El fuego encendido

A la salida del Bernabéu, caminando de vuelta a casa, fui un rato escuchando conversaciones ajenas. En mi defensa alegaré que se me habían roto los auriculares y que mi monólogo interno no es tan interesante como las tribulaciones de los madridistas tras un partido. Entre análisis apocalípticos, añoranzas de Kroos, loas a Valverde y dudas con Tchouameni, pude escuchar a dos aficionados que tenían pinta de haberse reencontrado por primera vez después del verano. Iban andando delante de mí. Uno le dijo al otro: “Yo lo que me pregunto es qué estaría diciendo ahora mi padre sobre Mbappé”. Y los dos se rieron al unísono, una carcajada espontánea en mitad de la noche veraniega, cómplices de una broma interna. Luego quedó suspendida en el aire una ligera capa de sorda melancolía, apenas tres segundos, que el otro amigo se apresuró a disipar con un cambio de tema, soltando una tremenda estupidez que, en mi fuero interno, le agradecí porque ya estaba a punto de ir a darle un abrazo a ese completo desconocido. No me costó demasiado esfuerzo imaginarme a aquel padre en cuestión como un madridista de la vieja escuela, exigente e insatisfecho, de los que mantienen a cualquier fichaje en cuarentena hasta que haya encadenado tres meses de buen fútbol, media docena de goles y un buen puñado de carreras tribuneras. Y lo sentí como si yo también le hubiera tratado.

El fútbol es una forma de hablar con los ausentes. De mantener el fuego encendido. De seguir conversando con un abuelo, con un viejo amigo de la infancia, con un padre, con un hermano, con aquel otro aficionado que entró y salió de tu vida. Nunca he ido a ver a una médium, pero dudo que su poder de invocación sea mucho más efectivo que el de ir al campo a ver a tu equipo y pensar a ratos en los que no tienes al lado.

Y estas conversaciones imaginarias con los que no están o ya no ves se estarán sucediendo estos días, simultáneamente, en Montjuic con Lamine Yamal, en San Mamés con Nico, en el Metropolitano con Julián Álvarez. En Estambul, en Mánchester y en Buenos Aires. En campos de Primera RFEF, en campos grandes y pequeños, con cada jugador nuevo e ilusionante que irrumpe en el equipo.

¿Le gustaría este fichaje? ¿Qué diría? ¿Formaría parte de su nómina de protegidos o le habría cogido manía? ¿Le parecería chupón, lento, vago, viejo, flojo, frío o fallón? ¿O todas las anteriores? ¿Le acusaría de no querer meter la pierna? ¿O de ser un pecho frío? ¿De ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes? ¿Qué clase de insulto extremadamente punzante a la par que cariñoso le habría dedicado cada vez que perdiera un balón? ¿Con qué otro jugador me lo habría comparado? ¿Le habría puesto un apodo? ¿Cómo habríamos celebrado su primer gol?

Y esa hoguera encendida, durante un rato, hace la mejor compañía.

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