¿Éxito o lealtad?
“Hay que cambiar los estatutos del Real Madrid y prohibir que juegue aquí Mbappé”, dijo hace un par de veranos un buen amigo madridista. Fue una de esas frases que pide cincel y mármol y que, por supuesto, le he recordado los últimos días, como quien le recuerda a un amigo lo que decía de su ex con el que ha vuelto. Porque ahora, como habréis imaginado, mi colega está celebrando con entusiasmo la llegada de Mbappé al Real Madrid. No le culpo, yo habría hecho lo mismo. En el fútbol las valoraciones personales y las hemerotecas nunca se deben hipotecar a largo plazo.
En la carrera entre lealtad y éxito, en el fútbol prácticamente siempre gana el éxito. La lealtad es un atributo futbolístico bellísimo, en tanto que extraño. Pero el éxito provoca algo que nunca provoca la lealtad: el éxito provoca euforia. La mayor parte de aficionados no busca un jugador que sea un modelo vital, un ser inmaculado ajeno a incoherencias, insensateces o inmoralidades, lo que busca la mayoría es un jugador que les haga ganar.
Casi todos los jugadores son ya más leales a sus agentes que a los clubes en los que juegan. En realidad, ser leal en el fútbol es una virtud que prácticamente solo se pueden permitir o se permiten los futbolistas de equipos grandes. Imaginad por un momento que todos los jugadores se mantuviesen leales a sus equipos de origen. Messi no habría salido de Newell’s, Cristiano Ronaldo sería jugador de honor del Sporting de Lisboa, Mbappé habría rechazado quinientas mil ofertas (más) por seguir en el Mónaco.
Pero cuánto ganaría el fútbol si en lugar de presentaciones plagadas de frases hechas, lemas de azucarillo y eufemismos como “me enamoró la filosofía del club”, “vengo a colaborar con el proyecto” o “mi sueño desde pequeño siempre ha sido jugar aquí”, los jugadores agarrasen el micrófono y dijesen con franqueza: “He venido por el dinero y la gloria”. A fin de cuentas, es muy fácil ser leal si no tienes cinco llamadas perdidas de Florentino Pérez.