Esta semana no hay quiniela razonada (semana 10)

Me tengo que disculpar. Siento que, de alguna manera, en este blog no consigo transmitiros lo que es la NFL para mí. Desde hace algunas semanas me releo y echo en falta emoción. Si tengo esa percepción, no me quiero ni imaginar la que tendréis vosotros.

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La mayoría de lo que entráis aquí con asiduidad seguís la NFL con tanta o más devoción que yo, así que muy poco os voy a enseñar. Mis juicios sólo tienen el valor de un aficionado de años y, como dice el refrán: “las opiniones son como los culos; cada uno tiene una”. Así que me temo que os estoy aportando muy poco contando quién creo que va a ganar o no un partido, o acumulando valoraciones. Para eso hay cientos de páginas en inglés, y algunos pocos columnistas en español, que imparten, cada semana, lecciones magistrales (como Manolo Arana, aquí mismo, en su Power Ranking semanal). Durante los últimos años sólo he escrito una columna a la semana. Era en NFLSpain, una web que desapareció hace dos temporadas. En ella siempre tuve claro que el deporte son sensaciones, momentos especiales, genialidad. Casi nunca hacía artículos cabezones ni científicos, entre otras cosas porque me aburren profundamente. En realidad, acumulaba todas mis impresiones de la jornada y, después de darle muchas vueltas, elegía el momento que de verdad me había sorprendido. Muchas veces no era una jugada, sino un gesto, un aficionado, una declaración… En torno a ese detalle volcaba todas mis percepciones del fin de semana y escribía artículos que, de verdad, me salían del corazón. Muchas veces me iba por ‘los cerros de Úbeda’ pero, por lo menos, intentaba transmitir la esencia del football americano desde mi punto de vista. Para mí eso era mucho.


16 de enero de 2005. Patriots y Colts en los play-off.

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Este año, por lo que sea, no soy capaz. No me sale. No consigo que lo que tecleo transmita suficiente emoción. He centrado mi pelea en daros carne cada día, para que cada vez que entréis en el blog os encontréis un nuevo regalo. Pero eso ha provocado que tenga que escribir de carrerilla, pensando mucho menos lo que os quiero contar, sin poder releer para corregir repeticiones, contrastar lo que afirmo, o aportar cosas nuevas. He intentado crear una fábrica de regalos y, en el fondo, echo de menos mi pequeño taller de sueños, en el que construía cada semana un juguete con el único objetivo de que fuera pura NFL. Casi nunca lo conseguía, pero al final terminaba por querer cada uno de esos artículos como a un hijo.

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Cada lunes he perpetrado una caricatura de aquellos artículos emocionantes de antaño. Y he intentado reproducir, con muy poco salero, aquellos textos. Casi siempre uniendo una historieta apócrifa con un detalle de la jornada para firmar un artículo efectista pero sin auténtica pasión. Sólo la noche en la que Brady remontó a los Bills, y en algunas reflexiones sobre Favre, he vuelto, de verdad, a escribir con el corazón.

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Por eso esta semana, excepcionalmente, no quiero razonaros mi quiniela, en la que por otro lado me equivoco más que una escopeta de feria. Al final tengo los mismos elementos de análisis que vosotros. Ni voy a los entrenamientos, ni tengo hilo directo con jugadores y entrenadores. Leo todo lo que puedo, centrifugo información y la escupo en el artículo. Nada que no sepáis hacer vosotros, o que podáis encontrar en muchos otros blogs o webs. Si me tomo una semana de descanso no creo que os importe.


8 de enero de 2006 Palmer se destroza la rodilla frente a los Steelers.

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Hoy prefiero intentar transmitiros las sensaciones que me produce la jornada que se acerca. Siempre he pensado que los periodistas deportivos no sólo deben trabajar con información, que al final se puede encontrar en cualquier parte, sino que deben transmitir la emoción del deporte. La grandeza de un acontecimiento deportivo está en las ocasiones en las que el público, convertido en una marioneta, salta, grita, insulta, patalea, se abraza, pone gesto de sorpresa o llora, sin ninguna explicación racional, ante algo que está contemplando y que, en el fondo, no tiene ninguna trascendencia real en el devenir de su vida. Considero que el deporte se ve de pie. En el mundo moderno cada espectador tiene su asiento, pero yo sigo añorando el fondo sur de mi Viejo Estadio José Zorrilla, situado donde ahora se alza el Corte Inglés, en el que, desde que cumplí los cinco años, conocí la angustia de sentirme seguidor de un equipo como el Valladolid. Os confieso que durante muchos años odié al Real Madrid. El único motivo fue que un aficionado merengue me robó el transistor la tarde en que el Madrid ganó en Zorrilla pero la Real Sociedad se llevó la Liga, en el último segundo, mientras Stielike y Juanito se abrazaban en el césped pucelano. El aficionado madridista, en su desesperación por saber lo que pasaba, le quitó la radio a un niño que, desde entonces, entiende la literalidad de los que afirman que los blancos roban en los partidos. ¡Aupa Pucela!

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Y así, de pie, he visto desde hace casi una década los duelos entre Patriots y Colts. De pie, cuando en mi casa nos juntábamos un grupo de amigos en una grada improvisada. De pie, ahora que estoy solo en el salón, pero con las orejas rojas de pasar la tarde al teléfono con los que antes me acompañaban.

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Porque si en los últimos años ha habido algún partido que ha transmitido sensaciones en la NFL, éste ha sido el Patriots-Colts. Una rivalidad entre dos equipos que juegan en distintas divisiones pero que están condenados a verse las caras año tras año. Casi siempre en temporada regular, pero también en postemporada. Ellos, junto a los Steelers, han sido los grandes dominadores de la NFL en una década fagocitada por los reyes de la AFC. Y este año, para rizar más el rizo, el fin de semana adquiere tintes épicos. ¡El 15 de noviembre se disputa la jornada de play-off de la AFC!

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Bengals-Steelers y Colts-Patriots. Muchos aficionados apostarían por que esos partidos se repetirán el 16 y el 17 de enero. En las últimas ocho finales siempre han estado Colts, Patriots o Steelers, salvo en 2003 que se colaron los Raiders. Y este año, si algún valiente quiere destronar a la trinidad dominante, deberá ganar, casi con total seguridad, a dos de los tres antes de viajar a Miami.


18 de enero de 2004. Los Patriots ganan a los Colts la final de la AFC.

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Así que poneos los cascos si tenéis (yo a veces veo los partidos con mi casco de los Jaguars, me ayuda a meterme en el ajo), preparad un grupo electrógeno por si se va la luz, comprad cervezas y refrescos, hamburguesas y patatas fritas, pensad que han pasado las navidades, que en el tejado hay nieve, que los Reyes Magos os han vuelto a traer carbón. Imaginad que no hay vuelta atrás, que el que pierde se va a su casa, que da igual quién se lesione, que el calendario Maya termina el domingo. Belichick cambió su mentalidad, su forma de jugar, fichó a Moss y convirtió a su equipo en una máquina de volar, con el único objetivo de vencer a los Colts. Ese era el único partido que le importaba. La consecuencia fue una temporada casi perfecta, pero el origen estuvo en una rivalidad que ha traspasado el deporte. Es más íntima, más cerval, casi dolorosa. Dentro de algunos años echaremos de menos, incluso los que más odian a ambos equipos, una cita anual que nos despierta del sopor eufórico que vivimos durante la temporada, para llevarnos a otro planeta en el que se juega a otra cosa.

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El resto de los partidos sólo son una jornada más. Con la excepción del Bengals-Steelers, un primer plato exquisito en el que los renacidos Bengals intentarán subir al escalón de los inalcanzables, para dejar de ser recordados como aquellos sobre los que Joe Montana, en una remontada inolvidable, comenzó a edificar su leyenda. Más tarde, de madrugada, Colts y Patriots nos trasladarán a una era distinta, en la que los dioses aún poblaban la tierra y nadie lloraba a los caídos en combate.

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Las valkirias cabalgarán el domingo sobre el Lucas Oil de Indiana. Los dioses nórdicos viajarán a la NFL, como cada año, para cobrarse su tributo de sangre. Lo lamento, pero soy incapaz de transmitiros toda la pasión que late detrás de esa batalla.

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