BALONCESTO

“Kukoc era el Jordan del resto del mundo; o el Magic, o el Bird...”

La llegada de Kukoc a la NBA estuvo marcado por sus largas, cuando fichó por la Benetton, los celos de Pippen, los líos salariales de los Bulls...

Garrett W. EllwoodSports Illustrated via Getty Images

A Toni Kukoc a veces se le tiene en menos consideración de la debida cuando se habla de los mejores jugadores europeos de la historia. Su nombre también debería aparecer siempre que citan los de aquellos que parecieron nacer demasiado pronto, adelantados a su tiempo que podrían haber sido mejores (todavía mejores) en el baloncesto que vino después. Una evolución en la que ellos, como todos los grandes en cualquier especialidad, pusieron su (como mínimo) grano de arena. En bastantes caso, mucho más que eso.

Es difícil encontrar en la historia del baloncesto tramos de carrera tan cargados de éxito como el período 1989-1998 de Kukoc. En menos de una década, el croata (Split, 1968) apiló tres anillos de campeón de la NBA, tres Euroligas (con tres MVP de la Final Four), un Mundial (con MVP), dos Eurobasket y una plata olímpica con Yugoslavia y una plata olímpica con Croacia. Y eso sin contar bronces europeos y mundiales y, claro, un reguero de títulos y premios individuales en competiciones nacionales con la Jugoplastica y la Benetton de Treviso.

Un 2,11 con talento y manejo de base y muñeca de alero es un prodigio en cualquier época, y lo fue en la suya. Pero, seguramente, habría sido todavía más importante en la actualidad, a la vista de cómo ha evolucionado el baloncesto y al menos a nivel de una NBA en la que, eso sí, fue Mejor Sexto Hombre (1996) y un jugador fundamental en uno de los mejores equipos de la historia, los Bulls del segundo threepeat (1996-98). No es poco, claro. Especialmente si se tiene en cuenta que sobrevivió como un astronauta entre épocas: siguió a los pioneros europeos que en muchos casos no tuvieron ningún éxito, pero llegó antes del desembarco masivo. La globalización de la NBA que siguió a Barcelona 92, los puentes que se tendieron y que lo transformaron todo, un nuevo baloncesto, sucedió mientras Kukoc hacía su camino: Split-Treviso-Chicago.

Parada en Treviso antes de ir a Chicago

Lo curioso es que hubo un momento en el que pareció que Kukoc (elegido por los Bulls en el draft de 1990, pick 29) podría haber acabado no jugando nunca en la NBA. Eran tiempos en los que se sabía mucho menos de los contratos y estos, además, estaban muchísimo menos regulados. El mundo era más grande, las relaciones internacionales más complicadas y atraer jugadores, especialmente de Europa del Este, seguía siendo una danza compleja para las franquicias NBA. Realmente era otro mundo. En 1991, después de asombrar a Europa con tres Euroligas seguidas (dos a costa del Barcelona) en aquella Jugoplastika que ahora es leyenda (Kukoc, Dino Radja, Velimir Perasovic, Zoran Savic, Zan Tabak, Susko Ivanovic…), eligió irse a Treviso y hacer esperar a los Bulls. En Chicago tenían el dinero preparado y llevaban tiempo (el propietario Jerry Reinsdorf, el vicepresidente Jerry Krause…) cruzando el Atlántico para mantener un contacto estrecho con una muy estratégica elección de draft a la que mimaban con regalos constantes y cintas de partidos del primer threepeat de los Bulls. Tenía que ver lo que se estaba perdiendo.

Kukoc decidió irse a Italia. En parte porque no quería alejarse de su familia en aquellos tiempos, tan trágicos para los Balcanes. Algunos lo vieron como una excusa pero sus padres, de hecho, acabaron escapando y cruzando la frontera italiana para refugiarse en su casa, una pequeña mansión con la que le había agasajado Gilberto Benetton, el magnate de la moda que se obsesionó con llevar a la cima al inolvidable equipo de baloncesto al que dio nombre. El que, contra todo pronóstico, fue asfixiado por el Limoges de Maljkovic en al final de la Euroliga 1993, aquel ejercicio tremendo de disciplina, resiliencia… y mucha defensa (59-55).

Una casa de lujo, los mejores modelos que fabricaba entonces Lancia y un contrato muy particular, casi de ayudante personal que luego él cedía a su equipo de baloncesto. En Estados Unidos creían que Kukoc había firmado por más de dos millones de dólares al año. En Europa, donde la información también era opaca, se hablaba de un acuerdo que era un récord absoluto, casi obsceno para su época: unos 25 millones por cuatro años. También por eso, claro, retrasó Kukoc el salto a la NBA. Y porque necesitaba verlo claro (“mi sueño es jugar en la NBA, no tener el culo pegado a un banquillo de la NBA”), dejar hecho todo lo que quería hacer en el baloncesto europeo… y asegurarse de que iría al sitio adecuado.

Chicago tenía (tiene) una enorme comunidad balcánica (y croata, concretamente), pero en el equipo las cosas no estaban del todo claras. Phil Jackson y el pívot Bill Cartwright sí le habían llamado varias veces, pero no tenía todavía la bendición ni de Scottie Pippen, peleado por los Bulls por sus negociaciones contractuales, ni de un Michael Jordan que hizo que su agente, el todopoderoso David Falk, hiciera correr que podría retirarse si fichaban a ese chico europeo al que se negó a llamar cuando se lo pidieron los Bulls: “Yo no hablo yugoslavo”.

Además, Kukoc estaba seguramente al tanto de los problemas que habían tenido en Estados Unidos jugadores que eran referentes para él: Zarko Paspalj, Drazen Petrovic… El asunto quedó en manos de Lucky, Luciano Capicchioni, el súper agente que movió casi todos los hilos en los primeros trasvases de Europa a la NBA. Un peso pesado en la prehistoria. Natural de San Marino y formado en Michigan State, Capicchioni se encargó de que Kukoc no diera puntada sin hilo. Cuando se comprometió con los Bulls, lo hizo con un contrato de 17,6 millones por siete años (ampliables a ocho)… pero una extraña cláusula de salida después del primero. Así que Kukoc solo tenía que brillar como rookie (lo hizo: casi 11 puntos, 4 rebotes y 3,4 asistencias por partido) y podría exigir un nuevo contrato a los Bulls, que en 1994 le firmaron por seis años y 26 millones. En la temporada 1994-95, la franquicia invirtió poco más de 22 millones en salarios. Michael Jordan, en el curso en el que dejó atrás su primera retirada y volvió a las pistas, se llevó 3,8 millones. Kukoc ya era el segundo mejor pagado (3,2), algo que obviamente no gustó nada a Pippen (2,2).

Los (malos) negocios de Scottie Pippen

El problema de Pippen, claro, no era Kukoc. Eran la época, una en la que apenas había regulaciones en cantidades y duración de los contratos, y la perspectiva personal, criado en Arkansas con once hermanos en una familia de pocos recursos. Entre una cosa y otra, sin más perspectiva, buscó una extensión muy larga cuando le habría convenido esperar a que el juego fuera cambiando, entre otras cosas por el crecimiento de los salarios que trajo el boom propiciado por, precisamente, los Bulls en los que él era escudero de Michael Jordan. En 1990 el salary cap estaba en 11,9 millones. En 1999, rozaba los 27. Lo que había pasado entre ambas fechas era el ciclón Air Jordan.

Pippen fue número 5 del draft de 1987 y firmó un contrato de seis años porque no existía todavía la escala rookie para elecciones de primera ronda. Sin terminar su cuarta temporada, acordó una extensión de cinco años y 18 millones aunque sus agentes intentaron que no lo hiciera. Todos en el mundillo anticipaban que el cap se iba a disparar y su contrato, así fue, acabaría siendo uno de los peores durante casi toda la década de los 90. Los Bulls, por su parte, lo aprovecharon para tener más recursos económicos con los que potenciar la rotación del equipo del segundo threepeat.

La franquicia, además, aprovechó la provisión de dinero que no habían invertido en Kukoc en 1991, cuando el alero decidió seguir en Europa, para reforzar el nuevo contrato de Pippen en su primer año. Por eso, y para comodidad salarial de los jefes, este fue especialmente bajo en los últimos. En el curso de The Last Dance, el anillo (sexto y último de la dinastía) de 1998, Pippen apenas era el sexto salario más alto de los Bulls, el 122 de toda la NBA. Una deformidad en un tiempo en el que el panorama era la ley de la selva, con poca regulación más allá de la simple cifra del cap. David Robinson, el titán de los Spurs, tenía, por ejemplo, un contrato que le aseguraba cada temporada una cifra igual a la media de los dos salarios más altos de la liga.

Pippen no se llevó un contrato a la altura de su trascendencia en la liga hasta que se fue de los Bulls y se llevó 67 millones por cinco años de los Rockets. Curiosamente, su salario más alto en Chicago llegó cuando regresó para cerrar su carrera NBA (2003), en un equipo sin grandes aspiraciones y con un contrato de 10 millones dos años. Un buen detalle que no arregló del todo el desaguisado anterior: en 1998, Jordan tenía un sueldo de 33,1 millones y Pippen, uno de 2,8. En ese extraño clima, con tantas aristas, en el que fueron cayendo los anillos de los Bulls se abrió paso Kukoc, sobre todo porque, en cuanto a talento, era sencillamente incuestionable.

Basta con echar un vistazo a la hemeroteca. Cuando el fichaje estaba a punto, un Krause que se había jurado que Kukoc no jugaría en otro equipo NBA que no fueran sus Bulls, lo celebraba (“ha llevado su tiempo…”) y Phil Jackson imaginaba un ataque más rápido, más creativo y más uptempo con ese siete pies que podía hacer de base y al que el gran público estadounidense no conocía, desde luego no antes de los Juegos de Barcelona y más allá de sus duelos contra la NBA en los inolvidables Open McDonald’s. Sports Illustrated, que buceaba en las razones por las que aquel chaval espigado era una sensación en Europa y podría serlo también en la NBA, se maravillaba de un talento que parecía “el Michael Jordan del resto del mundo. O el Larry Bird, o el Magic Johnson…”. Una estrella atípica pero magnética de la que, mientras explicaba cómo se pronunciaba su apellido en tiempos en los que este era algo exótico en Estados Unidos (”Koo-kotch”), aseguraba que el interés de los Bulls chocaba con el de la familia Benetton porque esta, creían, tenía en nómina a Kukoc para llevar su ropa a unos países del Este donde su colorista publicidad no tenía tanto efecto como en la Europa occidental. La mejor forma de llegar a cualquier rincón de los Balcanes era aquel chico que solo se podía explicar usando fórmulas imaginativas: “Juega como el partido fuera una fiesta y la bola, una bandeja de canapés”.

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