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La odisea de Oscar Pistorius para encontrar empleo: encargado de la limpieza de una iglesia

El atleta olímpico, quien obtuvo el mes de enero la libertad condicional tras ingresar en prisión por el homicidio de su novia, vive en casa de su tío, en Pretoria.

Menos de un año tardó Oscar Pistorius en pasar de ejemplo mundial a monopolizar las noticias de sucesos de todo el mundo. El hombre que dejó fascinado a todo el planeta tras convertirse en el primer y único atleta doble amputado en participar en atletismo en unos Juegos Olímpicos (Londres, 2012) se convirtió en villano repudiado después del suceso de San Valentín de 2013: mató a su novia, Reeva Steenkamp, en su casa de Pretoria (Sudáfrica).

Lo ocurrido estuvo y está tapado por un manto confuso que impide discernir con claridad los detalles del asesinato. El exatleta la disparó a través de la puerta cerrada de un baño, lo que motivó su defensa: alegó que lo hizo en defensa propia y pensando que era un ladrón. El tribunal le condenó a 13 años y cinco meses de prisión por homicidio culposo.

Desde este mismo mes de enero se encuentra en libertad condicional bajo una monitorización que se alargará, según sentencia, hasta 2029. Vive en casa de su tío, Arnold Pistorius, en un lujoso barrio de Pretoria, alejado del mundo y protegido por vallas eléctricas y perros para evitar que algún tercero se tome la justicia por su mano. Allí pasa las horas, muy probablemente consumido por las ganas de retomar su vida anterior, aunque una pizca fuera. Síntoma de ello es su incesante y frustrante búsqueda de empleo.

“Es sólo una sombra de lo que alguna vez fue”

Tal y como ha podido saber el New York Post, el atleta contactó con dos miembros del Comité Paralímpico Internacional para obtener un puesto en la organización, pero fue denegada su petición porque “es demasiado tóxico para trabajar con él ahora”. De hecho, y además de sinceros, son muy tajantes: “Aquí no hay nada para él”.

Por el momento, dice el citado rotativo norteamericano, se encarga de ejercer un voluntariado en una iglesia cristiana. El templo recibe el nombre de NG Kerk Waterkloof y es el lugar donde su tío acudía para rezar; allí, rodeado de cierta calma, emprende trabajos de limpieza y labores de mantenimiento. Estos quehaceres los lleva a cabo “tranquilamente”.

Algunos feligreses han hablado con el diario mencionado, expresando la sorpresa que supone verle allí. “Casi no lo reconocí”, dice una tal Aida, que dibuja un preocupante retrato de su estado: “Su cabello es más largo y tiene barba. Tampoco es tan delgado como esperaba. Nunca sabrías que era un atleta, simplemente no es el mismo”. Uno de los que allí trabaja, firme y transparente, termina de esculpir su figura actual: “No es amigable ni extrovertido. No sé si siquiera le he visto esbozar una sonrisa. Es sólo una sombra de lo que alguna vez fue”.

La odisea que emprende para encontrar un oficio se plantea tan larga, amén del complejo proceso que supone la reinserción laboral en el país africano y de lo mediático de su caso, que no parece tener fin.

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