Siniestro total en los Lakers
Una gestión pésima y marcada por la inacción está poniendo en jaque no solo el presente, desastroso, sino también el futuro de unos Lakers irreconocibles.
Hay que reconocerles una cosa a los Lakers. Una que además no es precisamente menor: son capaces de darse de bruces con el éxito sin que se sepa muy bien si lo han buscado siquiera. O, como mínimo, sin que apetezca ponerse a cartografiar su camino y deshuesar sus decisiones. Por si acaso. Mejor pensar que el mapa geopolítico del deporte es tan líquido y volátil que nada es nunca exactamente lo que parece. Los Lakers solo han ganado cuatro series de playoffs en una década, pero las concentraron en un mismo año (2020) y fueron campeones. Chimpún. Enlazaron antes seis años fuera de las eliminatorias, y van camino ahora de un trienio sin más alimento que una derrota en primera ronda. Pero la otra temporada, la excepción, fue un anillo, el decimoséptimo de la franquicia.
Si uno mira todo lo que hubo antes y todo lo que ha habido después, se trata de una evidente anomalía en la línea temporal (la narrativa) por mucho que los progresos y retrocesos no sean casi nunca rectos. Así que mejor hablar de la excepcionalidad para no darle muchas más vueltas. Ups, hemos hecho un bueno equipo. Ups, puede que hayamos hecho un muy buen equipo. Upppps, hemos fabricado un campeón de la NBA. Quizá ese sea el verdadero timeline, en los despachos, de la temporada 2019-20. Mejor, insisto, no saber mucho más sobre ello. La explicación del número de magia suele vaciar más que colmar, a veces la información abre agujeros en vez de rellenarlos. La vida es mejor si no uno no sabe el truco y hasta el más inquisitivo lo acaba aprendiendo, de alguna manera. A veces basta con no preguntar, con ponerse en manos de la suspensión de la credulidad. La curiosidad mató al gato y todo lo demás.
Los Lakers habían faltado a playoffs cuatro veces desde que se mudaron a Los Ángeles. Cuatro ausencias por once títulos entre 1960 y 2013. Absolutamente extraordinario, el material del que está hecha la leyenda de una franquicia que se despeñó después, y conviene recordar que precisamente 2013 fue el año del fallecimiento del Doctor Jerry Buss, el propietario que cambió la NBA, y el deporte estadounidense, maridó los Lakers con Hollywood e imaginó el Showtime tan fuerte que lo hizo realidad y convirtió a su equipo en mucho más que una franquicia. Sin él, el mando quedó en sus hijos, primero con Jim al frente y después, con una suerte de golpe de estado de por medio (durante la temporada 2016-17), con Jeanie como cabeza visible. El primero metió a los Lakers en ese trance de seis años (2014-19) sin playoffs, esperanza ni estructura. La segunda llegó para recuperar la visión de su padre y restaurar el espíritu de la franquicia, de Magic Johnson a Kobe Bryant. Épocas de gloria cosidas en una escalada de esas que solo parecen posibles en Lakerland: de la más absoluta miseria al fichaje de LeBron James, el traspaso por Anthony Davis y el anillo de 2020. Una burla a las reconstrucciones sesudas e inacabables, la demostración de que algunos pueden escribir con los renglones tan torcidos como quieran. O, tal vez, solo un extraño golpe de suerte: es mejor no saber cuál es el truco.
Jeanie Buss, Rob Pelinka y la venida del desastre
En 2019 los Lakers apuraron más de lo lógico en busca de un big-three de apariencia imparable, legendario: LeBron-Davis-Kawhi Leonard. Cuando este último desveló el farol y jugó la mano de los Clippers, los Lakers encajaron un shock deportivo pero también cultural (una superestrella elegía a los Clippers y no a ellos) e hicieron, ya fuera de los plazos normales del mercado, un equipo aparentemente de relates que acabó siendo campeón mientras se estrellaban los Clippers de Kawhi y Paul George y se cocían los primeros (de muchísimos) problemas en los Nets de Kevin Durant y Kyrie Irving. Un cambiar todo para que nadie cambie, un verano de revoluciones que había acabado en título de los Lakers, culminada la persecución eterna de Boston Celtics (el empate a 17 que casi se rompe el pasado junio). Medio siglo de carrera frenética, siempre detrás de ese verde esquivo que ponía enfermo a Jerry West; un ochomil aparentemente imposible de escalar y con tantos fantasmas a la vuelta de cada esquina que obligó a un exorcismo, deportivo y emocional, a Magic Johnson y Kareem Abdul-Jabbar. La terapia del Showtime.
Jeanie Buss era la propietaria y Rob Pelinka ya era el mandamás estratégico (tras la extrañísima salida de Magic Johnson) en el equipo que fue campeón. Conviene recordarlo porque, otra vez, todo acaba siendo extrañamente relativo y quizá las narrativas que tejemos a posteriori son, sencillamente, más formas de dar sentido a las cosas que verdaderas explicaciones. Más orden aceptable que luz de verdad. Hubo un millón de bromas sobre una plantilla con Rajon Rondo, Dwight Howard, Alex Caruso o Kentavious Caldwell-Pope en su núcleo duro. Ese no era el plan A, ni siquiera Frank Vogel era la primera opción para el banquillo (Monty Williams, Tyronn Lue…). Pero los Lakers fueron campeones. Y, otra vez Jeanie y Pelinka, hicieron un equipo aparentemente mejor para defender su título y exprimir el (pen)último prime de LeBron James y el ascenso (creíamos) de Anthony Davis al firmamento. Más ataque, más creación, una pértiga para superar los atascos del equipo que había ganado el título con una defensa a la altura de las mejores, al menos en la historia reciente de la NBA: Marc Gasol, Dennis Schröder, Wesley Matthews, Montrelz Harrell… un cargamento de leña, mucha más madera.
Y un inicio colosal: 21-6, ganando los partidos con la ley del mínimo esfuerzo, con una autoridad muchas veces insultante, excelentes sensaciones y ratings disparados. El ojo y la calculadora, de la mano. Hasta que llegaron las lesiones de Anthony Davis y LeBron James. Ese equipo que quedó como un doloroso what if también lo habían hecho Jeanie y Rob. Y aquel 21-6 llegó un 12 de febrero de 2021. Hace menos de dos años aunque parezca una eternidad en la actual medida del aficionado laker, cuyo planeta da últimamente muy rápido las vueltas a un sol sin brillo: ¿cuánto ha pasado realmente desde la burbuja de Florida? ¿Cuántos meses lleva Russell Westbrook en el equipo?
Así que los Lakers parecían no tener futuro en el verano de 2018, antes de que LeBron James decidiera llevar el final de su carrera (su familia, sus negocios y su baloncesto) a la Costa Oeste. Parecían otra vez la franquicia inevitable, Thanos de púrpura y oro, en otoño de 2020. Y habían vuelto a ser un saco de miserias con un futuro aborrecible en septiembre de 2022. Es bueno mantener fresco este timing para entender (otra vez...) que hay cosas en el deporte, y en su gestión, que son puro azar o que simplemente son imposibles de ver venir, aunque luego las expliquemos con métodos solo aparentemente científicos. Todo el mundo está a un par de pasos de salir del pozo o de regresar a él. Y algunos como los Lakers, eso ha sido obvio al menos hasta ahora, han contado con más vidas para tachar errores y más atajos para potenciar aciertos. Pero, si bien es mejor no echar muchas cuentas sobre un futuro que no vemos, sí que parece justo observar que este es ahora mismo desolador. Y que cuando te empeñas en hacer las cosas rematada y sistémicamente mal, lo normal (navaja de Ockham) es que acaben yendo mal-de-verdad. Peor. Por mucho Los Angeles Lakers que seas. O precisamente por serlo.
El traspaso por Westbrook como eje del caos
Los dos últimos veranos han sido un ejercicio de permanente mala praxis alrededor de un error mayúsculo, gigantesco, uno que llevaba encadenado un peso tan descomunal que está arrastrando a la franquicia hacia simas de una profundidad que parecía inimaginable, sin un ápice de luz: el traspaso por Russell Westbrook. Porque algunos siguen empecinados en situar el origen de todos los males en la operación Anthony Davis, que dio un anillo y puso a la franquicia en disposición de seguir ganando. Si ahora picks muy valiosos se van a los Pelicans, si el de este año puede dar a los de Luisiana al mismísimo Victor Wembanyama (tienen derecho de intercambiar… e intercambiarán), es por los errores que se están cometiendo después, no por aquellos cálculos de 2019. Westbrook fue la apuesta imposible de justificar, el big-three que no podía ser, una huida hacia adelante innecesaria. La fe de LeBron James en que era capaz de seguir aplicando factores de corrección a cualquier problema, también con dos décadas de NBA ya en las piernas.
Esa adicción de la franquicia al polvo de estrellas que solo admite una crítica resultadista: está muy bien formar un big-three descomunal, en lo deportivo y lo salarial, y rodearlo de relleno para tapar los roles suficientes en un deseable bulldozer/aspirante. Casi cualquier modelo, bien aplicado, puede funcionar. Lo que no está bien es que esa apuesta, esa tercera estrella, fuera Russell Westbrook. No en el verano de 2021. No después de lo que se había visto del base en su final en los Thunder, en su final en los Rockets, incluso (en perfil más bajo) en su (correcta) temporada en los Wizards. Un contrato bomba, un ego bomba, un físico en declive, una eficiencia de cloaca que, sin ir más lejos, explotaron los propios Lakers en los playoffs de la burbuja. Once meses después de aprovechar los contradicciones y limitaciones de Westbrook en el nivel supremo de las eliminatorias (la ausencia de un tiro viable, las malas decisiones, las desconexiones en defensa) para arrollar a los Rockets en las semifinales del Oeste, los Lakers decidieron que ese Westbrook, el factor negativo con un lenguaje corporal desolador y al que no hacía falta defender en ninguna situación de lanzamiento a canasta, era la solución a unos males que por entonces no se sabían hasta qué punto eran estructurales o sencillamente coyunturales (véase: lesiones).
Si a la apuesta por Westbrook se le puede dar un capotazo voluntarista desde la certeza de que esa es la filosofía de los Lakers aunque se disparó al objetivo más equivocado posible, la política de inacción de la temporada 2022-23 es otro tipo de avería completamente distinta. Un drama, un desastre, una dejación inexplicable que puede tener consecuencias nefastas para el futuro de una franquicia que vive de lo que es, de lo que significa de puertas afuera aunque viva empeñada en dejarse consumir por el nepotismo y la endogamia.
Russell Westbrook ha hundido en Los Ángeles, en una vuelta a casa de pesadilla, su valor deportivo hasta el límite de que se ha debatido si queda sitio para él en la NBA cuando acabe su mastodóntico contrato (47 millones esta temporada) y sea agente libre el próximo verano. Su salida tras el fiasco de la pasada temporada incluyó una última comparecencia mediática que de facto le habría apartado de cualquier franquicia con un mínimo de pulso, de autocrítica y atención. Pero Westbrook no fue traspasado y, parecía imposible en verano, comenzó la temporada, ha continuado la temporada y va camino de acabar la temporada. Los Lakers, sin ganas de hacer nada (esa esa la única realidad) han vendido como un éxito rotundo que el base haya aceptado sin hacer ruido (eso hay que reconocérselo, al menos) el paso a la suplencia. Intentaron colar como una virtud que el vestuario no viviera permanentemente en llamas y que el base se comportara como un suplente más. Con (47 millones de contrato, recuerdo) días buenos, días malos y los habituales errores gruesos en los últimos cuartos. Se habló de operaciones estruendosas con él como eje, de otras menores sin tocar su contrato para manejar más espacio salarial en verano. Se habló de Pacers, Spurs, Pistons, Jazz o Hornets. Se habló y se habló. Para nada.
Porque los Lakers se han aferrado a sus primeras rondas (ahora las de 2027 y 2029, la de 2023 la podrán traspasar ya en la noche del draft) como baza de futuro, o como simple conjuro para espantar a los críticos, ya que no las han sabido usar como arma de presente. Les ha faltado la iniciativa que les sobró para ir, con tantas prisas, a por Westbrook. Así que o haces este tipo de porque eres los Lakers o no las haces aunque seas los Lakers: las dos afirmaciones no valen en una misma filosofía. Después, y por aquello de que lo bueno es enemigo de lo mejor, cuando fallaron los planes de crear un aspirante con mayúsculas a partir de una situación de naufragio absolutamente tóxico, el gran salto mortal, se tuvo miedo a meterse en cuentas que hipotecaran el futuro sin arreglar lo suficiente el presente. Se pasó del exceso de ambición a un conservadurismo inútil. No se quiso asumir como punto de partida que los puzles deportivos son mucho más que la suma de sus piezas, y que un aspirante con galones siempre late debajo de la superficie si ya cuentas con dos súper estrellas. Se ha preferido el esquivo elixir del futuro, tragos de la mentira del mañana, con nombres filtrados que provocan carcajadas (Kevin Durant, Damian Lillard) o más incertidumbre que ilusión (Bradley Beal). Se quiso hacer creer que no había opciones satisfactorias a una masa de aficionados que acaba de ver (prácticamente) a LeBron y Davis ganar un anillo con una fórmula tan básica como estar bien entrenados y bien rodeados por un lote de secundarios complementarios, organizados y útiles. Se optó por no hacer nada como si eso fuera menos grave, per se, que hacer algo. Como si nadie fuera a encontrar al culpable si no había huellas dactilares frescas.
La lesión de Anthony Davis como coartada
Pero los meses han pasado y se ha seguido hablando básicamente de los mismos jugadores (Pacers, Hornets, Pistons…) solo que en peor situación negociadora para los Lakers, cuyas armas eran los picks de primera ronda y el megacontrato de Westbrook como expiring veraniego (jamás como factor deportivo). Esperar sin caminar a que el suelo se moviera (y a favor, claro) debajo de los pies no ha funcionado. Rara vez lo hace. Anthony Davis pasó por un trance en el que pareció uno de los tres mejores jugadores de la NBA y, desde luego, un jugador al que cualquiera (creíamos) querría haber intentado rodear lo mejor posible para ver hasta dónde era capaz de llegar. Finalmente, Davis cayó fulminado por una lesión por estrés en un pie, esta vez menos leyenda de jugador de cristal que exceso de trabajo para mantener a flote, noche sí y noche también, a un equipo configurado sin ningún criterio, como si se hubiera quedado a menos de medio camino de algo que no se acabó materializando. Como el vistazo al borrador de una planificación sin Westbrook pero sin los movimientos principales... y sin quitarse de encima a Westbrook. Una pesadilla sin pies ni cabeza.
Sin talento, sin tiradores, sin defensores, sin volumen ni físico. Sin Davis, uno de los peores dos o tres peores equipos de la NBA y una condena para LeBron James, que va a cumplir 38 años sin más objetivo (en lo individual no es poco, claro) que superar a Kareem y convertirse en el máximo anotador de la historia. Cuando el cuerpo se ha puesto a tono, algo que cuesta con ya más vida pasada en la NBA que fuera de ella, ha demostrado que no es el jugador de 2016 o 2018 (solo faltaba) pero todavía puede parecerse al de 2020, al menos. Nadie se ha dado por aludido, tampoco. Los Lakers fueron campeones por su defensa y por su capacidad para jugar a pequeño con quintetos que en realidad eran grandes, una trampa mortal para casi todos los rivales en el perfil de la NBA actual. El equipo de la temporada 2022-23 es, además de una medianía lastimosa, lo más contrario posible a esa filosofía que se demostró ganadora.
Pero en las oficinas de los Lakers, donde se ganó tiempo alargando la fecha para ejecutar planes como si se quisiera comprobar cosas que veía cualquier aficionado de un simple vistazo, se ha aprovechado la lesión de Davis para envolver todo de una negrura existencialista que, en este caso, es sencillamente una excusa, una coartada. Rob Pelinka ha hecho un equipo pésimo y se ha empeñado en no retocarlo. En tirar a la basura un año que puede ser el último del gran LeBron y que puede acabar con Davis (29 años, no los casi 38 del Rey) definitivamente desmotivado y, quién sabe, tal vez cerca de un divorcio que podría parecerse, al fin y al cabo, al que lo sacó de Nueva Orleans. Ya se sabe, la historia se repite si se calcan los errores del pasado. Es imposible, en semejante melé, hacer juicios sobre Darvin Ham, un entrenador novato (como head coach) al que se ha dado un roster del que parece imposible escapar con la camisa limpia. Dicho eso, comete errores de manera recurrente y muchas noches parece sumarse al caos más que ser víctima de él. Va al incendio con gasolina.
LeBron y su entorno (el entramado Klutch que incluye a Anthony Davis), desde luego, tuvieron mucha culpa en la llegada de Russell Westbrook, lo que tal vez creó lo que parece un obvio resentimiento entre él y unos despachos que (se ha dicho) tenían otros planes. Pero los que creen que su mano es la que gana todos los pulsos y decide quién es quién en los Lakers, tendrán difícil explicar que no se le haya hecho caso, sin embargo, con la continuidad de Caruso, con la de Jared Dudley, con la petición de movimientos que ya se ha filtrado desde su bando... Y tendría que dar a Klutch y LeBron la enorme cuota de mérito en la confección (a trancas y barrancas) del campeón de 2020. Una vez más, o una cosa u otra: o LeBron es la mano que mece la cuna o su papel como general manager de facto está sobredimensionado fuera del entorno del equipo. Él, por si acaso, firmó antes de esta temporada una nueva extensión de contrato. Con la promesa, se supone, de que se iba a hacer un equipo competitivo. Pero con la certeza, también parece absolutamente obvio, de que maneja razones para no moverse de L.A. que van más allá de ganar o no un quinto anillo.
Jeanie Buss amplió en verano el contrato de un Pelinka que se ha convertido en enemigo público número 1. Es, en una Liga cada vez más atractiva para las fortunas jóvenes, la propietaria con menos dinero en el banco de los treinta equipos de la NBA. Eso es un factor clave a la hora de invertir y gestionar, de enfrentarse al impuesto de lujo o de cuidar y reforzar las parcelas que escapan a la plantilla y los cálculos del salary cap. El que quiera entenderlo, que repase el imperio que Steve Ballmer está construyendo en los Clippers. Un esfuerzo descomunal por atraer, a la fuerza, al éxito deportivo con inversiones enormes por tierra, mar y aire. Peinando cualquier factor que pueda descubrir una ventaja competitiva, por pequeña que pueda parecer. A veces una mariposa bate sus alas en el cajón de un despacho y eso acaba produciendo un terremoto en los playoffs, meses después.
Parece imposible separar a los Lakers de la familia Buss, pero cada vez más voces piden una venta que parece improbable, por mucha presión social que se ejerza, pero que podría sacar de su nocivo ensimismamiento a un equipo demasiado querido de sí mismo, con el concepto de ambición mal entendida, una estructura caótica e insuficiente y una incapacidad paralizante de actuar cuando hay que usar mano dura. Al menos, con cualquiera que no sea Frank Vogel, despedido sin gloria poco después de construir el sorprendente campeón de 2020. A los Lakers solo les queda eso: que son los Lakers. Pero se están empeñando tanto en destruirse a sí mismos -una crisis pública con sus estrellas como la que está abriendo LeBron puede ser casi un golpe de gracia para su marca- que quizá los demás dejen de creer en esa excepcionalidad. Y ahí precisamente empezaría a dar igual lo que piensen ellos y llegaría definitivamente (recuerdo: todo es de puertas afuera) el crepúsculo de una institución ahora mismo irreconocible, carcomida, en una situación lastimosa e incapaz de, por lo menos, intentarlo. Eso es, seguramente y al fin y al cabo, lo más grave de todo. Desde luego, es lo más deprimente.