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Qué fue de la bruja Lola: de ‘Crónicas Marcianas’ a su negocio privado de tarot

La vidente, una de las personalidades más carismáticas de la televisión a finales del siglo XX, continúa echando las cartas en su propia casa para ganarse la vida.

Se suele acusar de brujería a los tiempos por donde la historia pasa de refilón, la oscuridad se cierne sobre el rigor y la constancia sobre lo ocurrido descansa en leyendas y cantares de ciego. Si hay algo cierto es que todo lo que acontece es hijo de su época y contexto y las brujas, con o sin escoba, han existido toda la vida: desde la noche de los tiempos, cuando lo pagano era simplemente panteísta, hasta la actualidad, desde las maleficae —así las denominaban en latín, derivando de ello la palabra maléfica y, además de una interminable cascada de referencias culturales, el nombre de la antagonista de La bella durmiente— hasta las hechiceras de la televisión, apareciendo, podría decirse que por arte de magia, la bruja Lola en el imaginario de los españoles.

Lola Montero hoy tiene 74 años, pero fue, como todo el mundo ha sido al principio de su existencia, un bebé. Eso sí, no uno cualquiera: a la pequeña Lola le ocurrían “cosas extrañas” en la cuna. Fue creciendo y aquellos sucesos paranormales no desaparecían. Parecía que no eran imaginaciones. Un buen día se acercó a su madre, siendo ella una niña “fea y delgada”, y esta se la encontró “más gordita, guapa y con la camiseta de oro color”. Después continuó su infancia, recordó en una ocasión mirando al infinito, en aquel palacio donde vivía por el oficio de su abuelo, que trabajaba para un señor de alta alcurnia. Todo normal, todo paranormal.

Lola Montero, la hechicera

Todas las historias de brujería poseen un inicio incierto, un borrón, una especie de neblina que cubre el momento en el que todo cambió. La bruja Lola empezó a ser eso mismo, bruja, en el Canal 47 de Sevilla, donde ya había empezado a predecir el futuro de espectadores descarriados: ofrecía un sermón sobre un pañuelo con motivos astrológicos que hacía de elemento misterioso y, en general, de todo el decorado.

Muy diferente era la vida de Jorge Salvador, ahora conocido como la sonrisa que acompaña a Pablo Motos en la dirección de El Hormiguero, que entonces hacía de buscador de extrañas personalidades para la mágica cazuela televisiva que era Crónicas Marcianas. Un día vio a Lola, que tenía por costumbre adoptar una postura tan mágica y esotérica como cutre y cercana, acertar una frase carismática entre varias oraciones erráticas: “Te voy a poner dos velas negras que te vas a acordar de Lola Montero”. Una llamada y aquello fue el principio de su estrellato.

Corría el año 1999 y la Bruja Lola se había convertido en una auténtica celebridad: aparecía con alta frecuencia en Crónicas Marcianas, ganaba mucho dinero y hacía de bruja moderna asistiendo a eventos y sacándose fotos con sus seguidores. Hasta llegó a publicar un libro. Todos conocían a la bruja Lola hasta que un día sin magia empezaron a dejar de hacerlo.

Comenzó a desvanecerse la estela de su magia con el paso de los años y con la misma rapidez e irreversibilidad con la que se había convertido en uno de los personajes más carismáticos del país. Cuando participó en El castillo de las mentes prodigiosas ya era casi parte de un pasado que se antojaba muy lejano y tan solo marcaba el calendario el año 2004. Lo que vino después no fue el olvido más recóndito, pero sí la ocultación, que no ocultismo, del recuerdo de su persona en lo más profundo de la memoria de la televisión.

La vida después del olvido

Los telespectadores que una noche inocente de 2011 se encontraron a Lola Montero sentada junto a Jaime Cantizano en ¿Dónde estás corazón? habrían jurado que se trataba de un fantasma. No era un ente, no traspasaba paredes. Pero tampoco era una bruja: se sometió al polígrafo y la máquina dictó sentencia. Sus poderes eran falsos. Nunca había sido una hechicera.

Igual que aquellos guerreros a quienes arrebatan su espada, como los desterrados que buscan consuelo en el tránsito de caminos sin fin, Montero se exilió; no del país, pero sí de la vida pública. En 2017 resucitó por segunda vez. Fue en Los Reporteros, en Canal Sur, y lucía la misma melena rizada y dorada que un día debió peinarse aquella niña de mediados del siglo XX.

El eje temático del programa era la estafa y los timos que proceden de la videncia. Y ella respondió con la misma contundencia, idéntico carisma, con el que atendía a los telespectadores tres décadas atrás. “Yo soy vidente. No soy estafadora ni engaño. Hoy en día muchos no son videntes, son falsas y se lo digo en su cara”, aseveró con crudeza. Recordó los días en los que todos en España la conocían a ella y sus dos velas negras y aseguró que si abandonó la televisión no fue por magia, sino por lo más humano que puede sentir una persona. El amor: la pérdida de su marido la sumió en una depresión que hizo de su cabeza una casa encantada donde se tapiaban con tablas de madera las escapatorias hacia la lucidez.

Jamás dejó las cartas. Continúa haciendo consultas privadas en su casa por un precio que, sumado a su pensión, le permite seguir con su vida, repitiendo hasta el final que lo suyo sí era magia. Brujería.

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