La ‘candidatura Pelicans’ ya está aquí
Líderes de conferencia, no por casualidad: los Pelicans, con la mejor versión de Zion y uno de los equipos más profundos de la NBA, a por todo.
Nueva Orleans tiene su propio latido; Un magnetismo, indudablemente idiosincrático, que se acompasa con ritmos de otro tiempo. Poner un pie en ella, en esa Big Easy que se queda contigo para siempre, es como escribir notas en los márgenes del mapa de Estados Unidos. Un asterisco que sigue escondiendo misterios, por muy difícil que resulte en 2022. Casi otro mundo, no digamos si la ciudad te recibe a las puertas del Mardi Gras, como le sucedió, muy felizmente, a la comitiva de la NBA en el All-Star Weekend 2017. Más allá de los tópicos, Nueva Orleans vibra, tiene una fuerza propia y mil rincones que se pelean por la volátil atención de los visitantes. Es un ataque sensorial por tierra, mar y aire: olores, por supuesto sonidos, colores...
En un país-continente en el que hay cromos que se repiten, patrones que aparecen como fronteras mentales, cuando empiezas a patear a base de bien su cuadrante de personalidades (el Sur, la Costa Este, el Midwest, el Pacífico…), Nueva Orleans es… otra cosa. Es tan poco americana que acaba siendo profundamente americana. Y no evita algunos clichés de su denominación de origen. Uno, fiebre del oro de punta a punta de los States, es la pasión por el deporte. Por eso, para ese tipo de visitante europeo que tiende a compartimentar Estados Unidos en función de su mapa NBA, había algo profundamente llamativo en NOLA: era difícil encontrar rastro de los Pelicans. Con la devoción por el football de todo el Sur, Nueva Orleans es la ciudad de los Saints, una urbe a los pies de ese Superdome que es su particular Monte Fuji. Una silueta imponente que exuda orgullo y resiliencia desde la terrible devastación del Katrina, en agosto de 2005. Y el estado, Luisiana, es el cubil de los Tigers de LSU, el rastro dorado y púrpura que conduce, menos de dos horas por la inacabable interestatal 10, a Baton Rouge, la caja de resonancia del Tiger Stadium.
Los Pelicans, camino difícil en tierra inhóspita
Los Pelicans no arrastraban herencia de equipo clásico ni cogieron pronto raigambre social fuerte. Desestructurados y aparentemente movidos por mareas mucho más fuertes que su encastillada resistencia en el Smoothie King Center, que se hace minúsculo a apenas unos metros del Superdome, hace dos telediarios era una franquicia abandonada a su suerte, enviada al peor juego semántico del deporte profesional estadounidense: reconstrucciones, descapitalización, el alargado fantasma del traslado… La familia Benson, una fuerza masiva en la todopoderosa NFL a través de su gestión de los Saints, pareció tratar durante años a los Pelicans como si fueran un incordio, un hijo no deseado. Aunque, eso sí, seguramente salvaron el baloncesto profesional para Nueva Orleans con su irrupción en 2012, y desde luego gestionaron un impulso masivo con un rebranding que convirtió a los extraños Hornets en los locales Pelicans, el pájaro del estado de Luisiana, e introdujo los colores del Mardi Gras en un equipo que recibió en 2012 uno de esos números 1 de draft que son (deberían ser) puntos de apoyo para mover el mundo: Anthony Davis.
Siete años y una semana después de ese draft de 2012, Davis forzó su traspaso a los Lakers después de un sainete mediático que le puso en la diana pero que, su anillo de 2020 con los angelinos lo corroboró, iba a ser mucho más desgastador en el largo plazo para su exequipo. Con Davis, que apiló all-stars y estadísticas de ciencia ficción, los Pelicans solo ganaron una eliminatoria de playoffs en dos viajes a las eliminatorias. Y su mayor legado fue un what if, aquel experimento de torres gemelas con Davis y DeMarcus Cousins bien rodeados (Jrue Holiday, Rajon Rondo, E’Twaun Moore, Nikola Mirotic…) que estaba metiendo el turbo justo cuando Cousins se rompió el tendón de Aquiles y cerró, una enorme desgracia, su tramo como estrella de la NBA. Después, sin él, los Pelicans eliminaron a los Blazers con un zarpazo resonante (0-4, la extrañísima barrida sin factor cancha) de Davis (33 puntos, casi 12 rebotes y 3 tapones de media en la eliminatoria), Mirotic (18+9), Rondo (11+7+13) y un Holiday (27+6 asistencias y una defensa estrangulante a Damian Lillard) que estaba enseñando a los Bucks cuánto les iba a dar en la ruta hacia el anillo de 2021.
Después de Davis, porque Dios aprieta pero no ahoga, llegó Zion Williamson, una bendición contra el riesgo de derribo (número 1 del Draft de 2019) que parecía traer moraleja bondadosa: los Pelicans ni siquiera fueran uno de los cinco peores equipos en lo que fue una loca carrera por Zion, que por ejemplo desolló a los Knicks, y apenas tenían un 6% de opciones de hacerse con el, por entonces (y hasta Wembanyama) jugador más mediático y esperado en la Gran Liga desde LeBron James. Pero, claro, Zion se lesionó mucho, engordó, se enfadó con la franquicia, se fue a las oficinas de Nike, se dejó de hablar con compañeros y hasta se pensó si firmar una extensión que podría ser, según variantes, de cinco años y más de 230 millones de dólares (la cerró el pasado julio). Tantas ganas, parecía, tenía de salir corriendo de Luisiana y abrazarse a un gran mercado, uno de esos concepto-engendro que capitalizan las cultural wars particulares de la actual NBA. El equipo hacía movimientos tacaños, para ahorrar, e iba dilapidando el botín amasado en el traspaso de Davis en un reguero de decisiones aparentemente obtusas de David Griffin, el gurú que construyó los Cavs campeones de LeBron James (2016) y que estaba dejándose jirones de reputación en su nuevo trabajo mientras emergían historias tragicómicas: ¿realmente incomodó a Zion por ponerse a tocar el piano durante una cita para hablar del estado del equipo en la burbuja de Florida?
De pronto, todas las piezas empiezan a encajar
En la temporada 2021-22, con olor a desesperación, los Pelicans estrenaron entrenador joven e inexperto (como head coach), un riesgo para una silla tan caliente: Willie Green (ahora 41 años). Empezaron la temporada 3-16 y llegaron a estar 8-21 y 23-36 en el parón del All-Star. Pero acabaron con un acelerón improbable y aprovecharon la volatilidad del play-in para colarse en playoffs (a costa de Spurs y Clippers) y dar un buen meneo hasta quedarse sin fuerzas (4-2 final) a unos Suns que llegaron a las eliminatorias como intocables pero empezaron en esa primera ronda a enseñar la yugular a la que luego pegó un bocado salvaje Luka Doncic. Durante los últimos meses de la temporada, los Pelicans cambiaron completamente la temperatura de su proyecto. Brandon Ingram recuperó el nivel de aspirante a superestrella (fue all-star en 2020), llegó un C.J. McCollum de mucha presencia en pista… y en el vestuario; Y muchos movimientos que parecieron erráticos acabaron formando un puzle que meses antes era imposible de ver, piezas desperdigadas por un salón abandonado, mientras las vías de comunicación con Zion se abrieron de par en par. Rumbo a la reconciliación, la extensión megamillonaria y, finalmente, el regreso después de un año en blanco por una fea lesión de pie en torno a la que los Pelicans dieron un recital de mala comunicación. Una tonelada de piedras contra su tejado. El Zion 2022-23, todavía con 22 años, está en 23,9 puntos, 7,2 rebotes y 4,3 asistencias por noche.
Se trata, para encontrar la orografía de estos nuevos Pelicans, de unir los puntos de la operación Anthony Davis. Los renglones aparentemente torcidos de la reconstrucción: los Pelicans recibieron a Lonzo Ball, Brandon Ingram, Josh Hart y un lote de básicamente cuatro primeras rondas. Lonzo acabó en los Bulls vía sign-and-trade, una operación en la que los Pelicans recibieron piezas que luego usaron pasar hacerse con C.J. McCollum, para lo que también enviaron a los Blazers a Hart y a un joven como Nickeil Alexander-Walker, un anotador explosivo que nunca explota, que a su vez había llegado en la trama del primer pick recibido de los Lakers: en 2019 los Pelicans tenían su 1 (Zion) y el 4 de los Lakers, y lo usaron para que De’Andre Hunter acabara en Atlanta y pudieran hacerse así con los picks 8 (Jaxson Hayes) y 17 (Alexander-Walker).
No fue una decisión especialmente acertada, pero los Pelicans no dejaron de mover los engranajes. Las reconstrucciones son muchas veces al peso, con cadáveres en el armario e intentando que, finalmente y después de santiguarse muchas veces, los aciertos pesen más que los errores. En la operación Hunter, pequeñas motas de polvo que han acabado moviendo montañas, los Pelicans recibieron una segunda ronda de 2021 que acabó permitiéndoles hacerse (pick 35) con Herb Jones. Un obrero ya esencial que es la foto del póster de los aciertos, de un tiempo a esta parte, en esa difícil mezcla de ingeniería y alquimia que son muchas veces los despachos NBA: Jonas Valanciunas y el intersantísimo Trey Murphy III (número 17 en 2021) llegaron en el movimiento masivo con el que los Pelicans sacaron de su roster a Steven Adams, Eric Bledose (limpieza en las cuentas) y el número 10 del draft, Zairie Williams. También recibieron (para el listado de fallos) al errático Devonte’ Graham, casi siempre una de cal y cuatro de arena. En el último draft, y gracias a los desastres continuados de los Lakers, los Pelicans recibieron un pick 8 que invirtieron en Dyson Daniels. Y todavía les queda la opción de cambiar con los angelinos la primera ronda de 2023, cosa que probablemente harán viendo cómo le va a cada uno, y otra primera de 2024 que pueden dejar pasar para llevarse, si lo prefieren, la de 2025 de unos Lakers que podrían estar ya en plena resaca pos LeBron. Cuentas de futuro que pueden ser, conviene tener esa noción siempre al alcance de la mano, potencia de fuego de primera en el mercado de traspasos.
Más: un último movimiento de los que pasan desapercibidos, burocracia de ciudad pequeña, y acaban siendo trascendentales: el menudo guard (1,83) Jose Alvarado, alma puertorriqueña y coraza neoyorquino, no fue drafteado en 2021. Cuando se acababa el verano, firmó un contrato de tipo two-way con los Pelicans, y tras curtirse en la G-League con Birmingham Squadron, se llevó un contrato estándar de la franquicia madre, uno que ya es una ganga para los Pelicans: cuatro años, 6,5 millones de dólares para un jugador que se ha hecho esencial en la rotación, marca la temperatura del equipo con una competitividad a prueba de bombas (el motor también es un talento). Y, sobre todo, es parte esencial del nuevo y redescubierto vínculo entre ciudad y equipo. A veces son jugadores así, la vieja historia del underdog es una fuente de energía sencillamente incontenible, los que roban el corazón de unos aficionados que ya no pueden, a partir de ahí, dejar de mirar. No todo es polvo de estrellas.
Una candidatura muy legítima en el Oeste
Total, que una franquicia que imaginábamos sin arraigo y con poco futuro le ha dado la vuelta a su situación como un calcetín. Willie Green ha sido un hallazgo, los aciertos en el draft han acabado enterrando a los errores, se hicieron apuestas ambiciones y decisivas en el gran mercado, Zion regresó feliz (y en forma) y los Pelicans son líderes del Oeste a 8 de diciembre de 2022. En el mismo día de 2021 estaban 7-20. Han ganado cinco partidos seguidos, su mejor racha en más de cuatro años, y marchan 16-8 después de haber empezado 5-5 y a pesar de que apenas han tenido a todos los esenciales al mismo tiempo, azotados por un reguero de problemas físicos. En los últimos diez partidos están 8-2, como los intratables Celtics. Y desde esa frontera del game 10 tienen la mejor defensa de la NBA. En total es la tercera con el sexto mejor ataque y el segundo net rating, siempre por detrás de esos Celtics que son tan buenos que empiezan a empalagar. Los Pelicans no empezaban tan bien desde 2008, cuando venían de rozar la final del Oeste y ganar 56 partidos con aquel equipo de los Hornets 2007-08: Chris Paul, David West, Peja Stojakovic, Tyson Chandler...
Solo los Suns, a los que acaban de adelantar en la clasificación del Oeste, y los Pelicans están en el top-6 en ratings de ataque y defensa. Si se abre al top-10 aparecen Celtics (cómo no), Cavaliers y Grizzlies. Los Pelicans también tienen el segundo mejor +/- en anotación (+6,9 de media) y son sextos en rebotes, novenos en asistencias, décimos en porcentaje de tres y segundos en robos. Estadísticamente, nada indica que no puedan seguir siendo uno de los mejores equipos de la NBA, una fuerza emergente en un Oeste que no tendrá jerarquías mientras no se sepa dónde demonios están de verdad los Warriors y qué equipo van a ser de verdad los Clippers (si es que se les quiere seguir esperando). La reafirmación defensiva es la clave de esa legitimidad: 23ª rating de la NBA hace dos temporadas, 18ª la pasada… y dando zancadas hacia la élite ahora.
Los Pelicans tienen una energía contagiosa, muchas personalidades a las que es muy fácil querer y el impulso que cogieron con su billete a los últimos playoffs multiplicado por mil y enviado a la estratosfera por el regreso de la supernova Zion. Había vacantes, carteles de Se Vende en la zona noble del Oeste. De todos lo que podían dar el salto, los Pelicans son los que más rápido han espabilado, los que más parecen desearlo. Y tienen una de las rotaciones más profundas e interesantes de la NBA, con variantes para mil formatos de juego: el quinteto tipo (CJ McCollum-Brandon Ingram-Herb Jones-Zion Williamson-Jonas Valanciunas) puede ser uno de los mejores de la NBA si Green descubre, las lesiones han enseñado por ahora solo una muestra pequeña, como evitar que Valanciunas absorba espacios que necesita Zion en las zonas y que el ala-pívot (cada vez más generador: point forward) e Ingram no solapen su compartido gusto (¿necesidad?) por tener la bola e iniciar jugadas de cara al aro. Desde fuera hacia dentro. Herb Jones, que trata de reencontrase con su tiro, ya es uno de los mejores defensores de la NBA. Alvarado, Dyson Daniels y Trey Murphy forman un lote de jóvenes que defienden y generan (sobre todo los dos primeros), cambian inercias y lanzan (Murphy). Larry Nance se ha establecido como pívot elástico para segundas unidades y quintetos pequeños, devorando minutos con los que también cumple en el cinco, cuando los tiene, un Willy Hernangómez que vive con la sensación en el paladar de que tendría que jugar más (en Nueva Orleans... ¿o en otro sitio?), y con Jaxson Hayes en eterna espera. Y Naji Marshall y Devonte’ Graham son residuales pero también tienen su rol en un equipo que puede ir más allá de los diez jugadores de rotación real en cualquier partido y en el que Zion vuelve a emerger, después de un paréntesis de un año y de las dudas gigantescas sobre su físico y su actitud, como un jugador trascendental, diferencial por diferente, atómico. Acaba, tardío por culpa de las lesiones, de cumplir 100 partidos en la NBA. Lo ha hecho con medias de 25,2 puntos y por encima del 60% en tiros de campo. El primero que lo consigue desde que existe (prehistoria) el reloj de tiro. Desde Michael Jordan nadie había metido más de 2.500 puntos en esas primeras cien noches como profesional.
Los Pelicans no son solo uno de los titulares de moda o un fogonazo de energía joven. Son, legítimamente, uno de los mejores equipos de la NBA y un serio aspirante a ser uno de los dos o tres mejores del Oeste cuando lleguen los playoffs. E, insisto, están reenganchando a una ciudad que había olvidado la poca pasión que alguna vez puso en ellos, siempre tan pendiente de los Saints y los Tigers. El baloncesto profesional ha estado cruzando Nueva Orleans, la maravillosa Big Easy, siempre en tránsito. Con los imperfectos Buccaneers de la ABA (1967-70), con los Jazz de Pistol Pete Maravich, leyenda de LSU, que se fueron después a Salt Lake City y se llevaron un nombre que es casi surrealista en el estado mormón. Pudieron recibir a los Timberwolves, que casi se van de Minneapolis en los 90, tentaron a los Grizzlies que querían salir de Vancouver y acabaron adoptando a los Hornets, que dejaron una herida enorme en Carolina del Norte y se convirtieron en emblema del dolor del Katrina cuando tuvieron que jugar dos años en Oklahoma City, desbrozando el improbable camino por el que, desde el Noroeste, llegarían después los Thunder.
De Chris Paul a Anthony Davis y finalmente a Zion Williamson. De los Hornets a los Pelicans y a una franquicia con un 46% histórico de victorias y dos billetes para segunda ronda de playoffs como único orgullo. Que se movió de la Conferencia Este a la Oeste casi como peso muerto para que la Liga hiciera equilibrios; que devolvió el nombre y la historia a Charlotte y abrió su propia vía, un camino que ahora, por fin, puede estar escribiendo el primer gran tomo de su narrativa particular. Es imposible no desear, al menos un poco, que sea así. Porque es imposible no estar, mucho más que un poco, del lado de Nueva Orleans, ese rincón casi ilógico pero maravilloso del mundo. La Big Easy.
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