Esos partidos locos, locos, locos
Hace unas semanas un amigo llevó por primera vez a San Mamés a su hijo. Fue en el Athletic-Betis. El pequeño, de diez años, acudió al estadio lleno de expectativas y tuvo la inmensa suerte de que le tocara uno de esos partidos que hacen época. El Athletic comenzó perdiendo 0-2, pero no dejó de asediar la portería sevillana en ningún momento. Los goles fueron cayendo hasta que no hubo duda de que los tres puntos se quedarían en casa: 4-2. A la salida del campo, me los encontré. “¿Qué te ha parecido?”, pregunté al pequeño, sus ojos y boca aún abiertos con el gesto de quien ha presenciado un milagro. “¡Ha sido como una película de acción en la que no paran de pelear!”, exclamó, lleno de felicidad. Unos días después mi amigo me dijo que su hijo no hablaba de otra cosa que del encuentro, desde la mañana a la noche. Escuchándole, pensé que ahí había nacido un hincha para toda la vida, alguien que pasará los años ansiando repetir estas sensaciones primigenias.
Dicen que son los que menos les gustan a los entrenadores, esos partidos locos, locos, locos. Pero qué regalo son para el público. El pasado viernes en San Mamés vivimos otro de ellos. La sucesión en el resultado, el penalti en contra con 3-3, la parada de Unai Simón (me pongo de pie para teclear su nombre), los errores arbitrales hacia ambos lados, el gol también de penalti en el 97′, la euforia. Créanme, si todo lo acontecido lo ponen ustedes en un guion de cine, nadie se lo comprará. La razón es que la ficción ha de ser verosímil y plantear una sucesión de hechos, así es tensar demasiado la cuerda de lo creíble. Y, sin embargo, en el verde sucede a veces lo inconcebible, se atenta contra la lógica y la razón. Ay, la pelota indomable.
El viernes salimos todos de San Mamés con el mismo gesto de asombro que hace unas semanas lucía el hijo de mi amigo. También con la misma sonrisa. Volvimos a ser niños, y eso es bueno. Al fin y al cabo, ¿no es lo que buscamos en la grada?
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