Esperando a Beckett
“Nada es más real que la nada”, escribió Samuel Beckett. Y parece que el teatro barcelonés que lleva su nombre ha decidido llevar al extremo ese sinsentido de las cosas que desprendían las obras del dramaturgo. No desde luego programando una obra, Cacophony, en que se menciona a un personaje ficticio, presunto violador, al que se cita como jugador del Espanyol. Pero sí con su réplica al comunicado en que el club perico mostraba su malestar por esa correlación, la cual puede dañar a su juicio el nombre de la entidad.
Aparte de tildar el comunicado del Espanyol de “atentado contra la libertad de expresión” cuando precisamente lo que hace –más acertada o equivocadamente– es ejercerla, igual que la propia obra, esgrime la Sala Beckett que “en el teatro, hace falta saber diferenciar a los actores de los personajes, hace falta entender que lo que pasa en el escenario y lo que se dice NO ES NUNCA VERDAD (las mayúsculas las ponen ellos). Esto requiere un pequeño esfuerzo intelectual, todo el mundo lo puede hacer, no es difícil”. La cuestión no es siquiera la superioridad moral que entrañan esas palabras, sino simplemente, y tomando prestado su propio estilo, que NO SON VERDAD.
Vaya por dónde, la propia Sala Beckett colgó hace un par de semanas una interesante conversación entre Molly Taylor, la autora original de la obra, y Anna Serrano, traductora al catalán y directora de la versión que se está representando en Barcelona, ahora con una publicidad gratuita extra con la que seguramente no contaban. Porque de sus palabras se desprende que lo que se dice en el escenario sí parte de la verdad, por mucho que los personajes sean ficticios.
Explica Taylor que la idea le surgió tras ver cómo Emma González, superviviente de un tiroteo ocurrido en Florida en 2018 (el de la escuela de secundaria Stoneman Douglas), se erigió en una activista y celebridad en la causa. Más real, imposible. Y Serrano comenta, literalmente, que algo le chirrió cuando la leyó por primera vez: “Se hablaba de la denuncia por violación de un futbolista, que es algo súper reciente pero no de 2018″. No hace falta ser un lince para intuir que se refiere a Daniel Alves, pendiente de sentencia por una presunta agresión sexual con penetración.
Aquí aparece otro elemento. En la obra original, ambientada en Belfast, el futbolista en cuestión juega en la Championship, la segunda división inglesa, concretamente en el Queens Park Rangers. Y no es aleatoria la elección del club, pues ha protagonizado varios escándalos sexuales: Terrell Forbes fue acusado en 2004 de la violación de una adolescente de 15 años, en 2013 fue detenido otro jugador, Loïc Rémy, por una presunta violación grupal, y en 2016 afloraron denuncias públicas hacia el ya fallecido Chris Gieler, uno de los responsables de su cantera durante más de tres décadas, por haber supuestamente abusado de menores.
Cuenta Serrano que, con permiso de la autora, decidió ambientar su adaptación en Barcelona, para hacerla más próxima al espectador. Lógico. Entonces, ¿cómo es que se decantó por un jugador ficticio del Espanyol a la hora de referirse a un violador? En una versión tan fiel a la original, tal como destaca la propia Taylor, ¿por qué no siguió su línea de verosimilitud? Que podía hacer lo que le diera la gana es obvio. Que pueda faltar al gusto, también. Pero quien aviva la polémica no es la directora, ni los actores, ni quienes en su derecho están de defender su postura. Es el argumento que emplea la Sala Beckett para esgrimir que el personaje del violador (“absuelto”, aclaran) sea del Espanyol.
“Esto sirve, básicamente, para que los personajes discutan, con dos o tres únicas réplicas, si el hecho de tratarse de un jugador de Segunda División puede haber influido sobre la sentencia”. Es decir, ¿pesa más en la trama el hecho de estar en Segunda que el de haber tenido un presunto violador en el equipo? ¿Habría pasado lo mismo si cambiaran las tornas entre el club que está en Segunda y el que tuvo en sus filas a un exjugador acusado de violación? Si Beckett levantara la cabeza, muy probablemente volvería de inmediato a esconderse bajo su lápida gris de Montparnasse.
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