Aquel jugador de terciopelo...
El Mundial de 1966 fue el primero que se televisó en directo por satélite a todo el mundo y también el primero que yo vi. Aquel campeonato fue la puesta de largo de un muchacho elegante que aún no había cumplido los 21 llamado Franz Beckenbauer. Jugaba de lo que entonces conocíamos como medio de ataque, que junto a los dos interiores formada el trío de centrocampistas. Apuesto, activo, con un aire jovial, tenía presencia, distribuía y llegaba. Era un imán para el balón y para los ojos del telespectador. Marcó un par de goles. Lástima que en la final Schoen le ordenó secar a Bobby Charlton, cosa que hizo con éxito a costa de anularse a sí mismo.
Pertenecía al Bayern de Múnich, al que junto a sus coetáneos Maier y Müller elevaría a lo más alto. Ahora sonará raro saber que cuando se creó la Bundesliga, en 1962, el Bayern no estuvo entre los pioneros, pues no había acreditado calidad para ello, y le tocó empezar en segunda. Pero ellos tres y otros que llegaron, pero sobre todo él, hicieron del equipo bávaro el mejor de Alemania y de Europa. Pronto se retrasó una línea para jugar de líbero, posición hasta entonces despreciada (el creador fue Karl Rappan, austriaco, para Suiza en el Mundial de 1954), tenida por oficio menor del que se abusó en Italia. Defensa escoba, decíamos en España.
Beckenbauer elevó el rango de ese puesto porque no barría, sino que recuperaba y armaba desde atrás, marcando el ritmo de la salida, en corto o en largo. Su desplazamiento era perfecto. Era un futbolista de terciopelo, con una facilidad para el trato del balón y una elegancia casi empalagosas. El inicio del juego desde atrás nace y se prestigia con él, con su Bayern y con su Alemania, que arrasaron en la primera mitad de los 70. Luego fue entrenador, seleccionador triunfante con Alemania. Fue campeón mundial entre las rayas de cal, de corto, y al borde de ellas, en traje, como el llorado Zagallo y el francés Deschamps. Descanse en paz.
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