Se cumplen 40 años del mítico sexto partido de las Finales la NBA de 1980, cuando un Magic Johnson rookie y de 20 años sentenció un anillo jugando de pívot.
Dejadme que os diga que hay un momento en la vida en el que descubres quién eres, ese es el momento dorado del día. En tu mente encontrarás una estrella brillante, ese es el momento dorado del día.
Un Magic Johnson rookie que no había cumplido 21 años canturreaba los versos soul de "Golden Time Of Day", de Maze y Frankie Beverly, mientras los Lakers embarcaban en Los Ángeles rumbo a Philadelphia. Eran todavía tiempos de vuelos comerciales para las franquicias NBA, incluso para las que peleaban por el anillo. Y era la mañana del 15 de mayo, resaca del quinto partido de las Finales de 1980 y víspera del sexto. Y aunque los Lakers, rumbo a territorio comanche, viajaban al temible Spectrum de Philly con 3-2 a favor, el ánimo no estaba precisamente por las nubes. Salvo, aparentemente, el de Magic Johnson, que pasó junto a un asiento sin ocupar (en primera, una concesión del nuevo propietario de los Lakers, el Doctor Jerry Buss) y gritó al equipo: "Fuera el miedo, el puto Magic Johnson está aquí".
Ese asiento vacío era el mejor de los que había a disposición del equipo, tal y como obligaban los galones del que tenía que haber sido su ocupante, un Kareem Abdul-Jabbar que se había quedado en tierra con el tobillo izquierdo como una pelota de tenis. No podía ni pensar en caminar, no digamos volver a pelearse en las zonas con Caldwell Jones y Darryl Dawkins, la pareja interior de unos Sixers que eran cemento armado más allá del poético estilo aéreo de Julius Erving, el inolvidable Doctor J. Kareem, que acababa de cumplir 33 años, estaba firmando unos playoffs arrebatadores. 31,8 puntos, 11 rebotes y 2,8 tapones en cinco partidos de primera ronda (4-1) ante unos Suns desbordados. Y otra vez más de 30 puntos y 11 rebotes de media contra los Supersonics, que defendían título con pegamento del duro: Dennis Johnson por fuera, Jack Sikma por dentro.
En las Finales, Kareem se alzó, otra vez, majestuoso: 33,4 puntos, 13,6 rebotes y 4,6 tapones. En el quinto partido (108-103) acabó en 40+15+4 después de reventarse el tobillo tras un mal apoyo ya entrado el tercer cuarto y con 65-65 en el marcador. En el vestuario, los médicos de los Lakers solo le dieron dos opciones, irse al hospital en ese momento o después de ver el final desde la banda. Kareem preguntó si podía estropearse más el pie y le contestaron que estaba tan mal que, con una buena venda, no podría ir a mucho peor. Así que decidió volver, bloquear el dolor ("hipnotizarse a sí mismo", contaron los testigos), poner en pie a un Forum que rugió cuando le vio asomar y aportar 14 puntos y 6 rebotes en ese decisivo último cuarto. Sin saltar, sobre un solo pie y con el 2+1 definitivo con el marcador igualado (103-103) a 33 segundos del final. Un dios del baloncesto.
Pero al día siguiente Kareem no podía caminar. Por mucho que en Philadelphia nadie se creyera su baja y que hasta el entrenador de los Sixers, Billy Cunningham, alargara la conspiranoia cuando el pívot no se subió al avión: "puede volar más tarde en un jet privado". Mientras, Paul Westhead, el técnico de los angelinos, preparaba el plan de emergencia. En el aeropuerto de L.A. fue hablando con sus jugadores, de uno en uno, y dejó a Magic para el final, ya en el aire: "Te va a parecer una locura... quiero que juegues de pívot". Pero a Magic, que se había subido al avión tarareando música soul, no le pareció ninguna locura: "Me encanta la idea". Al fin y al cabo era, lo acababa de decir él mismo, el puto Magic Johnson.
Antes de las Finales, y aunque los Lakers eran la nueva sensación del deporte estadounidense y habían ganado cuatro partidos más que los Sixers (60-22 por 56-26), un panel de 18 entrenadores de la NBA había considerado favoritos (11 a 7) a los de la Costa Este; un equipo duro, muy agresivo, que parecía perfecto para cortar a palos las alas de unos Lakers mejores cuanta más felicidad descorchaban los partidos. Y que estaban por delante (3-2) después de cinco batallas terroríficas que se habían cobrado una pieza de caza mayor, Kareem, y tenían entre algodones a Norm Nixon. El fantástico base, que seguía adaptándose a compartir backcourt con el irresistible Magic, tenía una mano casi inservible por un golpe del balón en un dedo. Con más sensación de presa que de cazador pese al match point a favor, unos Lakers agotados se aferraban a que solo tenían que ganar un partido más para llevarse su primer anillo desde 1972 y el segundo desde la mudanza a L.A.
Antes de saltar al Spectrum, Westhead les dijo a sus jugadores que estaban allí para ganar, no para hacer un papel digno y fiarlo todo a volver a Los Ángeles para el séptimo partido. No habían cruzado el país para dar la cara, sino para rematar a un rival contra las cuerdas... pero todavía peligrosísimo. En el descanso (60-60) un Magic heroico, moviéndose en el gigantesco hueco que había dejado Kareem en el puesto de pívot, suplicó a sus compañeros que creyeran que estaban a dos cuartos de ser campeones. A falta de cinco minutos, y con 101-103, Westhead pidió tiempo muerto y le dijo al rookie que ese era su momento. Agotado tras hacer de base, escolta, alero, ala-pívot y pívot, y todavía con sus 20 años y su matrícula de novato, Magic anotó 9 puntos en los dos últimos minutos y medio y los Lakers ganaron un duelo terrible que no explicaba un marcador finalmente amplio: 107-123. Michael Cooper se había dejado el alma defendiendo y Jamaal Wilkes había sumado 37 puntos sin los que los Lakers no habrían sido campeones.
Magic Johnson, mientras los Lakers tiraban del champán de los bares del Spectrum porque no habían llevado el suyo propio, fue elegido MVP de las Finales tras ese sexto partido que es historia sagrada de la NBA. Desde que aceptó jugar de pívot hasta que quiso estar en el salto inicial para enviar un mensaje a los Sixers... y, claro, gracias a sus 42 puntos, 15 rebotes y 7 asistencias. En la serie, sus medias fueron de 21,5 puntos, 11,2 rebotes, 8,7 asistencias y 2,7 robos. En sus primeras Finales, en su primera año en la NBA. El primer anillo de cinco totales en una década prodigiosa que cambió la historia de los Lakers y del baloncesto. El puto Magic Johnson.
"Dejadme que os diga que hay un momento en la vida en el que descubres quién eres, ese es el momento dorado del día".
El extraño camino hacia los buenos tiempos
Aquel de 1980 fue el séptimo anillo para una franquicia que ha ganado 16 en total. Y el primero de la nueva era. El Doctor Buss, Magic, el Showtime, Hollywood: los Lakers, tal y como los conocemos y la NBA, tal y como aprendimos después a quererla. Era mucho más que un nuevo comienzo para un equipo que triunfó en Mineápolis en la prehistoria (cinco títulos entre 1949 y 1954) pero que después se estrelló hasta el trauma con los Celtics de Bill Russell, que les ganaron seis Finales entre 1959 y 1969. Tanto que para el exorcismo de 1972, con Jerry West y Wilt Chamberlain (Elgin Baylor se retiró en el inicio de aquella temporada), se recurrió a dos históricos de los Celtics: KC Jones era asistente y Bill Sharman un entrenador que aplicó en L.A. el libreto de Red Auerbach; y que después fue general manager durante esos cinco anillos de los 80, con las tres Finales contra los Celtics de Larry Bird (2-1 para los del Oeste) que redimensionaron una NBA que parecía herida de muerte a finales de los setenta. Se podría decir que Magic y Bird desbrozaron y asfaltaron el camino que después Michael Jordan convirtió en una autopista sin límite de velocidad. Pero la realidad es que, sencillamente, Magic y Bird fueron el camino.
Antes de eso, los Lakers habían sido una franquicia acostumbrada a perder por culpa de los Celtics, el equipo que consiguió que el legendario Jerry West (cuya silueta es el logo de la NBA) se retirara con ocho Finales perdidas de nueve disputadas. Y que odiara de forma obsesiva el color verde de su rival de Boston. West, precisamente, había entrenado a los Lakers en tres años (1976-79) de baloncesto monocorde (balones a Kareem) y con un entusiasmo tan bajo como el que su técnico tenía por un cargo que sentía como una obligación impuesta. Una franquicia zombie que había aprovechado su llegada a la soleada California en 1960 para hacerse con gigantes históricos como Wilt Chamberlain y Kareem Abdul-Jabbar, pero que solo había añadido un título en su nuevo destino a los cinco ganados a lomos del primer gran pívot dominador, George Mikan, en los años 50. De hecho, estaban todavía en Mineápolis cuando (1959) perdieron la primera Final con los Celtics, que empezaron su racha de ocho anillos seguidos y diez en once años.
Tras nacer en Minnesota como retoño de un equipo que había tirado la toalla en Detroit (los Gems de la NBL), y con un nombre que quedaría completamente descontextualizado a cuestas (en L.A. no hay ni un solo lago), los Lakers hicieron una mudanza de más de 3.000 kilómetros de la mano de un propietario nacido en Mineápolis pero preocupado por el hundimiento de la asistencia al pabellón tras la retirada de Mikan. Bob Short, que hizo carrera política con el partido demócrata, se había hecho con el equipo en 1957 y lo vendió en 1965, ya en California y simplemente porque alguien accedió a pagar el precio desorbitado que había fijado para, todavía con dudas sobre qué hacer, espantar a los pretendientes: 5,1 millones de dólares por una franquicia que seguía perdiendo Finales con los Celtics pero que en la temporada 1964-65, antes de la venta, había ganado más de medio millón de dólares. Un lujo en aquella NBA, una muestra de que el mercado de Los Ángeles siempre merece una inversión.
El Forum será la mayor construcción desde el Coliseo de Roma
Jack Kent Cooke
El comprador fue Jack Kent Cooke, un canadiense que se había afincado en Beverly Hills y que empezó viendo a los Lakers como poco más que un salvoconducto hacia su verdadero sueño: llevar la NHL a California. Considerado un genio de los negocios, era en la distancia corta un personaje complicado y de trato muchas veces abusivo, sobre todo a raíz de un fallo cardíaco masivo que sufrió en 1973 y tras el que su comportamiento fue todavía más errático y difícil. Cooke era un maestro de las ventas, un pionero en el marketing. Bajo su gobierno, los Lakers empezaron a tener noches de 3 entradas por 1, pase gratis para las embarazadas que acudían con sus maridos o acceso libre para quienes asistieran a un partido con un gato negro si caía en viernes 13. En 1967, Cooke ya tenía a sus Kings en marcha después de pagar a la NHL dos millones de dólares y de levantar en la decrépita Inglewood, a 21 kilómetros del downtown de L.A., el Forum. Una inversión de 16 millones para construir un pabellón circular que acabaría siendo legendario, con sus icónicas columnas (que se ven al este desde algunas zonas de aterrizaje del aeropuerto de Los Ángeles) y su ya por entonces gusto por lo ostentoso: "será la mayor construcción desde el Coliseo de Roma, en 200 o en 2000 años dirán que esta fue una de las grandes obras arquitectónicas del siglo XX", dijo Cooke, que se había criado entre una pobreza extrema y que a los 32 años ya había hecho su primer millón de dólares a base de comprar y relanzar emisoras de radio y revistas en apuros económicos.
Sin noción alguna sobre baloncesto pero brillante en la gestión empresarial, durante sus catorce años al frente de los Lakers solo vivió tres temporadas con balance perdedor, jugó seis Finales, aunque solo ganó la de 1972, y acabó con un registro de 673 victorias y 472 derrotas. A finales de los 70, a pesar de esta notable hoja de servicios, la venta de los Lakers parecía inevitable. Cooke se había mudado a Las Vegas, entre otras cosas porque allí los tribunales protegían con más munición legal sus propiedades, sitiadas por su mujer en un proceso de divorcio monstruoso que se extendió durante dos años y medio y de punta a punta de más de 12.000 páginas de documentación.
Considerado el hombre más poderoso del deporte, defendía la mitad de una fortuna que se valoraba en más de 100 millones de dólares de la que todavía era su esposa mientras acunaba la idea de romper todos los vínculos con California y centrarse en su nuevo retoño predilecto: los Redskins de la NFL, de los que se había convertido en propietario principal en 1974. Para entonces, había saldado con el título de 1972 su gran cuenta pendiente en los Lakers, especialmente después del desastre histórico de 1969, cuando los Celtics de Bill Russell (ya entrenador-jugador sin Red Auerbach) ganaron su undécimo anillo en trece años, viejos y agotados, a costa de unos Lakers ultra favoritos y que presumían de big three: Jerry West, Elgin Baylor, Wilt Chamberlain.
Pero que volvieron a perder, también con su nuevo trío de superhéroes. Después de desperdiciar mil ocasiones para poner la Final de su lado y en un séptimo partido en Los Ángeles en el que Cooke cometió un error que es historia del deporte estadounidense y que hizo montar en cólera a Jerry West desde el calentamiento. El propietario, en un ataque de soberbia que no cuadraba con los precedentes, colocó en el techo del Forum miles de globos amarillos y morados con la inscripción "World Champions Lakers". Además, ordenó que se repartieran flyers con las instrucciones detalladas de la celebración: "Cuando, y es cuando y no si, los Lakers ganen el título, los globos caerán del techo, la banda de la Universidad de South California tocará "Happy Days Are Here Again" (los días felices han vuelto) y el locutor Chick Hearn entrevistará, por este orden, a Elgin Baylor, Jerry West y Wilt Chamberlain". Esos flyers llegaron como obvio combustible motivacional al vestuario de los orgullosos Celtics. Durante el calentamiento, Bill Russell señaló con el dedo a las redes que colgaban del techo y le dijo a West que “esos putos globos” se iban a quedar donde estaban. Sus inagotables Celtics, que ya habían ganado de milagro y con polémica un cuarto partido del que deberían haber salido con un letal 3-1 en contra, se llevaron la victoria y dejaron al Forum sin fiesta. Don Nelson, el que luego se convertiría en el entrenador con más victorias en la NBA (1.335), anotó una afortunada canasta decisiva. Y los globos se quedaron en el techo: los Lakers habían perdido su séptima Final contra los Celtics en una década. La más dolorosa de todas.
Pero precisamente, y esa conjunción cambió para siempre la historia del deporte en Estados Unidos, mientras a Cooke se le agotaban las ganas de seguir al frente de los Lakers crecía la ambición de Jerry Buss, que acababa de cumplir cuarente años y trataba de convertir en una sensación a sus LA Strings, el equipo del World Team Tennis que fue su experiencia probeta en el deporte profesional. Claire Rothman, directiva de los Lakers y vicepresidenta del Forum, ejerció de Celestina con un rol entre bastidores que transformó la NBA para siempre. Harta de los abusos verbales y el comportamiento cada vez más irascible y errático de Cooke, se reunió con Buss para ofrecerle fechas libres del Forum en las que podría organizar sus eventos de tenis. En un abrir y cerrar de ojos había puesto en contacto a los dos magnates; y el 27 de mayo de 1979 se había hecho oficial una complejísima venta de los Lakers, los Kings, el Forum y, de rebote, el rancho Raljon, otra propiedad de la que quería deshacerse Cooke. Buss pagó a título personal 24 millones por los Lakers y los Kings, y junto a sus socios se hizo por otros 43,5 millones con el Forum y ese Raljon Ranch de Bakersfield. Además, asumieron 10 millones de hipoteca del pabellón y movieron propiedades "como si fueran cromos", en palabras de quienes vivieron una transacción en la que Cooke, por ejemplo, se quedó con el icónico edificio Chrysler de Nueva York y su nueva pareja recibió de regalo una casa en Las Vegas.
Cooke hizo un último servicio a los Lakers cuando convenció al resto de propietarios de que aprobaran una operación que estuvo casi vetada. En tiempos en los que la NBA generaba poco dinero pero sus propietarios usaban esa distinción como una seña de categoría social, preocupaba que el carácter estruendoso y mujeriego de Buss afeara todavía más la imagen de una liga acosada por la falta de público y los problemas de drogas y la desafección de unos jugadores que eran solo profesionales... en el peor sentido de la palabra. Cuando Cooke recibió el visto bueno de sus iguales, Buss se sentó en la pista del Forum con una botella de Jack Daniels y solo una luz del marcador encendida. Y bebió hasta que acabó gritando "esto es mío. ¡Esto es mío, joder!". La NBA, nadie lo sabía por entonces, acababa de cambiar para siempre.
Jerry Buss se parecía a Cooke, casi en nada más, en que había tenido una infancia difícil y en que se había hecho a sí mismo cambiando el guion de una vida que no parecía tener grandes cimas en el horizonte. Nacido en Salt Lake City, pasó por California y maduró en Keemerer, un recóndito pueblo de menos de 3.000 habitantes en Wyoming. Allí trabajó en las vías del ferrocarril, una labor de jornadas duras y con tres o cuatro peleas al día, hasta que se centró definitivamente en los estudios gracias al profesor Walter Garrett, con el que se fue a vivir harto de tener problemas con su padrastro. Brillante ("nunca entregó un examen con un error") se sacó el título de química en dos años y medio y, entre partidas de póker en las sacaba dinero de 50 en 50 dólares a sus propios profesores, se mudó a Los Ángeles y completó su doctorado en una Universidad de South California (USC) de cuyos equipos se hizo devoto, del icónico football al atletismo.
De carácter radicalmente opuesto al de Cooke, era un vividor al que le gustaban la noche y las mujeres y lucía un look duro que hizo que le ofrecieran ser hombre Marlboro en los anuncios de la marca de tabaco: tejanos, camisa abierta hasta la mitad del pecho... de incuestionable encanto personal (otra vez: la antítesis de Cooke), hizo fortuna en el negocio inmobiliario de Los Ángeles gracias a la aportación económica inicial del que sería su socio durante años, el ingeniero aeronaútico Frank Mariani. En el primer fondo que crearon ponían cada uno 83 dólares al mes para hacerse con un depauperado bloque de catorce apartamentos que fue la primera piedra de un imperio. Pronto, negociando con los bancos por inmuebles embargados, habían convertido esa modesta posesión inicial en más de 700 propiedades en California, Arizona y Nevada.
Buss, que acumuló por ello divorcios, se movía por Los Ángeles con una mujer en cada brazo, generalmente más jóvenes que él (más a media que cumplía años) y con un canon de belleza idéntico al que expandía la cultura Playboy. Su estilo se consideraba "vieja escuela de Hollywood": regalaba a sus citas vestidos y zapatos caros que ellas se ponían para dejarse ver con él por los mejores locales de Los Ángeles. Y en su dormitorio guardaba como una especie de trofeo, un secreto que nunca aireó ni usó para otros fines, álbumes con fotos de todas las mujeres con las que había salido. Antes de hacerse con los Lakers, había tanteado entrar en la ABA (San Diego Conquistadores, Los Angeles Stars) y en la MLB (White Sox, Athletics). Pero acabó en una NBA que se temía lo peor, en tiempos de grave crisis de imagen pública y con las franquicias cambiando de ciudad en busca de pastos que nunca acababan siendo más verdes: los Braves de Buffalo a San Diego (pasaron a ser los Clippers), los Jazz de Nueva Orleans a Salt Lake City...
Todo cambió con Buss, que convirtió a los Lakers en una extensión de su personalidad: arrolladora, magnética y movida por impulsos de pura adrenalina. Él es el propietario que transformó el concepto de franquicia y las noches de partido, coreografías de un espectáculo integral que derivó en el mítico Showtime, el punto álgido y febril de una vida social de Los Ángeles que empezaba en las gradas, seguía por la pista al ritmo del recién llegado Magic Johnson y acababa en el club nocturno del propio pabellón, donde se barajaban las cartas de las estrellas de Hollywood y donde apenas se dejaban ver las parejas de los jugadores. Todo el Forum era, o eso se decía entonces, “un gran pub de moda con canastas”. El Doctor Buss se sentía como un niño nerviosamente feliz cuando los Lakers jugaron (el 16 de octubre) su primer partido en L.A. con él como propietario: 105-96 a los Bulls en aquel año rookie de Magic, 1979-80. Con el director de promociones Roy Englebrecht como compañero ideólogo, fue tejiendo un guion que descartó el organillo y metió en directo a la banda universitaria de USC e introdujo a las Lakers Girls, adaptando por primera vez para la NBA el exitoso formato de cheerleaders de los emblemáticos Dallas Cowboys (NFL). Después de un mes de ensayos secretos y preparación, Englebrecht gritó "código rojo" por su walkie y las animadoras irrumpieron mientras el speaker gritaba "The Laker Girls!!!". El impacto fue sísmico y los partidos de una NBA hasta entonces previsible y aburrida pasaron a ser algo muy parecido a lo que son hoy... y una cita imprescindible del ocio en la ciudad del ocio, la dorada Los Ángeles de los años 80.
El padre olvidado de la gran diversión
Los Lakers ya habían ganado y fichado a grandes estrellas antes de Jerry Buss, pero es imposible separar la esencia de ambos, una unión perfecta que maridó en los fogones de neón de Hollywood. El Doctor Buss lideró la franquicia casi hasta su muerte, en 2013. La mantuvo como un éxito permanente, primero siendo confidente y compañero de andanzas de Magic Johnson y después lidiando con el éxito conflictivo de Kobe Bryant, Shaquille O'Neal y Phil Jackson. Su familia heredó el imperio, finalmente en manos de la que siempre se dijo que tenía más sangre Buss, Jeanie, actual propietaria de unos Lakers revitalizados (LeBron James, Anthony Davis...) tras un golpe de estado en el que la hijísima fulminó a sangre fría a su hermano Jim. Seguramente, como habría querido su padre, ese Doctor Buss que parió el Showtime porque, seguramente, no conocía otra forma de hacer las cosas. Ni en el deporte, ni en los negocios ni en la vida.
Los Lakers de Jerry West, con Kareem Abdul-Jabbar al nivel MVP que alcanzó en 1977 (el quinto, el sexto llegaría en 1980), eran un buen equipo de espíritu funcionarial: 53, 45 y 47 victorias para caer tres veces antes de la Final de Conferencia, la última ante los Sonics que acabaron siendo campeones con Gus Williams, Dennis Johnson, Jack Sikma y Lonnie Shelton. Eran unos Lakers que empezaban en el explosivo guard Norm Nixon, un demonio con un poderosísimo primer paso, y acababan en el imponente Kareem; un eje flanqueado por dos anotadores como Jamaal Wilkes y un Adrian Dantley que se fue a los Jazz en el verano de 1979 para convertirse en una estrella hoy olvidada de los felices años ochenta. Pero faltaba vibración, vida, esa alegría que desde luego West no podía ni disimular que no sentía.
La primera opción de los Lakers para revolucionar su banquillo fue Jerry Tarkanian, que había llevado a la Final Four a la Universidad de Las Vegas y que acabó flirteando con los angelinos antes de quedarse en College y tener mucho después una única y fallida experiencia NBA, con los Spurs en 1992. Los Lakers iban a hacer de oro a un Tarkanian al que iban a doblar en aquel verano de 1979 su salario de 350.000 dólares anuales. Con la operación cerrada, el técnico tuvo tiempo para dar marcha atrás y volver a la universidad con la que por fin ganó el March Madness en 1990 porque, al más puro estilo noire, su agente, Victor Weiss, fue encontrado muerto dentro de un Rolls Royce, en un aparcamiento de Beverly Hills. Lo último que se había sabido de él es que había dejado cerrado con Jack Kent Cooke y Jerry Buss (dueños saliente y entrante) el salto de su representado a la NBA. La muerte (dos disparos por detrás en la cabeza) de Weiss, con fuertes conexiones con la mafia y el lavado de dinero manchado de sangre, no condujo a ningún arresto y sigue sin resolverse a día de hoy.
Solo entonces los Lakers, con Buss tremendamente afectado por el turbio caso Weiss, viraron hacia Jack McKinney. Un tipo excelente pero sin ningún glamour; un estudioso del baloncesto que no sabía ni qué era un traje caro y, finalmente, el poco reconocido inventor del verdadero Showtime, el de las pistas. Él revolucionó el estilo de los Lakers, comprendió las enormes ventajas que suponía contar con una dinamo como Magic Johnson y puso al equipo en el camino del título hasta que (después de un inicio de temporada prometedor: 9-4) sufrió un terrible y difícil de explicar accidente de bicicleta. Iba a jugar al tenis con su único ayudante, un Paul Westhead que después le sustituyó mientras él transitaba a duras penas del coma inducido a las inacabables semanas de terapia y rehabilitación. Quienes vieron su violenta colisión contra el asfalto, de la que se pensó que no saldría con vida, aseguraron que no iba demasiado rápido pero que sus frenos habían hecho algo muy extraño. McKinney llevaba años sin tocar una bicicleta y había cogido la que ya apenas usaba su hijo porque su mujer se había llevado el coche para encontrarse, precisamente, con la esposa de Westhead. "La vida, sencillamente, a veces no es justa", aseguró años después McKinney.
Westhead siguió su estela y condujo al equipo hacia el anillo de 1980 mientras él peleaba por regresar y se enteraba, un último golpe de un trance espantoso, de que estaba fuera de los planes de futuro de los Lakers en plenas Finales y a través de los medios de comunicación. Jerry Buss, que lo anunció en una improvisada rueda de prensa, ni siquiera se lo comunicó personalmente y McKinney, que tardó en recuperar sus plenas facultades, acabó yéndose a Indiana Pacers, donde fue Entrenador del Año en 1981.
Cuando Westhead tuvo oficialmente las llaves del bólido amarillo y morado en propiedad, en el verano de 1980, quiso invertir el éxito de las anteriores Finales en un cambio de estilo que acabó en colisión con Magic Johnson, el objeto inamovible de aquellos Lakers. Y en una destitución que despejó el camino al asistente que el propio Westhead había elegido cuando vio que McKinney no volvería y que habría que caminar sin él: Pat Riley. Hoy uno personaje capital en la historia de la NBA (y de los Lakers, claro) pero entonces apenas un exjugador que había puesto (estilo Kentucky) dureza desde el banquillo en los campeones del 72 y que se había dedicado a dejarse crecer el pelo y recorrer playas después de su retirada y hasta que empezó a trabajar en las retransmisiones de los partidos de los Lakers, donde la precisión de sus análisis captó la atención de Westhead.
Riley ganó cuatro anillos con los angelinos, entre 1982 y 1988, y obró la perfección del estilo que empezó siendo solo el sueño de un Mckinney injustamente difuminado en la historia de la franquicia, el entrenador del que Norm Nixon y Michael Cooper dijeron que “habría ganado muchos campeonatos” de no haber sufrido aquel maldito accidente. Un técnico todavía joven que estaba acertando en cada paso que iba dando en su primera experiencia como head coach después de haber sido asistente en los Bucks, donde coincidió con Kareem, y en los históricos Blazers que ganaron el título de 1977 con Jack Ramsay como cerebro y Bill Walton como gigantesca estrella. Un hombre de palabra, genuinamente bueno, y lleno de energía que se presentó ante los medios de L.A. con la promesa de "correr, correr y correr". "Correr sin parar, más que ningún otro equipo jamás". Con libertad de acción y respeto al instinto de los jugadores, con transiciones eléctricas, con Magic desatado y Kareem como mucho más que un tótem imparable pero hierático en el poste bajo. McKinney tenía el Showtime en una cabeza que se rompió literalmente el 8 de noviembre de 1979, en un inexplicable accidente con una bicicleta que ni tenía que estar conduciendo en aquel (aparentemente feliz) primer día libre de la todavía joven temporada 1979-80, cuando sus Lakers ya empezaban a ser una sensación por todo el país y él iba a dedicar la mañana a distraerse un poco jugando al tenis con sus asistente e íntimo amigo, Paul Westhead.
Pero, lo dijo él mismo, a veces, simplemente, la vida no es justa.
The System: la caída en desgracia de Westhead
Paul Westhead, fue su gran acierto en aquel trance de 1979, recogió con sumo respeto el testigo del que era, al fin y al cabo, un jefe e íntimo amigo cuyo futuro profesional era de pronto indescifrable. Aseguró por activa y por pasiva que los Lakers 1979-80 serían el equipo de McKinney aunque ganaran con él todos los partidos del resto de la temporada. Al final no fueron todos pero sí muchos: 60 victorias en Regular Season (51 bajo su mando) y un anillo en el que su labor táctica acabó siendo reconocida de forma rotunda. Así que Westhead, con un rutilante nuevo contrato de 1,1 millones por cuatro años, quiso (the system) cambiar las cosas a partir de la (teóricamente triunfal) pretemporada de 1980: muchos diagramas de jugadas nuevas, más ataques en estático para Kareem: velocidad con control, menos instinto y más órdenes.
Tras una triste derrota en los playoffs de 1981 ante los Rockets (2-1 en primera ronda), Westhead comenzó la temporada 1981-82 ya herido de muerte: después de solo seis partidos, Magic Johnson pidió el traspaso porque no estaba feliz con un entrenador de pronto mucho más cuadriculado y que fue fulminado casi al momento por un Jerry Buss que dijo después que había tomado la decisión antes de que su gran estrella, y gallina de los huevos de oro, se pronunciara públicamente. Fuera como fuera, y muchos lo tomaron como una forma de quitar responsabilidad a su jugador franquicia, costaba no entender su decisión. En la temporada 1978-79, la última sin Magic, los Lakers habían ganado 47 partidos pero solo habían llenado una vez un Forum con capacidad para más de 17.500 aficionados y una medida de menos de 11.800 por noche. En la primera pachanga de Magic en Liga de Verano, más de 3.600 personas abarrotaron un pabellón en el que no solía haber más de 500 y cuya capacidad real era de 3.000. La presencia en pista del base se había anunciado solo un día antes y allí, con aficionados llenando las escaleras de acceso y trepando por donde podían y con un calor insoportable por la concentración humana, su representante, George Andrews, miró entre feliz y aterrado al general manager Bill Sharman y le dijo: "Igual tenemos que renegociar ese contrato".
Magic, mientras pensaba qué hacer en ese feliz verano de 1979, había pedido unos 600.000 dólares para pensárselo todavía un poco mejor. Era, por dar perspectiva, una época en la que Kareem Abdul-Jabbar, por entonces el jugador más grande que había existido, cobraba 650.000. Magic, que era feliz jugando con los Spartans, amenazó con volver a Michigan State al menos un año más, pero su padre le pidió que no le pudiera la avaricia: "Te van a pagar en un año más que a mí en toda mi vida por hacer lo que te gusta". Cooke, que quería encargarse de aquel asunto antes de poner el equipo en manos de Buss, le dijo a Magic que llevaban 17 de los 19 años anteriores en playoffs, así que estarían bien sin él si finalmente les daba calabazas. Influido por Jerry West, veía con buenos ojos la opción de draftear a Sidney Moncrief, escolta de Arkansas que acabó siendo cinco veces all star. Finalmente imperó la cordura, el acuerdo se cerró en 500.000 dólares y Magic se convirtió en el rookie mejor pagado de la historia. Al menos durante un mes y hasta que Larry Bird firmó por 600.000 con los Celtics. En aquel primer partido ofiicial en el Forum, el antes citado del triunfo ante los Bulls, ya había más de 15.000 personas en las gradas.
Así que, y parecía lógico, pocos creyeron los argumentos de Buss y casi todos señalaron a Magic cuando se oficializó el despido. Westhead dejó los Lakers con un anillo y un balance de 111-50, y Pat Riley cogió a un equipo decaído y lo transformó por completo ya en aquella temporada 1981-82: 57 victorias, 8-0 en los playoffs del Oeste y otro título conquistado ante los Sixers. Fue el año en el que el Garden de Boston cantó Beat L.A. mientras veía como su gran rival del Este dejaba a los Celtics sin billete para las Finales. En el séptimo partido y en su pista. Una afrenta ante la que la afición de Massachusetts eligió ser práctica: perder con los Sixers era duro... pero peor sería ver proclamarse campeón a su verdadera némesis, los Lakers del sol y el glamour de Hollywood. No hubo Beat L.A.: Magic Johnson volvió a ser MVP de las Finales y los Lakers volvieron a ganar 4-2 a los Sixers. Como en 1980.
¿Qué estás haciendo, muchacho?
El 12 de octubre de 1979, Magic debutó en la NBA con su primer triunfo en partido oficial, en San Diego y en pista de los Clippers, que estaban en su segundo año en el Oeste tras su tramo en Buffalo como Braves. El mítico gancho de Kareem Abdul-Jabbar, el sky hook, la jugada más difícil de defender de la historia del baloncesto, decidió sobre la bocina un choque que solo era otro partido más para el pívot, de por sí poco expresivo y no precisamente eufórico por ganar aquel duelo de octubre ante aquellos Clippers. Había sumado, silbando, 29 puntos y 10 rebotes. Pero para Magic (26 puntos, 8 rebotes, 4 asistencias) suponía el primer triunfo en la NBA. Así que, pura energía, cruzó la pista eufórico y se lanzó a abrazar a Kareem, del que prácticamente se colgó, mientras el pívot le miraba entre sorprendido y espantado: “Pero ¿qué estás haciendo, muchacho?".
Los veteranos de los Lakers tardaron en aceptar a Magic. Después reconocieron que nunca llegó a ser algo demasiado personal y que simplemente le temían porque era el futuro, una nueva vibración, una nueva era... y pases imposibles que te rebotaban en la cabeza si te pillaban mirando para otro lado. Y al principio siempre era así porque Magic, sencillamente, hacía cosas que ningún otro jugador había hecho jamás. Ron Boone, un currante que llevaba once años en la NBA, le pegó duro para marcar terreno mientras luchaban por un rebote en un entrenamiento. Magic se revolvió, le golpeó en el cuello y gritó a todos cuando ambos fueron expulsados "soy rookie pero nadie se va a aprovechar de mí". Finalmente fue aceptado y respetado, sobre todo cuando superó el miedo escénico y empezó a dar órdenes y a exigir a Kareem como a uno más del equipo. Nadie, literalmente, se había atrevido a hacerlo en los últimos años. Era la señal más inconfundible de que todo había cambiado, incluidas las jerarquías. Y la prensa estadounidense no tardó en hacerse eco de ello: "Lo de los Lakers ya no son partidos de baloncesto, son espectáculos totales".
Magic Johnson, con un poder por entonces inusitado en un jugador que todavía tenía que firmar su primer contrato profesional, había podido negociar con los Lakers y amenazar con volver a Michigan State porque le quedaban sus años junior y senior, la mitad del tramo universitario. No quería un mal contrato en una liga por entonces poco prometedora, de gradas medio vacías, jugadores acomodados y retransmisiones televisivas en diferido. Tampoco quería jugar en Chicago Bulls, un equipo de mal presente y dudoso futuro (quedaba un lustro para la venida de Michael Jordan) y que jugaba en el decrépito Stadium. Así que el 19 de abril de 1979 estaba muy pendiente, más de dos meses antes del draft, de la moneda al aire que decidía quién tendría el número 1 y quién el 2 entre Chicago Bulls y Los Angeles Lakers.
Los Bulls (entonces en el Oeste) habían firmado un triste 31-51. Los Jazz, entonces en el Este, habían terminado 26-56. Pero su elección era de los Lakers, un regalo gigante para un equipo que venía de ganar 47 partidos y jugar segunda ronda de playoffs, por una operación muy mal calculada de una franquicia que estaba en plena mudanza, de Nueva Orleans (cuna del Jazz) a Salt Lake City (estado mormón). En 1976 los Jazz se habían empeñado en firmar a Gail Goodrich, el excelente guard de los Lakers que había hecho pareja exterior con Jerry West en el equipo campeón de 1972. Pero Goodrich, con 33 años, había jugado ya sus mejores partidos. Y aunque había terminado contrato, por entonces las normas obligaban a compensar al equipo con el que terminaba contrato el jugador para poder oficializar su cambio de aires. Los Jazz, demasiado alegremente, dieron sus primeras rondas de 1977 y 1979 y una segunda de 1980. No imaginaban que serían tan malos en 1979 y que en ese draft, precisamente, estaría a tiro un jugador que iba a transformar la historia del baloncesto.
En 1976, cuando se empezaron a mover las mareas que le llevaron a los Lakers (no quería ni ver el frío de Chicago y prefería las visiones de playas doradas y bikinis que imaginaba en California), Magic estaba todavía a un año de debutar con Michigan State, jugar dos extraordinarios cursos universitarios (17,1 puntos, 7,6 rebotes y 7,9 asistencias de media) y proclamarse campeón contra la Indiana State de Larry Bird en la final de la NCAA más mediática de la historia. Y de llegar como un torbellino a unos Lakers que hasta entonces solo eran un buen equipo sin un líder verdaderamente carismático. Kareem no solo no lo era sino que rechazaba activamente serlo, tan marcada su carrera por los efectos del racismo y la distancia que separaba a blancos de afroamericanos aunque estos últimos fueran ya a partir de los años setenta las grandes estrellas del deporte. "Magic era un imán, tenías la necesidad de estar cerca de donde estuviera él. Era un gran apodo porque tenía eso... magia", decía la misma Claire Rothman que había empujado a Jerry Buss hacia la comprar de los Lakers.
Pero el apodo de Magic venía de mucho antes de que se sentara a negociar con el estirado Jack Kent Cooke y rechazara con cara de asco los lenguados que había mandado preparar el propietario para impresionar a la nueva gran sensación del baloncesto universitario. "¿Tú sabes cuánto valen esos peces, chico?", le dijo Cooke a un Magic que había pedido una hamburguesa, casi una declaración de guerra que necesitó la intervención de Chick Hearn, el mítico narrador de la franquicia que tiene una estatua a las afueras del Staples (junto a Magic y Kareem, entre otros): "Jack, el chaval tiene 19 años, déjale que se coma una hamburguesa". Cuando firmaron el contrato que por fin le vinculó a los Lakers, Magic eligió el menú y consiguió que el viejo hombre de negocios que estaba sentado enfrente de él probara la pizza por primera vez. "Nunca he visto a nadie conseguir lo que tú has conseguido de Cooke", le dijo después Jerry West.
Magic siempre conseguía cosas. Con su sonrisa, su empatía y su forma de tratar a los demás. Criado en Lansing (Michigan), era el sexto de diez hermanos, hijo de un padre que hacía un turno terrible en una fábrica (de 16:48 a 3:18 de la mañana) y se pluriempleaba los fines de semana y de una madre que trabajaba en una cafetería. Desde niño llevaba siempre un balón en la mano, fuera donde fuera. Si tenía que hacer un recado, recorría la ida botando y driblando con la derecha y la vuelta haciendo lo mismo con la izquierda. Soñaba con jugar en el instituto Sexton pero acabó, por las leyes estatales, en el de Everett, donde el 92% de los alumnos eran blancos y dos de sus hermanos habían vivido experiencias muy desagradables. Él también; pero, otra vez, se puso a conseguir cosas: música de artistas negros por la megafonía, estudiantes de raza negra en el equipo de animadoras... en su sexto partido firmó 36 puntos, 18 rebotes y 16 asistencias. Fred Stabley Jr, del Lansing State Journal, se acercó a él y le dijo unas palabras que ya son historia del baloncesto: "Muy buen partido. Deberías tener un apodo... y he pensado en llamarte Magic".
El entrenador George Fox liberó en aquellos años de instituto lo mejor de Magic, que llenó la cancha de aficionados tanto negros como blancos, algo que no era muy habitual entonces. Jugaba en ataque de base y de pívot en defensa, todo con plena libertad y siguiendo su incontenible instinto. Pese a la llamada de otras grandes universidades, optó por Michigan State para no alejarse de Lansing y sin más exigencia que la promesa de que jugaría de playmaker pese a sus más de dos metros (2,06). Antes de ser el freshman que revolucionó a los Spartans, jugó un torneo del circuito amateur (AAU) con una especie de selección de Michigan. La víspera de la final los chicos de Washington, su rival, fueron a su habitación del hotel a burlarse de él y retarle: "Así que tú eres ese al que llaman Magic...". El equipo del estado de Michigan ganó por 30 y ese al que llaman Magic acabó con 49 puntos, 13 rebotes y 15 asistencias.
Menos de dos gloriosos años universitarios después, visto y no visto, Magic estaba jugando la final de la finales, el Michigan State-Indiana State de Salt Lake City que era en realidad el gran duelo entre Magic Johnson, el carismático y arrollador base negro de los Spartans, y Larry Bird, el callado y tosco alero rubio de los Sycamores. Un joven paletillo de French Lick que había promediado esa temporada 28,6 puntos y 14,9 rebotes. 35 millones de personas vieron en directo el triunfo de la MSU de Magic, que además fue elegido Mejor Jugador de la Final Four. Pero, por encima de todo, esa noche quedó claro que los dos, Magic y Bird, cambiarían para siempre la historia del baloncesto y de una NBA que los esperaba con los brazos abiertos. A partir de la siguiente temporada, así fue: en la década de los 80 los Lakers ganaron cinco anillos y los Celtics de Bird, tres. Se enfrentaron en tres Finales legendarias, con dos triunfos de los angelinos y uno de los verdes. Y convirtieron a la NBA en la sensación que heredó y desarrolló exponencialmente Michael Jordan. Finalmente los tres (Magic, Bird, Jordan) lideraron en Barcelona 92 el Dream Team. La expansión hacia una NBA global, el final de las fronteras entre continentes. La caída de la última barrera.
El lunar Haywood: drogas, crimen y sueños rotos
Magic llegó a los Lakers y cambió el ánimo de todos, también de unos medios de comunicación que se frotaban las manos ya tras su primera rueda de prensa: "Decidle a todo el mundo que venga al Forum a vernos jugar. Antes este equipo ganaba, ahora además vamos a hacer que todo el mundo se lo pase de miedo". Lo que vio ese Forum absolutamente entregado fue una sinfonía de libertad y belleza sobre la que cabalgaba un Magic desatado; la creación de McKinney que sostuvo, al menos durante esa primera temporada 1979-80, Westhead: velocidad constante, el balón de mano y tocando muy poco el suelo. Ritmo frenético, pases imposibles, mates y palizas a rivales desbordados. 60 victorias, y un brillante paso por los playoffs del Oeste en el que aplastaron a los Suns y ganaron cuatro partidos seguidos al campeón, unos durísimos Sonics que habían sido capaces de, con su último aliento, llevarse el duelo inaugural de la serie en el Forum. Con un Kareem imperial, los Lakers ganaron los dos partidos en Seattle, el primero de ellos en un pabellón de la Universidad de Washington en el que entraban poco más de 8.000 personas. El gigantesco Kingdome, era otra NBA, estaba en aquella fecha ocupado por los Mariners de la MLB. Los Lakers ganaron 100-104 con 13 puntos en el último cuarto (33 totales) de Kareem, que había sido MVP de la Regular Season. Y también se llevaron el cuarto a domicilio (93-98) después de remontar en la segunda parte una desventaja de 21 puntos con un parcial de 2-24. Con 3-1 y de vuelta en L.A., el campeón entregó la corona a la primera de cambio.
Y así los Lakers jugaron unas Finales contra los Sixers tan esperadas que el primer partido fue retransmitido en directo por unas televisiones que casi siempre emitían por entonces la NBA en diferido. También las Finales y para mantener alternativas como la serie Dallas... en reposición. Fue una eliminatoria de mucho sufrimiento, de dobles marcajes a Julius Erving y de exhibiciones de Kareem hasta su lesión del quinto partido. La que abrió las puertas a la hazaña de Magic, un novato de 20 años que ganó un título en terreno enemigo (la ruidosa Philadelphia) y jugando de pívot. Con un 42+15+7 que es una de las actuaciones más memorables de la historia de las Finales y que valió un MVP de la lucha por el anillo que nadie ha ganado jamás tan joven, ni antes ni después que él.
Aquella temporada 1979-80 fue la última de la prehistoria... o más bien la primera de la nueva era, la puerta a la NBA que se coló en todos los hogares del mundo solo un puñado de años después. Todavía con Magic pero ya con unos Lakers muy distintos. En el título de 1980 no estaban James Worthy ni Byron Scott ni Kurt Rambis, AC Green o Mychal Thompson. Pero sí Magic, Kareem y Michael Cooper, el extraordinario defensor que también fue cinco veces campeón a base de, por encima de todo, pegarse como una lapa a Larry Bird. Aquellos del cambio de década fueron unos Lakers que tuvieron que adaptarse a un rookie y no al revés, como solía ser habitual, simplemente porque a lomos de ese rookie viajaba la revolución. Y tenían en su quinteto, junto a Magic y Kareem, a Norm Nixon, un gran base al que consumían los celos y que tuvo que aprender a hacer de escolta (casi 18 puntos y 8 asistencias de media esa temporada, campeón también en 1982); a Jamaal Wilkes (20 puntos y casi 7 rebotes de media, campeón también en 1982 y 1985) y a Jim Chones, un ala-pívot de músculo y fuerza que le hacía el trabajo sucio a Kareem. Y en el banquillo a Cooper, Ron Boone, Mark Landersberg... y Spencer Haywood. El gran caso perdido, el campeón sin honra. la otra cara del baloncesto de los años 80.
El 80% de la liga las consumía
Haywood
Haywood, criado en las zonas duras del Mississippi, fue campeón olímpico en 1968 con la EE UU que lideraba Bill Russell. Y fue una súper estrella de la ABA y un jugador con talento para haber logrado cosas extraordinarias. En el verano de 1979 llegó a los Lakers como una gran esperanza finalmente destrozada por las drogas, que campaban a sus anchas por aquella NBA. "El 80% de la liga las consumía", reconoció el mismo después. Y Los Ángeles, la capital mundial de la cocaína en aquellos años, fue su perdición. Primero entregó el puesto de ala-pívot titular ante la profesionalidad de Chones, después cayó en desgracia para el vestuario, especialmente ante los ojos de Kareem, y finalmente se vio fuera de la rotación en las Finales. La paciencia de Westhead se colmó cuando le vio dormirse como un fardo en la sesión de vídeo previa al primer partido porque se había pasado la noche anterior navegando en un cóctel de cocaína, alcohol y tranquilizantes. Desterrado y lejos de Philadelphia cuando los Lakers se proclamaron campeones, culpó de su desgracia a su entrenador y se obsesionó, ajeno a la realidad, con que su suerte habría sido otra mucho mejor con McKinney. Así que trasladó a California a dos conocidos del crimen organizado de Detroit para que acabaran con la vida de Paul Westhead rompiendo los frenos de su coche y lanzándolo después por una de las pronunciadas curvas que conducían a las lujosas zonas residenciales de Palos Verdes.
El plan, uno de los más estrambóticos y peligrosos de la historia de la NBA, se abortó a última hora porque la madre de Spencer Haywood notó algo "siniestro" en el comportamiento de su hijo y amenazó con llamar a la policía si este no ponía fin a lo que fuera que estuviera tramando. Años después, un Haywood en rehabilitación visitó a Westhead y le pidió perdón. El que había sido su entrenador aceptó sus disculpas: "Me alegro de verte, si hubieras hecho lo que te proponías no podríamos estar viéndonos ahora, de hecho". Por último, los que estaban a punto de dejar de ser sus compañeros solo le dieron un 25% del cheque que le correspondía por su participación en los playoffs. Tiempo después le confesaron que lo hicieron "para salvarle la vida" en un momento en el que Haywood, que ya estaba estropeando su matrimonio con la famosa modelo Iman, tenía un sueldo de 500.000 dólares y se gastaba más de 300 a la semana solo en cocaína... y eso contando con que recibía mucha mercancía gratis de manos de personajes muy peligrosos que se asomaban a través de él al glamour de aquellos Lakers que ya abocetaban el Showtime. Años después, un Haywood por fin recuperado miraba con tristeza pero ya sin sentimiento de culpa a aquella temporada 1979-80: "Era la gran oportunidad de mi vida... y la estropeé".
Magic siguió en Los Ángeles, claro. Nunca se fue. Antes de su presentación ante los medios, recién llegado a la ciudad, pasó por la mansión de Jerry Buss para recoger al que ya era su nuevo jefe y pronto sería también su amigo íntimo. Mientras el patriarca se terminaba de arreglar, una Jeanie de 17 años recibió a Magic, que le dijo que su idea era jugar allí tres años y después marcharse a los Pistons de su Michigan natal. Jeanie subió las escaleras corriendo y le gritó a su padre: "¡Quiere irse a los Pistons, papá!". Mientras se peinaba, el Doctor Buss le dijo a su hija que no se preocupara: "En cuanto se ponga la camiseta de los Lakers y salga a jugar al Forum por primera vez, no querrá irse jamás".
Después llegaron los títulos, los MVP, los all star, una explosión de lujo y fama que convirtió a los Lakers en la personificación de Hollywood, la madre de todas las franquicias deportivas. El trance de la derrota ante los Celtics en 1984, cuando le apodaron Tragic por sus errores y sus problemas ante la defensa de Dennis Johnson. Y la dulce venganza de 1985 y 1987, cuando los Lakers se quitaron de encima casi tres décadas de complejos con el maldito color verde. Los pases que todavía hoy parecen imposibles, la redefinición de la NBA y el propio baloncesto, el baby hook del cuarto partido de las Finales de 1987, un gancho al estilo Kareem con el que congeló el Garden y dejó vista para sentencia (3-1) una eliminatoria antológica... Una carrera legendaria, truncada por el VIH y en la que promedió finalmente 19,5 puntos, 7,2 rebotes y 11,2 asistencias. Cinco anillos de campeón, tres MVP de liga regular y tres de Finales, 12 All Star, 9 plazas en el Mejor Quinteto y su número 32 convertido, para siempre en el techo del pabellón de los Lakers, sus Lakers, en sinónimo del baloncesto más puro, de aficionados boquiabiertos y telespectadores felices. Sinónimo de la NBA y por encima de todo, claro, sinónimo de magia.