ME GUSTA EL FÚTBOL

Lo que tiene Argentina no lo compra Qatar

El más respetado en la pandilla no es el que tiene más dinero o la novia más guapa, ni el que maneja el mejor coche o el que brilla en los estudios, sino el que juega mejor al fútbol

Cuando el autobús descubierto trasladaba a la selección argentina hacia el Obelisco, dos hinchas saltaron desde un puente para abrazarles. Uno cayó dentro, el otro fuera. Cuando lo supe me pregunté en qué otro lugar hubiera podido ocurrir. España pasa por ser un país enfebrecido por el fútbol, pero ni aquí es imaginable. Y tampoco que el diez por ciento de la población del país se eche a la calle para recibir al equipo, que tuvo que ser trasladado en helicópteros porque la masa llegó a ser impenetrable.

Cuando vi jugar por primera vez a Di Stéfano, cuando cayó en mis manos la primera revista El Gráfico, cuando, ya periodista, traté a Ayala y Heredia, cuando viajé por primera vez a Buenos Aires… En todas esas ocasiones percibí que el argentino vive el fútbol de una manera especial. Basta coger un taxi o meterse en una conversación de café para percibir que allí no es la más importante de las cosas pequeñas sino la más importante de las cosas, y punto. El más respetado en la pandilla no es el que tiene más dinero o la novia más guapa, ni el que maneja el mejor coche o el que brilla en los estudios, sino el que juega mejor al fútbol. Menotti decía que no era casualidad que Maradona hubiera nacido en Argentina, que lo raro hubiera sido que naciera en Japón. También Di Stéfano y Messi nacieron allí.

Messi se crio fuera, en una de las mejores academias del mundo, pero no permitió que todo lo que le añadieron en ella borrara su instinto de jugador de barrio, ese punto diferencial que se percibe en la chispa de su pase a Julián Álvarez en el segundo gol a Francia o en la flema con que lanzó el penalti de la tanda, suave, transmitiendo a los suyos una tranquilidad necesaria en ese trance.

Los argentinos juegan bien, pero ante todo son cancheros. Son calle en todo, vivos hasta el exceso, con esa cultura del piola frente al gil que tanto ha perjudicado al país en otros terrenos, pero que para el fútbol es muy buena. Bernabéu decía que todo buen equipo debía tener dos argentinos y ningún inglés. ¿Por qué ningún inglés? Por lo contrario, por falta de picardía, por su sentido tan estricto del fútbol. Cuando Argentina ganó este Mundial en la tanda de penaltis saltó un dato que no hay que dejar de lado: ha ganado seis de sus siete tandas de penaltis en mundiales, un porcentaje excesivo como para no tenerlo en cuenta. Detecta una confianza, una seguridad, un dominio de la situación que difícilmente tienen otros, algo así como lo que le pasa al Madrid en las finales de la Copa de Europa. Viendo al Dibu comerles la moral a los tiradores franceses se entiende perfectamente eso.

Este éxito de Argentina contrasta fieramente con el pésimo papel de Qatar, que trabajó a fondo y bien durante años para conseguir un equipo al menos decente. Dotaron a su Aspire Academy de los métodos y aparatos más avanzados, también de técnicos tan buenos como los mejores e hicieron una impecable planificación de años. Digamos que aquel país puso más medios que ningún otro de la Tierra en la tarea de construir una buena selección. Y, sí, consiguieron un equipo campeón de Asia que además jugó como invitado la Copa América y la Copa Oro sin dar el cante. Pero llegado al Mundial, el grupo se desmoronó, le pudo el escenario. Planta de invernadero, perdió todas sus hojas en cuanto fue expuesta a condiciones severas de intemperie. Y su afición desertó en masa en el descanso. El fútbol no se trasplanta, crece donde le place.

Argentina ya no va ‘con la nuestra’, como decían antes, expresando la pureza de un estilo hecho exclusivamente de talento y truco. El fútbol de Bochini, que alabó a Cruyff con un reproche: “Era bueno, pero corría”, dijo, porque correr era un desdoro. Esta selección campeona ha estado formada por jugadores que militan casi en su totalidad en equipos europeos, sometidos a sistemas tácticos y planes físicos exigentes, pero no ha perdido su esencia, eso indescifrable que yo veía en Di Stéfano, en El Gráfico, en Ayala y Heredia cuando me preguntaban qué mierda era eso de los positivos, en mi primera conversación con un taxista de Buenos Aires…

Eso que latía en el “¿Qué mirás, bobo? ¡Andá p’allá…! de Messi a Weghorst.

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