Con el Bala empezó todo
En pocas ocasiones he derramado lágrimas de emoción por acontecimientos deportivos. Figuras como Alberto Contador (su despedida en el Angliru) o Rafa Nadal (su remontada en la final del Open de Australia) tuvieron la culpa, pero también Alejandro Valverde. Cuando el murciano culminó la gran obra de su carrera en ese esprint interminable ante Romain Bardet y Michael Woods en los Mundiales de Innsbruck, fue imposible contener los sentimientos de alegría y admiración por el premio que tanto merecía uno de los mejores corredores españoles de todos los tiempos. Para mí, en el podio, únicamente superado por Miguel Indurain y Contador.
Pero la trascendencia del Bala, ciclista eterno, no sólo caló en el aficionado español, sino que le hizo ganarse un hueco entre las leyendas de este deporte. En un territorio inhóspito para nuestros ciclistas a lo largo de la historia, como son las Ardenas, Valverde hizo de carreras como Flecha Valona y Lieja su patio de recreo, demostrando que España no sólo podía dar buenos escaladores y vueltómanos. Ese es su gran legado, palmarés aparte, el de hacer vibrar a los amantes del ciclismo con algo más que las grandes vueltas. Hay quienes dicen que pudo seleccionar mejor su calendario para agrandar aún más su interminable lista de éxitos, pero la cuestión es: ¿qué se le puede reprochar a un genio que lo ha ganado prácticamente todo?
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