La paradoja española
Apareció el Georgia-España entre las tinieblas de dos semanas que pasarán a la historia del fútbol. No se ha conocido un caso igual y de consecuencias tan extensas como los sucesivos episodios protagonizados por Luis Rubiales desde la final de la Copa del Mundo femenino, disparates bochornosos, de alcance mediático mundial, que han tenido una virtud: destapar las sistemáticas lacras que presiden el fútbol español, a la que no escapa la administración pública, la judicatura. En un clima de abierto pesimismo, no por el partido, pero sí por la imagen que traslada nuestro fútbol, la Selección masacró a Georgia en Tiflis.
Georgia es una potencia menor en asuntos futbolísticos. Nunca ha disputado la Eurocopa o un Mundial, pero siempre ha producido jugadores competentes, algunos de ellos singulares por su creatividad. El pequeño Giorgi Kinkladze fue un Maradona de bolsillo en los años 90. Jugó en el Manchester City, donde se le adoraba. Desde entonces figura en el santoral del club inglés, junto a Bell, Deyna y la larga nómina de estrellas que han pasado por el City en los últimos 15 años. Kvaratskhelia fue la gran sensación de la temporada en el Nápoles, donde el regateador georgiano resultó fundamental en la conquista de la liga italiana. Más de 30 años después de Maradona, la hinchada napolitana volvía a disfrutar de un mago.
España pasó un calvario en el anterior partido con Georgia. Se jugaba el pase al Mundial, recibió un gol de Kvaratskhelia y empató a última hora con un sensacional remate de Olmo. Tan importante como el gol del jugador catalán fue el daño que Georgia infligió a Suecia y Grecia, los dos grandes rivales de España en el grupo. Sobraban, por lo tanto, razones más que suficiente para temer el encuentro, emponzoñado por todos los acontecimientos previos, incluido el papel del seleccionador, férreo defensor de Rubiales en el discurso del presidente de la Federación y contundente crítico un día después.
Tampoco sobraban razones para el optimismo con la Selección, que ha ganado la Liga de las Naciones, pero fracasó en el Mundial de Qatar. Pesa más el recuerdo de la decepción que el del alivio por el éxito en el pasado junio. Todo pasaba por reducir daños: ganar y pasar página hasta nueva orden. Sin embargo, ocurrió algo extraordinario. España, que había perdido pegada y confianza, apurada además por la derrota contra Escocia en Hampden Park, se soltó el pelo y brindó un partido excepcional. Desde el primer minuto, además,
El fútbol es una invitación a lo insólito. Desde la lógica se le explica a través del trabajo bien hecho, la funcionalidad, la ponderación, todo el argumentario, en definitiva, que se utiliza para justificar el éxito. Es una lógica empresarial que no cabe, o no siempre cabe, en el fútbol y no hay mejor muestra que lo sucedido con la Selección española que ganó el Mundial femenino y, en menor medida, la goleada de España a Georgia.
En los dos casos, los equipos han alcanzado cotas que no se corresponden con el tufo que despide el fútbol español, sus dirigentes y sus numerosas instancias. Un fútbol dividido y embarrado por intereses cruzados, nada legítimos en ocasiones. La Selección jugó en Tiflis en ambiente ajeno y condiciones disfuncionales. Podía anticiparse un encuentro luchado, tenso, de gran esfuerzo, probablemente victorioso para España, pero la realidad desbordó las mejores previsiones.
Rápidos, intensos, enfocados y profundos, los jugadores se dieron un festín de fútbol, se reivindicaron en un momento más que complicado, alimentaron el optimismo generacional con el brillante ingreso de Nico Williams y Lamine Yamal. De un plumazo se disiparon los nubarrones para un equipo sufriente en los últimos años. Queda la pregunta del millón: ¿fue un gran partido circunstancial o la promesa de un magnífico futuro? Veremos qué sucede. Más fácil es saber lo que ocurrirá con la estructura de nuestro fútbol: persistirá en la disfuncionalidad.
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