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Adiós a Luis Suárez, el arquitecto

Su prestigio como jugador ha renacido recientemente, cuando el Balón de Oro ha cogido un auge extremo entre nosotros a partir del duelo Messi-Cristiano y se ha recordado que al cabo de tantos años él sigue siendo el único hombre español que lo posee.

Luis Suárez Miramontes (A Coruña, 2 de mayo de 1935), nacido en el seno de una familia que regentaba una carnicería del barrio de Monte Alto, gozó del ejemplo de sus hermanos José, que le sacaba 11 años, y Agustín, dos años más joven que éste. Futbolistas ambos, empezaron su carrera en el Depor. José dio vueltas por España, pasando por el Murcia, el Alcoyano y el Celta, aunque sin dejar verdadera huella salvo en Alcoy. Agustín rodó menos, hasta la Orensana y la Cultural Leonesa lo más lejos. No pasaron de jornaleros de la gloria, pero fueron dos buenos modelos para Luisito, que enseguida encandiló a todos en los partidillos de la calle. Figura en Monte Alto, eso le llevó al Perseverancia, equipo de nombre significativo, porque esa fue una de las virtudes que siempre cultivó. De ahí fue captado por el buen ojo clínico de Alejandro Scopelli para el Dépor, con 14 años. Tras pasar por el infantil y el juvenil, llegó al primer equipo en la 53-54.

Entró con 18 años en una plantilla en la que le tocó alternar con gente de mucho nombre en la época, algunos de los cuales siguen sonando hoy: el meta Otero, el legendario Zubieta, que jugara en la selección de Euskadi durante la Guerra Civil, Arsenio O Bruxo de Arteixo, Pahiño, Oswaldo… Aquel grupo lo entrenaba Iturraspe, vieja gloria del Valencia, que le hizo debutar en Barcelona, en el viejo Les Corts, el 6 de diciembre de 1953, en la jornada 12. Era un interior de buena estatura pero liviano de peso, con una figura estrecha y el físico aún por rematar. Parecía una birria para lo que se llevaba en aquel tiempo, fútbol de choque y carga, pero eludía a los rivales con facilidad, a veces con amago y regate en largo, otras con pisadas desconcertantes, y sobre todo tenía un pase largo muy preciso. El Dépor perdió aquel día 6-1, pero Luis Suárez había puesto la primera piedra en su carrera.

Se quedó de titular. Tenía personalidad y fondo para recorrer el campo, siempre cerca del balón y siempre mejorando la jugada cuando pasaba por él. Desde el principio llamó mucho la atención un gesto muy personal, casi extravagante, un vicio-virtud adquirido en los embarrados campos de la provincia: le gustaba levantar un poco el balón y, flexionando la pierna izquierda, pegarle por debajo como de medio lado con el pie derecho, al modo que no hace tanto lo hacían muchos porteros argentinos en los saques. Lanzaba así el balón con gran precisión a largas distancias.

Al Madrid le hablaron de él y envió a Ipiña, su secretario técnico, a A Coruña con instrucción de verle y, si le gustaba, iniciar tratos. “Pero ese día jugué fatal. Entre los nervios y que me marcó muy bien un medio estupendo que tenía el Valladolid, Lasala, no di una”. Ipiña se volvió defraudado.

A todo esto, el presidente del Dépor, un señor llamado Antonio Martínez Rumbo que de otras cosas sabría pero de fútbol no, le cogió una manía tremenda. No soportaba verle. Presionaba a Iturraspe para que no lo pusiera, pero el hombre aguantaba. En Santander llegó a bajar al vestuario en el descanso dando voces y acusándole de inútil. Otero, un portero grandullón, salió en su defensa y se encaró con el presidente, al que hizo callar.

Pero Dios escribe derecho con renglones torcidos, dicen. Al Dépor llegó una oferta del Barça por Dagoberto Moll, un extremo izquierda uruguayo que llevaba cuatro temporadas en el club con muy buen rendimiento. Martínez Rumbo accedió a condición de que se llevaran también a Luis Suárez, al que no quería ver ni en pintura. Al precio ofrecido por Moll, 250.000 pesetas, el Barça añadió otras 50.000 por quedar bien y fichó a Luis Suárez como acoplado, con idea de colocarlo en el filial, el España Industrial. No tenían conciencia de su valía, no lo habían seguido.

Por la época, la Copa se jugaba al término de la Liga, no se superponían. Suárez y Moll llegaron al Barça una vez completada la Liga y a punto para jugar la Copa, en la que el primer rival del equipo blaugrana fue precisamente... ¡el Dépor! Y resulta que a Fernando Daucik sí le convenció el muchacho y además tenía un hueco en el interior, así que le hizo debutar en el partido de ida de la primera eliminatoria compartiendo delantera con Basora, Areta, Kubala y César. Ganó el Barça 4-0 y Suárez fue titular el resto de la Copa, lo que incluyó el partido de vuelta en Riazor, los cuartos completos contra el Athletic, las semifinales contra el Madrid y la final, en la que el Valencia se impuso 3-0 a los azulgrana. En cambio, Moll no jugó un solo partido. Daucik tenía bien cubiertos los extremos con Basora, Tejada y Manchón.

Como el Barça no ganó la Liga ni la Copa, el Barça cambió de entrenador y trajo a Sandro Puppo, un italiano con gafas de intelectual y aire refinado, que gustaba de tocar el violín y el piano. Exjugador de Piacenza, venía de clasificar a Turquía, a costa precisamente de España, para el Mundial de Suiza. Suárez empieza como titular, pero los resultados no son brillantes, Puppo empieza a mover el equipo y el joven gallego pierde el puesto en favor del veterano Moreno, el de la delantera que cantó Serrat. Suárez se queda en seis partidos de Liga y uno de Copa, a los que unirá ocho en Segunda en el filial, España Industrial. Vio portería: marcó cuatro goles en siete partidos en el Barça, siete en ocho en el España Industrial.

No estaba mal para un chico de 19 años, si se piensa, en todo un Barça cargado de figuras internacionales. Pero todo pudo irse al traste el año siguiente, cuando llegó como entrenador (con Puppo no hubo paciencia) Platko, el legendario meta húngaro de la preguerra que inspiró el célebre poema de Alberti. A Platko le gustaban las maneras de Suárez, pero le veía un poco birria y le recetó boxeo. Hacía los ejercicios físicos con todos, pero después tenía que meterse en un cuartito donde habían instalado un punching ball, colocarse los guantes reglamentarios y aporrearlo por media hora. “Aguanté una semana. Luego pensé que estaba haciendo el tonto, me harté, fui a Platko, le di la llave del cuarto y los guantes y le dije que a mí me habían contratado para jugar al fútbol, no para boxear”.

A Platko, claro, no le sentó bien. Pero a pesar de ello tiró de él lo suficiente como para decir que aquella fue la temporada de su consolidación. Ya quedó instalado en el Barça como titular joven y prometedor, con pocas ausencias que no se debieran a lesiones. Incluso alcanzó pronto la selección nacional, debutando el mismo día que Alfredo Di Stéfano, el 30 de enero de 1957, cuando aún no había cumplido 22 años. Era raro que jugadores debutaran a edad tan temprana. El rival fue Holanda, en un partido que se montó en homenaje al pueblo húngaro, y cuyos fondos fueron destinados a remediar a los exiliados de aquel país tras el aplastamiento de la revuelta nacionalista por los tanques de Kruschev. Como consecuencia de aquel desastre llegarían a España muchos buenos jugadores húngaros, entre los que los más significativos, pero ni muchos menos los únicos, fueron Puskas, Kocsis y Czibor.

En la 58-59 llegó Helenio Herrera para entrenar al Barça con la misión de desplazar al Madrid de la primacía. Encontró a Kubala viejo y comodón, y decidido resolvió que sólo debía jugar en casa, y que en los desplazamientos su lugar lo ocupara el paraguayo Eulogio Martínez, un nueve irruente y goleador que nunca volvía la cara. Helenio Herrera dispuso de ocho delanteros de gran categoría internacional: Tejada, Evaristo, Kubala, Kocsis, Eulogio Martínez, Villaverde, Luis Suárez y Czibor, a los que tenía que alternar. Pronto se vio que el imprescindible, su favorito, era Luis Suárez, que lo jugaba casi todo.

El socio de años, que había idolatrado a Kubala desde su llegada a principios del decenio, no soportaba el desprecio que le mostraba Helenio Herrera, y la tomó con Luis Suárez, al que adjudicó el papel de niño protegido. No era por Suárez por el que no jugaba Kubala, sino por Eulogio Martínez, pero la fobia se volvió contra el gallego, que jugó incómodo todos los partidos en casa (ya el Camp Nou), en aquellas dos temporadas. Si acertaba, silencio; si fallaba, gran pita. Algunos le defendían, había peleas en las gradas entre kubalistas y suaristas, y discusiones incesantes sobre el tema en la fuente de Canaletas, donde todo el que quisiera hablar de fútbol podía ir y encontrar con quién. Pero los kubalistas siempre eran más.

Jugó de fábula esos dos años. En ambos el Barça ganó la Liga. En el primero de ellos, también la Copa, tras eliminar al Madrid con un 2-4 en el Bernabéu en el que Suárez hizo dos. Pero en la Copa de Europa 59-60 se enfrentaron en semifinales, pasó el Madrid y Helenio Herrera voló. Se fue al Inter de Milán, pero con Luis Suárez en sus planes.

En las navidades de 1960 Luis Suárez ganó el Balón de Oro con 54 puntos, por 37 de Puskas, 33 de Uwe Seeler, 32 de Di Stéfano y 28 de Yashin. Sin Helenio Herrera, el Barça se descolgó pronto en la Liga (no la volvería a ganar hasta la 73-74, con Cruyff) pero llegó a la final de la Copa de Europa, en Berna, que perdió con una mala suerte increíble 3-2 ante el Benfica, tras varios tiros en los postes.

Luis Suárez jugó ese partido estando ya traspasado al Inter de Milán por la entonces escandalosa cantidad de 25 millones de pesetas. El Barça necesitaba dinero y el jugador seguía sufriendo el repudio de la afición, así que a nadie espantó su salida, pese a que el que se iba era el mejor jugador de Europa con 26 años, en plenitud. En realidad, la herida nunca se cerró. En agosto de 1965 el Inter, para entonces doble campeón de Europa, fue invitado al partido inaugural de la temporada, en el que el Barça presentaría a sus nuevos fichajes, Gallego, Muller y Serafín. En realidad, fue un experimento para crear el Gamper, que nacería el año siguiente. El público volvió a pitar incesantemente a Luis Suárez cada vez que cogía el balón, y a él le fastidió tanto que en el minuto 38 abandonó bruscamente el terreno haciendo un espectacular corte de mangas a la grada. Fue un escándalo descomunal.

En el Inter, El Arquitecto, como le bautizó Di Stéfano, triunfó plenamente. Helenio Herrera le utilizó más atrás que en el Barça, le alejó del gol (dejó allí un promedio de 0,45, excepcional para un centrocampista) y le colocó en el inicio de la jugada, como lanzador. Ya no era aquel Suárez del Barça de largo recorrido y capaz de aparecer en el área para marcar, sino un jugador que pensaba el partido y movía al equipo con talento estratega. Todo pasaba por él en un equipo lleno de jugadores extraordinarios que tuvo dos temporadas mágicas, en las que ganó la Copa de Europa y la Intercontinental. No volvió a ganar el Balón de Oro, sin duda porque en aquel tiempo France Football tendía a huir de las repeticiones, pero tuvo dos de plata y uno de bronce. Resultó casi extravagante que no ganara el de 1964, cuando manejó tanto al Inter campeón de la Copa de Europa como a la selección española, que ganó la Eurocopa. Se lo dieron al escocés Denis Law, del Manchester United, con menos méritos.

Aquí lo perdimos un poco de vista, porque en la época no estaban armonizados los calendarios, de manera que partidos de la selección podían coincidir con actividad en el campeonato italiano. Sólo se le reclutaba para fases finales como aquella Eurocopa de 1964 o el Mundial de 1966, que no salió bien. Como tampoco se televisaban partidos de Italia, sólo se le veía esporádicamente en algún partido de Copa de Europa contra el Real Madrid, y en el papel de enemigo. Las generaciones que empezaron a seguir al fútbol después del sesenta le fueron olvidando. Su prestigio como jugador y el reconocimiento pleno de su valía han renacido recientemente, cuando el Balón de Oro ha cogido un auge extremo entre nosotros a partir del duelo Messi-Cristiano y se ha recordado que al cabo de tantos años él sigue siendo el único hombre español que lo posee.

Jugó en el Inter hasta los 35, luego tres años más en la Sampdoria, donde terminó como líbero, recetando sabiduría desde el fondo del equipo. Su último partido como internacional lo jugó el 12 de abril de 1971, próximo a cumplir los 37. Hacía 16 años largos de su debut. Fue su partido número 32, un número corto para una vigencia de tantos años, que obedece a su exilio como jugador.

Luego empezó su larga carrera como entrenador, que inició en Italia (Inter, Sampdoria, Spal, Como y Cagliari) hasta volver a España, a su Dépor. Su mejor etapa, siempre lo dijo, la pasó en las divisiones inferiores de la Federación. Con el equipo Sub-21 ganó en 1986 la Eurocopa, el primero de los títulos en la categoría que obtuvo España. Por situarnos, aquel era un equipo con Ablanedo, Quique Flores, Sanchis, Andrinúa, Eusebio, Roberto, Eloy, Gabino, Pardeza… Luego pasó a la selección mayor, a la que clasificó brillantemente para el Mundial Italia-90. Pasamos el grupo como campeones, pero en octavos caímos ante Yugoslavia y aquello dejó mal sabor de boca. Siempre lamentó haber dado ese paso. Pensó que lo que de verdad le iba a él era el fútbol formativo, que le resultaba mucho más agradable.

Aún entrenó algo más, pero finalmente se convirtió en secretario técnico o asesor del presidente del Inter, club que le tuvo siempre por el personaje más importante de su historia. Casado e instalado en Milán, nunca perdió su originario acento gallego, ni la afición al marisco, que se hacía llevar por amigos, ni los contactos con los viejos y no tan viejos amigos de España, donde venía con mucha frecuencia.

Envejeció bien. Delgado, conservó pelo en cantidades razonables y mantuvo hasta el final un estilo en el vestir y una elegancia en el caminar que, junto a su cabeza un poco abombillada, le emparentaban con Fred Astaire. En sus últimos tiempos ha ejercido de comentarista en la Cadena SER, sobre todo de los partidos del Barça, donde impresionaba su ojo clínico para definir enseguida por dónde iba a ir el partido, y divertían sus comentarios irónicos. Cada cosa que decía era para apuntarla.

En las últimas Navidades le preguntó alguien en antena qué regalos le había traído Papá Noel. Él contestó: “Ninguno. A mi edad el regalo es estar, y sobre todo estar bien”. Estuvo, sí, y estuvo bien en genio y en figura hasta el final, ya cumplidos los 88. El tiempo se lo ha llevado, como se lleva todo, pero queda el ejemplo de un hombre que todo lo que hizo lo hizo bien, con nobleza y estilo. Descanse en paz.

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