RUGBY

La final del Mundial de rugby se cobra otra víctima en el arbitraje

Tom Foley, encargado del videoarbitraje en el duelo, se toma un tiempo sabático tras recibir amenazas. Wayne Barnes, árbitro principal, denunció acoso.

Ryan Hiscott/Getty Images

El rugby, que gusta tanto de presumir de valores, tiene los mismos problemas que otras disciplinas con alcance masivo: la sobreexposición en un mundo dominado por la tecnología y las redes sociales. Hace tiempo que los árbitros dejaron de tener bula de cara a la opinión pública, y a medida que han arreciado las (indeseables) críticas desde otros estamentos del juego (jugadores, entrenadores, directivos) y también desde los medios de comunicación (deseables siempre que sean constructivas), la tendencia se ha ido trasladando a los aficionados, quienes a menudo las expresan en un entorno, el de las citadas redes, que favorece la amenaza y el acoso desde el anonimato.

Así, lo que hace años era impensable en un deporte que, entre esos valores de los que presume, incide especialmente en la inviolabilidad de los colegiados, a los que solo puede dirigirse (o más bien podía, porque últimamente lo hace cualquiera) el capitán de cada equipo, empieza a ocurrir con asiduidad. Esto es, las denuncias de árbitros que han recibido críticas mucho más allá de lo razonable. La última final mundialista, la que enfrentó a Sudáfrica y Nueva Zelanda el pasado octubre en París, ya se ha cobrado en este sentido dos víctimas: el árbitro principal, Wayne Barnes, y el encargado del TMO o videoarbitraje, Tom Foley.

Barnes anunció tras el partido su retirada. No fue una decisión relacionada con el asunto que aquí se trata. Simplemente llegó su hora. Pero el inglés lamentó en una entrevista en The Guardian los ataques que había tenido que soportar tras su actuación en un encuentro con cierta polémica, por ejemplo en un ensayo anulado al All Black Aaron Smith que después se ha publicado en algunos medios que fue reconocido como error en privado a los oceánicos.

Barnes ya fue protagonista en 2022, por culpa de una filípica que le dedicó Rassie Erasmus (de nuevo vía X, el antiguo Twitter), entonces seleccionador sudafricano, tras una derrota de los Springboks ante Francia. Pero esta vez la cosa “llegó al siguiente nivel de abuso”, aseguró en The Guardian. Hasta surgió un grupo en Facebook llamado ‘Wayne Barnes debe morir’. “Es mucho peor que antes, porque ahora se dirige también a mi familia. En 12 meses, desde aquel episodio con Sudáfrica hasta el Mundial, no he sido su único objetivo. Han investigado a mi esposa y la han amenazado directamente a ella a través de su correo electrónico. Cosas como ‘sabemos dónde vives’, ‘vamos a esperar a tus hijos en la puerta del colegio’ o ‘vamos a quemar la casa contigo y ellos dentro”, cuenta.

En el caso de Foley, que permanece en activo, se ha visto forzado a tomarse un tiempo fuera de los terrenos de juego para aliviar la presión. A él se le imputa la decisión de expulsar al neozelandés Sam Cane por un contacto alto. Le ha costado amenazas de muerte para él y su familia, de las que incluso ha tenido que dar cuenta por seguridad al colegio al que acuden sus hijos. “La presión y el escrutinio que he sufrido desde la final del Mundial, así como el torrente de críticas y abusos a través de internet, me reafirma en que esta es la decisión correcta en este momento de mi vida”, afirmó en un comunicado.

Entre los jugadores también hay algún caso reciente como el de Owen Farrell, el 10 de Inglaterra, blanco habitual de ataques por su tendencia a protagonizar acciones censurables dentro del campo. No estará en el próximo Seis Naciones para priorizar a su familia y su “salud mental”. Así es como una banda de matones cobardes e indocumentados mancha unos valores otrora reverenciados y priva a un deporte que durante mucho tiempo fue ejemplar en estos asuntos de un gran jugador y de un árbitro con 48 tests, cuatro finales de la Champions y más de 200 partidos en la Premiership a sus espaldas.

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