El ‘meigallo’ del Metropolitano

¿Se han preguntado las posibilidades que tiene cualquier aficionado de ver a su equipo jugar la final de la Copa de Europa al lado de su casa? Si es usted de Pontevedra y seguidor del Barça ya se lo digo yo, cero entre un millón. Como mucho podría aspirar a ver en Pasarón la final de la Copa Diputación contra el Cuspedriños Atlético o el trofeo Luis Otero contra el Celta. Hace seis años me destinaron a Madrid para dirigir y presentar ‘Los Desayunos de TVE’, el programa decano de este género de las televisiones europeas. Más de un cuarto de siglo analizando la actualidad política del país. Hasta la ‘BBC’ nos copió. Cómo sería la cosa para que al año siguiente suprimiesen esa mítica cabecera televisiva de nuestra parrilla, pero eso es otra historia. Lo peor era el horario, levantarse a las cuatro de la mañana, todos los días, de todas las semanas, de todos los meses del año. Eso me obligaba a recogerme muy pronto y no poder seguir apenas los partidos de la Champions. En estas llegó la semifinal contra el Liverpool y decidí trasnochar para ver la ida, el 3-0 del Camp Nou coronado con el gol de falta de Messi para asegurar el pase a la final, igual que había sucedido tres años antes con el Bayern de Múnich. Y entonces me puse a fabular y fantasear, como en el cuento de La Lechera pero multiplicado por mil. Y es que resulta que por una casualidad había alquilado a un amigo de Pontevedra un piso en el distrito de Simancas, a menos de 10 minutos andando del Metropolitano, donde justo ese año se iba a jugar la Gran Final.

Por eso, en la vuelta en Liverpool decidí también trasnochar y ver el partido que certificaría la clasificación (si marcaba un gol el Barça los ingleses debían meter cinco) mientras me deleitaba pensando en el día en cuestión, salir de casa con la bufanda y la camiseta, con tiempo suficiente para ir parando de tasca en tasca y presumir de un privilegio intransferible. El sueño evidentemente culminaba con Messi levantando la Orejona.

Lo del cuento de La Lechera que les decía se quedó corto cuando empezaron a caer los goles en contra. Ahí quedaron hechos añicos todos mis sueños de aficionado tocado por la divinidad, ver a tu equipo ganar la Copa de Europa sin ni siquiera tener que coger un patinete eléctrico para desplazarte. Cuando llegó el 4-0 llamé a mi hijo Mario a Pontevedra, 11 añitos entonces. Traté de consolarlo como pude, pero no sé si más bien fue a la inversa. “Por cosas así somos del Barça, fillo, hoy más que nunca”, creo que acerté a decirle mientras escuchaba sus sollozos. Empecé a barruntar desde entonces que había en el Metropolitano una especie de meigallo que era necesario curar, y en eso los gallegos tenemos experiencia. Creo que ha llegado ese momento. Por eso le he pedido a mi otro hijo, Dani, que justo está de cumpleaños, que me acompañe hoy andando al Metropolitano. Nos pondremos la camiseta azulgrana del revés, pasaremos por debajo de la escalera de un jardinero en el parque donde ahora podan los árboles, me pediré una tónica light sin gin en el último bar y de tapa un diente de ajo que masticaré justo al entrar al estadio. Ya les diré mañana cómo nos ha ido.

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