A vueltas con la Superliga
Las primeras declaraciones del CEO encargado de llevar a cabo la creación de la Superliga, Bernd Reichart, subrayan un aspecto fundamental: la competición que pretenden crear estará abierta a la clasificación por mérito deportivo y no habrá miembros permanentes. Lo contrario, que era un atentado al espíritu del deporte, se planteó en el primer lanzamiento del proyecto y parece que, por fin, sus impulsores han entendido que fue aquel formato elitista y excluyente el que provocó la revuelta de los hinchas en Inglaterra y situó a la mayor parte de la opinión pública en contra de la idea. Sin embargo, quedan otras cuestiones en el aire y no son menores: ¿los clubes fundadores tendrán participaciones de la empresa matriz, beneficiándose más que los demás competidores del éxito financiero que pueda tener el torneo? ¿Los árbitros serán contratados directamente por esa empresa matriz de la que serán accionistas unos clubes sí y otros no, generando por lo tanto un clima de sospecha mucho mayor que en la actualidad? ¿Qué cantidades serán destinadas a la solidaridad con el resto del fútbol europeo y de qué manera se repartirán? ¿Se publicarán esas partidas de solidaridad con la misma transparencia con la que viene haciéndolo en sus informes económicos anuales la UEFA, que procura una distribución equilibrada entre todas sus federaciones?
La cuestión del reparto de los beneficios económicos es especialmente importante. El sistema actual ya representa un problema para la igualdad: los clubes que se clasifican recurrentemente para la fase final de la Champions obtienen unos ingresos que les proporcionan una ventaja competitiva con respecto a los otros equipos de sus ligas nacionales que no juegan en Europa. De esta manera, la diferencia se va haciendo cada año más grande: me meto en la Champions, gano más dinero para hacer una plantilla más fuerte, con esa plantilla más fuerte me meto más fácilmente en la Champions, vuelvo a ganar más dinero y ya tengo una plantilla dos veces más fuerte que el que ha quedado el décimo. Este proceso es el de un crecimiento permanente que se retroalimenta: es una espiral sin fin que convierte en sumamente complicado alterar el orden establecido en el fútbol. Los que ganan ganarán cada vez con mayor facilidad. Las únicas fórmulas para frenar esta avalancha es repartir entre todos los clubes de una federación nacional lo que sus representantes en Europa consigan cada año o rebajar enormemente los premios de la competición. La Superliga, en cambio, parece caminar hacia un horizonte radicalmente opuesto: aumentar las diferencias entre los que logren participar en ella y el resto.
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