Carlos Alcaraz en el corazón del Imperio
¡Qué bonito es el deporte, qué bonito el tenis, qué bonito Wimbledon! ¡Qué buena tarde pasamos viendo la disputa entre el viejo campeón y el joven aspirante desplegando lo mejor que tienen, honrando al tenis, provocando uno de esos espectáculos que prestigian nuestra vieja Europa! Wimbledon es una de las cumbres del deporte y desde luego no tiene igual en sus rituales, desde el blanco inmaculado con el que aún hace jugar a sus tenistas hasta el ritual de premiación, ni largo ni corto, elegante, cuidado según los protocolos que cultivó durante tanto tiempo el Imperio Británico, ya en retirada, pero aún reconocible en días así.
Gran partido, gran tenis, gran victoria de Carlitos Alcaraz ante un hombre que había ganado siete veces esta competición y al que esta derrota impedirá ganar el Grand Slam, ahora que ya no tiene ni a Nadal ni a Federer en el camino y llevaba ganados el Open de Australia y Roland Garros. Todo un fastidio, pero elevó orgulloso y sonriente su bandeja de plata, ejemplo edificante para tanto futbolista que desprecia la medalla de plata cuando se ve como finalista derrotado. No, no es un deshonor ser segundo, no desde luego cuando se ha competido con la excelencia y tenacidad con que lo hizo ayer Djokovic, ese hombre que tendía a caernos mal, pero ya no tanto.
Carlitos Alcaraz no se llevó bandeja de plata sino Copa de Oro, recibida de manos de Kate Middleton, princesa de Gales, a la que ofreció una reverencia menos lograda que la de Djokovic, mucho más habituado. Ocasiones tendrá para afinar el gesto, seguro, porque no habrá sido la de ayer la última vez que le veamos en esa situación. Juega endemoniadamente bien este chico. Hace cuatro años me avisó un eterno amigo, Julio César Iglesias, de que la costa mediterránea estaba criando al que en breve iba a ser el mejor tenista del mundo. Puso tan vehemente entusiasmo en su audaz pronóstico que decidí estar al loro. ¡Y vaya que el tiempo le ha dado la razón!