finales de los 90 en el campo del San Juan de Pamplona, y solo a mí se me pudo ocurrir tirarlo a colocar con una cuarta de barro en las botas y aquel balón Mikasa de nuestras entretelas, que no había Dios que lo levantase. Qué pardillo. Con el interior, a asegurar, blandito, enviándole un telegrama al portero de por dónde iba a ir… ¿En qué estaba pensando? Tiré muchos penaltis, marqué casi todos, pero los voy olvidando. Fallé aquel y otro con el filial del Espanyol en la tanda de un torneo de verano en Mataró. Esos no los olvido.
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En estas semanas en las que Mbappé y Vini han seguido (como otros muchos) mercadeando con los penales hasta convertirlos en penas mínimas, como si no pasara nada por fallarlos, me ha aliviado descubrir en un libro, El penalti, de Robert McCrum, que la regla número 13 sigue importando a algunos chalados como yo. Alegría máxima, desde 1891.
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