NBA | CELTICS 106 - MAVERICKS 88

Jaylen Brown, MVP de las Finales

El alero, que también fue MVP de la final de Conferencia, se corona como súper estrella un año después de firmar un contrato históricamente alto.

ELSAAFP

El 29 de mayo de 2023, los Celtics se quedaron sin ser el primer equipo capaz de remontar un 0-3 en la historia de la NBA porque, después de hacer lo que parecía más difícil (empatar a tres con dos triunfos a domicilio), fueron incapaces de llevarse el séptimo en su pista, un Garden por el que los Heat pasaron silbando, a salvo en cuanto Jayson Tatum se torció el tobillo en los primeros minutos de partido. Jaylen Brown y Marcus Smart se convirtieron en meme, una cosa muy de estos tiempos, por su reto antes del cuarto partido (qué otra cosa podrían haber dicho): “No nos dejéis ganar esta noche”, dijo Brown para acompañar el “si nos dejáis sumar una victoria…”. Les dejaron ganar una, dos y tres veces. Pero, igualmente, acabaron eliminados.

En un momento de crisis del proyecto verde, que venía de perder 4-2 unas Finales de 2022 en las que llegó a estar a unos buenos minutos en el Garden de ponerse con un 1-3 a favor, Smart pasó de intocable y mascarón de proa emocional a traspasado, con sus huesos en los Grizzlies dentro de la (excelente) operación con la que Brad Stevens se aprovechó de que nadie más creía ya en toda la NBA en Kristaps Porzingis. Brown, por su parte, acordó el 25 de julio una extensión de contrato histórica, la primera proyectada en más de 300 millones de dólares. No llegó a tanto. Se quedó en solo 286,2 cuando aterrizaron los números reales del salary cap. Con, eso sí, una media anual nunca vista: 57,2 millones que en seguida dejó atrás la extensión de Anthony Davis con los Lakers que ponía al ala-pívot en 62 por año si se aislaban los tres nuevos años firmados (por 186 millones). La burbuja de crecimiento permanente en la que vive la NBA permite que cada año haya récord, que avancemos hacia los contratos de más de 400 millones totales, a los de 100 al año. Este verano, sin ir más lejos, Tatum, el otro jay de los Celtics, firmará (salvo cataclismo impensable) una extensión de cinco años y, en principio, casi 315 millones.

Pero entonces, ahora parece que ha llovido muchísimo, muchos creían que los Celtics habrían hecho mejor si hubieran decidido romper el núcleo de los jays, que parecía haber encontrado su techo, y traspasar a un Brown que no merecía 300 millones porque seguía liándose en los finales de partidos importantes, llevando al equipo a embudos en ataque, impreciso y con unos problemas enormes para generar juego y manejar la bola con la mano izquierda. Después de siete años en la NBA (número 3 del draft de 2016) y con 26 cumplidos, ¿no habíamos visto ya lo suficiente de Jaylen Brown?

El ascenso de una nueva gran estrella

Pues ha quedado claro que no. La cuestión ya no es si Brown puede ser el escudero de Tatum en unos Celtics campeones. Porque los Celtics han sido campeones y la única pregunta (aunque no es importante en el gran esquema de las cosas) es quién es el escudero de quién. Hace unos días, cuando Jason Kidd dijo que Brown era en realidad el mejor jugador (el más completo etcétera.) de los Celtics, muchos se llevaron a la cabeza y pensaron que el entrenador de los Mavs veía tan mal las cosas para su equipo después del primer partido de las Finales que estaba intentando lanzar el anzuelo para que Tatum se picara, quisiera darle con sus estadísticas en las narices y se convirtiera en un factor de disrupción. Por probar… Quienes pensaban así (por poder, podría ser) olvidaron la conexión de Berkeley (Kidd y Berkeley salieron de la Universidad de California, números 2 y 3 de draft en 1994 y 2016) y no valoraron que, más allá y en una línea de pensamiento mucho más simple, puede que Kidd tuviera razón. El 18 de junio de 2024, unos días después de las muy comentadas declaraciones de Kidd, Brown es MVP de las Finales de la NBA. Y fue, hace unas semanas, MVP de la final del Este.

En 2022 y 2023, Stephen Curry Nikola Jokic hicieron el mismo doblete de MVPs en las dos finales, el de nuevo cuño y el importante de verdad. Los dos son, evidentemente, los jugadores franquicia (y mucho más que eso, en realidad) en Warriors y Nuggets. En los Celtics no tiene tanto sentido echar esas cuentas porque tienen otra estructura, una fisionomía diferente. Y lo importante es que son campeones; que insistieron con su proyecto, que mantuvieron ese núcleo de Brown y Tatum y fueron añadiendo el resto de las piezas. Año a año, cicatriz a cicatriz, con paciencia franciscana contra las críticas y la certeza de que el formato que más los acercaba a la gloria era de los jays. El regalo que entre Nets, Lakers y Sixers hicieron a los verdes: dos números 3 del draft consecutivos (2016 y 2017) seleccionados con picks que entregaron los Nets en uno de los mayores errores de la historia de la NBA y que no acertaron a ver los que, en ambos casos, elegían antes. Curiosamente, miel sobre hojuelas, los dos grandes enemigos históricos de los Celtics: Sixers (se llevaron a Ben Simmons y Markelle Fultz) y Lakers (Brandon Ingram y Lonzo Ball).

Brown ha jugado una regular season fabulosa (la octava en la NBA: 27 años): 23 puntos, 5,5 rebotes, 3,6 asistencias, sus mejores porcentajes de tiro (rozando el 50%) y su mínimo de pérdidas desde 2020. Ha sido all star por tercera vez (2021, 22, 24) pero no ha entrado ni en los Mejores Quintetos ni en los Mejores Quintetos Defensivos, estos segundos uno de los objetivos que se había marcado para este curso. En parte, a los jugadores de los Celtics les ha perjudicado (una paradoja que a veces se da en los premios de final de temporada) ser tan dominantes, tan buenos: se acabó dando por hecho, pro decirlo de alguna manera, que estaban haciendo poco más que lo que tenían que hacer. Al menos, Brad Stevens sí ganó el (merecidísimo) premio de Ejecutivo del Año. Entre otras cosas (Porzingis, Jrue Holiday…) por no desistir con los jays y no temblar de miedo (ni él ni los propietarios, claro) cuando hubo que darle 300 millones (o casi) a un jugador imperfecto como Jaylen Brown.

En playoffs, el alero ha sido una roca: 24,1 puntos, 5,8 rebotes, 3,1 asistencias, un brillante 53% en tiros y, sobre todo, una jerarquía que antes no tenía a la hora de gestionar los momentos complicados, de jugarse ataques importantes y de estar cuando su equipo lo necesitaba. Cuando empezó la temporada, dijo que la derrota en el séptimo partido contra los Heat le había perseguido durante todo el verano, que había sido una motivación permanente para trabajar y mejorar. Básicamente todos los jugadores dicen cosas así en la línea de salida, pero pocos lo demuestran después con la certeza incontestable de Brown, un fascinante ejercicio de crecimiento y expansión desde sus primeros pasos en la NBA, cuando era una amalgama a veces informe de (enorme) potencial.

En las Finales (20,8 puntos, 5,4 rebotes, 5 asistencias), Brown ha sido el factor más estable de los Celtics, el punto de apoyo de todos sus compañeros. Ha generado juego mejor que nunca (por primera vez en su carrera, apiló 15 asistencias en dos partidos seguidos), ha minimizado errores y entendido cuándo tenía que percutir y cuando tenía que hacerse a un lado. Y, algo esencial y que no sale en su hoja estadística, se ha encargado de la primera línea defensiva contra Luka Doncic, algo que ha podido hacer (casi nadie más puede) sin recibir ayudas, un factor que desconectó la gestión de espacios y compañeros liberados con la que el esloveno desencuaderna a tantos rivales. Los Celtics no habrían ganado sin todo lo demás (Jrue, Al Horford, por supuesto Derrick White, el primer partido de Porzingis…) y es probable que Jayson Tatum siga siendo el jugador franquicia, el 1A. Pero Brown, como mínimo, ya no es un 2. Es un 1B. En estos playoffs, sobre todo en estas Finales, ha pasado de estrella a súper estrella. Y, con esa versión súper de un jugador que muchos creían que había que traspasar hace once meses, los Celtics han regresado al trono de la NBA.

Un chico demasiado listo para la NBA

Antes de la derrota en las Finales de 2022 y este triunfo en las de 2024, antes de las colisiones (con resultados variopintos) contra Miami Heat en los playoffs del Este, muchos estadounidenses conocieron a Jaylen Brown en 2020, en aquel trance convulso de pandemia y agitación social (y racial) tras el asesinato de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis. Por entonces, Brown tenía 23 años y acababa de firmar su primera gran extensión en la NBA: 115 millones para alargar su contrato rookie con los Celtics.

La NBA se puso al frente, por lo que tocó a las grandes competiciones deportivas, del descontento social que se convirtió en clamor y que marcó el reinicio de la temporada 2019-20 en la burbuja de Florida. Y Brown, que pese a su juventud ya era vicepresidente del sindicato de jugadores (NBPA), fue uno de los más vocales y activos cuando llegó el momento de serlo. Aseguró tras la muerte de Floyd que le “habrían detenido” si hubiera estado allí. E hizo 15 horas en coche para liderar una protesta pacífica en Atlanta, la capital de su Georgia natal. Una marcha que gestionó y narró a través de sus redes sociales y a la que su sumaron otros NBA: “Ser una celebridad, ser un jugador de la NBA no me excluye de ninguna conversación. Primero y ante todo soy un hombre negro y soy miembro de esta comunidad. Tengo 23 años. No sé todas las respuestas, pero siento cómo se sienten los demás”.

Brown, que después fue cuestionado por una postura tibia con respecto a la vacunación contra el COVID, había demostrado lo que en muchos despachos de la liga ya sabían: no era un jugador más. En 2016, antes de que fuera drafteado, un ejecutivo ya advertía de forma anónima de que era un tipo “distinto a la mayoría de los chicos que quieren ser jugadores de baloncesto”, y que podía parecer, por “demasiado inteligente”, un reto demasiado grande a algunos entrenadores con mentalidad de vieja escuela: Se lo cuestiona todo, además de hacer algo querrá saber por qué tiene que hacerlo. Él es así, aunque algunos creerán que con ello está cuestionando la autoridad. No le va a gustar a todo el mundo”.

Aquello de que era “demasiado listo para la NBA” le llevaba acompañando desde un reportaje que escribió el periodista Marc J. Spears para The Undefeated antes de su draft, cuando Brown recorría Nueva York con una camiseta del Barcelona, comía arroz con cilantro y bebía smoothies de mango y jugaba al ajedrez con Nico Chasin, un campeón nacional de 9 años. En el entorno de la liga se miraba con curiosidad a un jugador de intereses muy distintos a los habituales, hecho de otra pasta. Uno que no había contratado a ningún agente y que tras su boom en los institutos de Georgia (con la camiseta de su ciudad, Marietta) rechazó a UCLA, North Carolina, Kansas y Kentucky (la elite del baloncesto de College) para jugar en Berkeley y formarse mientras en la prestigiosa (desde el punto de vista académico) Universidad de California: “Lo mejor de mi año allí fueron las clases. El baloncesto es lo que es. Al final todo encaja, pero la parte educacional fue incomparable”.

En su primer semestre (solo hizo un año antes de saltar a la NBA dadas sus opciones de ser top 3) ya estudiaba un posgrado en estudios culturales en el deporte. Aprendió español y se propuso llegar a los 25 años con tres idiomas más. No come carne, adora el ajedrez, le encanta el fútbol (sobre todo el Barcelona y el Arsenal), uno de sus referentes es Leo Messi y, ya instalado en Boston, estrechó vínculos con la Universidad de Harvard. Con el equipo de baloncesto y también con los grupos de estudio a los que empezó a dar charlas que preparaba meticulosamente en su Ipad. En ellas, hablaba de racismo estructural, de las protestas de deportistas como Colin Kaepernick y de la necesidad del cambio social que después reclamó desde las calles. “Si no tuviera el baloncesto, ¿Qué habría sido de mí? Solo porque el deporte me haya dado la opción de saltarme algunas barreras que siguen existiendo en nuestra sociedad, ¿tengo que olvidarme de la gente que no puede hacerlo? Si no tuviera el baloncesto, estaría canalizando de forma violenta mi energía? Hay chicos en América que viven sin poder hacerse esas preguntas”, dijo en una de esas conversaciones con los alumnos de Harvard, donde valoraron muy positivamente su impacto como estrella de la NBA interesada en la educación por encima de casi cualquier otro valor: “Hace que querer ser culto sea algo cool”.

Soy como soy, o lo tomas o lo dejas. No voy a avergonzar a nadie, pero tampoco voy a dejar de comportarme a mí manera”, decía antes del draft, en aquel reportaje de Spears que lo definía como “un hombre del renacimento para la NBA”. En Berkeley jugaba en los Golden Bears, compartía piso con Ivan Rabb (número 35 en el draft de 2017) y se apasionó por el ajedrez, un juego cuyas lógicas le recuerdan a las de la vida: “Cuando llegaba a las primeras clases me miraban como si me hubiera equivocado de aula”. En la NBA, al principio, también se le miró con cierta extrañeza, pero persistió. Y ahora es el mejor jugador de la Finales y un campeón que firmó hace menos de un año el que en su momento era el contrato más grande la historia. Así que está claro que esa forma de ser, ese comportarse a su manera, ha funcionado.

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