LAS MUJERES SALMÓN | LOLA FERNÁNDEZ OCHOA

“Mi hermana lo pasó mal los últimos años, pero no los últimos dos: los últimos veinte”

AS prepublica de manera exclusiva el capítulo dedicado a Lola Fernández Ochoa de ‘Las mujeres salmón’ (Debate) escrito por la periodista Patricia Cazón que se publica el jueves 8 de febrero y recorre la trayectoria del deporte femenino español. Y las mujeres que abrieron sus puertas.

Diario AS

Lola Fernández Ochoa, (Navacerrada, Madrid, 1966)

«Mis padres eran panaderos en el puerto de Navacerrada y allí nacieron mis hermanos mayores: Paco, Juan Manuel, Jesús y Ricardo». Lola comienza así el relato familiar, en aquel punto que lo marcó todo. «Luego, como mis padres vieron que estos cuatro empezaban a manifestar algunos signos de salvajismo, decidieron regresar a Madrid. Mi padre buscó trabajo como panadero y los escolarizaron, porque ni siquiera lo estaban en ese momento. Paquito tendría ocho años o así», se ríe esta mujer llamada Lola al recordar cuando la nieve aún era sólo un paisaje que acompañaba y no el tercer apellido que se ligaría por siempre a su familia: los Fernández Ochoa. «Los siguientes, José María y Blanca, nacieron ya en el piso de Carabanchel al que se mudaron». Pero la nieve estaba ahí, tirando de los pies de los mayores. «Al cabo de los años, mis hermanos, que ya habían empezado a esquiar, subían en tren o en autobús a Navacerrada porque querían seguir haciéndolo». Paco comenzó a ganar «algunas carreritas», cada vez más y en menos tiempo, lo que provocaría una tercera mudanza de la familia, de regreso al puerto.

«La Federación de Esquí montó allí, en 1965, un edificio que se llamaba Escuela de Esquí y que era una especie de hotel para profesores que, entonces, como en aquella época no se abrían las carreteras, sólo el viernes, para los “domingueros” y nevaba como si no hubiera mañana, muchos se tenían que quedar a dormir en Navacerrada en esta especie de hotel». Su madre cocinaba, su padre fue conserje, guardés y hasta secretario de la escuela. «Allí nacimos los dos últimos hermanos». Luis y ella, Lola. Una Lola que dormía con Blanca la noche del 13 de febrero de 1972 cuando les despertaron unos gritos que les hicieron pensar que el edificio se estaba quemando. «Que había fuego, un incendio», recuerda mientras de manera inconsciente toca el tríptico que hay sobre la mesa de esta cafetería en Pozuelo de Alarcón, Madrid, donde su hermana sonríe desde una foto de niña en la que viste un gorro blanco con unas plumas en la punta que le caen sobre la nariz, en una manera de darle la mano tan fuerte como aquella noche. Blanca tenía nueve años y Lola cinco. «Ese es el primer recuerdo del que tengo conciencia en mi vida, el más remoto», dice, con una sonrisa pequeña e inmensa a la vez. De los gritos tan fuertes, tan viscerales y desde adentro, casi alaridos. «Nos levantaron de la cama. Mi padre chillando, mi madre llorando». Fuego no había, aunque sí un incendio mayor: Paco, Paquito, acababa de ganar el oro en la prueba de slalom en Sapporo, Japón, para convertirse en el primer campeón olímpico español en unos Juegos Olímpicos de Invierno. Los gritos que las hermanas confundieron con «fuego, fuego», decían en realidad «televisor, televisor». O «Paco, Paco». O «el oro, el oro».

«Me acuerdo de que la casa se llenó de gente, y todos estaban llorando, llorando mucho», pero de alegría. «El siguiente recuerdo que tengo es que fuimos al aeropuerto a recogerlo. Bajó del avión con esa corona de laurel y el pueblo empezó a cantarle lo de “Paquito, Paquito es cojonudo, como Paquito no hay ninguno”. Me acuerdo como si fuese ayer», susurra con una dulzura que llena sus cuerdas vocales y teletransporta al pasado.

El experimento del Valle de Arán. El germen.

Un año después «de esa movida», a Lola le pusieron unos esquís en los pies por primera vez. Todos los hermanos pasaban los días subidos a ellos. «Juan Manuel ya también despuntaba en Europa». Un año después «de esa movida», a Blanca la enviarían a un colegio en el Valle de Arán para participar en un programa piloto en el que la federación probó reunir a varios esquiadores de toda España con la intención de crear cantera. «Después de lo de Paco, algún iluminado pensó que lo nuestro podía ser genético y decidió “probar” con los demás». La medalla de Paco tenía algo de única, era un campeón olímpico de invierno en un país cálido, sin grandes picos ni tradición. Así que los pequeños Fernández Ochoa fueron introducidos en esa probeta en la que se convertiría aquel colegio en los Pirineos. Blanca llegaría sola ese primer año. «Fue muy duro para ella, traumático. Lo pasó muy muy muy mal», comienza a explicar Lola y se detiene, porque lo que va a decir duele. «De hecho, últimamente, he leído mucho sobre la bipolaridad y dicen que se puede desarrollar cuando alguien tiene un trauma muy fuerte», un impacto de la magnitud del que ella vivió: ser arrancada de casa para irse sola, cuando aún no sabía ni vestirse, tan niña, a casi seiscientos kilómetros de distancia en aquella época en la que eso era como irse a vivir a otro planeta. «Mis padres tardaban doce horas de Madrid hasta allí en el Land Rover que tenían», recuerda. Las visitas eran pocas, casi nulas. Las compañeras, a menudo, llamaban a Blanca aquel primer año desde una cabina del propio colegio, colocándose un trapo en el auricular y fingiendo ser su madre para que dejara de llorar: «Venga, Blanquita, venga, mi amor, que nos vamos a ver pronto…». ¿Pudo marcarla tanto? «Sí, sí, total. Lo tengo clarísimo, para ella fue un desarraigo total». Aquel trauma.

Un año más tarde, Luis llegaría a ese colegio y dos después entraría Lola. Pero, si la nieve era algo que a su hermano Paco le apasionaba, su hábitat, para ellas no lo era tanto. Se pasaba frío, mucho frío. «Como no teníamos dinero, cuando esquiábamos en Navacerrada, mi madre tejía guantes y calcetines que nos íbamos intercambiando», solía contar siempre Blanca en las entrevistas, con el escalofrío que les provocaban los trajes de guata cuando se calaban, hasta el punto de que, cuando regresaban de la nieve, su madre los abrazaba por las axilas, a modo de estufa, para darles calor. «A nosotras no nos gustaba, pero ella nos mandaba a la nieve todas las tardes. Justo a la hora en que se emitía Pippi Calzaslargas, que Blanca y yo siempre queríamos ver, pero a esa hora mi padre se echaba la siesta y la orden era: “Silencio absoluto, todos a la calle”. ¿Y en la calle qué hacías? Pues esquiar. No había otra». Y, de tanto practicar, no se les daba mal. Cuando Lola llegó al Valle de Arán tenía ocho años, Luis once y Blanca doce. Se hicieron tan piña que en las fotos de entonces cuesta distinguir a Blanca de Lola, con un parecido físico que no se atenuó con los años. Lola, más alta y espigada, pero la cara casi la misma, con unos ojos grandes y expresivos que, durante este café en esta cafetería de Pozuelo, no dejan de espejar emociones. A veces sonrisas, a veces lágrimas.

«De tanto entrenar, al final despuntábamos. Los campeonatos de España los ganábamos todos». En el colegio, de ochenta esquiadores, quince eran mujeres. Blanca con catorce ya estaba en el equipo nacional (al que Lola llegaría con quince). «Y aquella era una edad en la que tenías que tomar una decisión: o continúas o lo dejas. Y nosotros seguimos. Mi familia era muy humilde y ésta fue una manera de tirar para delante». También por tradición, por ese apellido que seguía a sus nombres. «Juanma acababa de ganar la Copa de Europa y nosotras queríamos ser como ellos». Como los hermanos mayores. Y también tener sus maletas. «Mis mejores recuerdos de cría era cuando ellos volvían de competir». «¡Que llegan los chicos!», se escuchaba en la escuela de Navacerrada, entre un descorrer de cremalleras del que brotaban todos los olores del mundo. «Los más pequeños íbamos a ver qué traían. Aquello era la bomba. Venían de Argentina y olía a cuero porque llevaban cinturones, chaquetas. De Francia, a queso. De Italia, a café…». Así que, al cumplir dieciséis, ninguno se bajaría de los esquís, aunque a Lola la realidad la abofeteara nada más pisar Europa. «Me fui de España siendo campeona y en Austria me dieron una soba que casi me doblan».

Hermanos Fernández Ochoa con el periodista Matías Prats.

A Blanca, sin embargo, le fue bastante bien: con dieciocho ganaría la Copa de Europa. Era 1984, el año de los Juegos Olímpicos de Invierno de Sarajevo, al que los tres Fernández Ochoa pequeños viajaron representando a España, entrenados por uno de los mayores, Juan Manuel, y con otro, Paco, encarnando esa figura que hoy se llama coach y que entonces podría definirse como orientador, aunque no tuviese nombre. Simplemente estaba para guiar y aconsejar. «Nos echaba unas buenas broncas si no atendíamos a la prensa o decíamos: “Hoy viene Olga Viza, qué coñazo Olga Viza”, que es maravillosa pero en aquellos días tú tenías una hora para descansar y lo último que te apetecía era atender a la prensa», ríe Lola al recordar esos momentos luminosos en familia que estallaron al año siguiente cuando lo hizo su rodilla. «Me operaron, regresé y se rompió de nuevo… Y así una y otra vez hasta que la sexta vez que pasé por un quirófano me dieron el certificado de no apta». Lola tenía veintidós años cuando, coja, dejó el esquí y Blanca volvió a quedarse sola a los veintiséis, como en el Valle de Arán.

«De hecho, cuando a mí me subieron a Copa del Mundo con dieciséis no fue por mi nivel sino por acompañarla. Ahora, lo pienso, y me encanta, pero en esa época estaba indignada porque eso no me correspondía», asume Lola con la misma seguridad con la que siente los cambios de tiempo en esa pierna sobre la que algunas mañanas al despertarse tiene que echarse agua caliente o poner en marcha con el botón del ibuprofeno. Muchos días cuesta, duele. Aún más le costó y le dolió a Blanca de nuevo la soledad.

«Cuando me lesioné, ella se quedó sola otra vez y todo volvió a hacérsele muy duro. En el esquí estás trescientos días fuera de casa, siempre buscando la nieve. Cuando se acaba en Europa vas a Argentina, luego a Nueva Zelanda y vuelta a empezar», resume Lola desde ese momento en que sus propias maletas regresaban a España llenas de cuero pero ya no les olían a nada. El año de su retirada fue el mismo que el de los Juegos de Calgary 1988 (Canadá). Antes de competirlos, Blanca ya había dado una rueda de prensa para anunciar que serían los últimos para ella. Los afrontaba en su prime, su mejor estado de forma. «Pero se cayó y fue un palo tremendo. Ella quiso dejar el esquí igual. Tuvo una depre un poco potente, pero todos los hermanos la animamos. “No puedes quedarte con este sabor agridulce”. Y, claro, seguir cuatro años más entrenando sola le pasó mucha factura», dice Lola, con una tristeza que se puede tocar como el copo de nieve que al deshacerse deja un charco de agua.

Blanca Fernández Ochoa, con su medalla olímpica.

Cuatro años más tarde, el 20 de febrero de 1992, Blanca le daba la razón a aquellos directivos de la federación que quisieron pensar que lo de los Fernández Ochoa y la nieve era genética: se convertía en la primera mujer española en ganar una medalla olímpica al colgarse el bronce en los Juegos de Invierno de Albertville, Francia, en la prueba de slalom. «Hay una anécdota que le sucedió después, tras ganarla: Samaranch le pidió en una cena que siguiese cuatro años más, tras regalarle un Rolex con los aros olímpicos, a lo que mi hermana replicó: “Mire, señor Samaranch, métase el reloj donde le quepa”. Tal cual fue, hasta grosera». Ella podía colgar al fin los esquís, tranquila, para abrazar esa parte de la vida que llevaba tanto deseando: la vida normal, sin un frío perpetuo, sobre la que, sin embargo, se posó casi enseguida la luz implacable del día a día sin una rutina establecida.

Lola, de manera inconsciente, vuelve a posar su mano sobre el tríptico en el que la Blanca niña con el gorro de plumas sonríe inmensa. «El día después, qué duro es», susurra a la vez. Esa es la lucha de la fundación que creó, en abril de 2023, con el nombre Blanca, por supuesto, para dirigirle el foco y contarlo, y que no haya más Blancas. Su puesta de largo fue la proyección de un documental, El viaje. La medalla de la salud mental, que aglutina los testimonios de varios exdeportistas contándolo. «Cuando Blanca se retiró, entró en esa depresión de la que se habla en el documental. La del día siguiente, cuando desaparece esa adrenalina con la que has convivido a diario: la competición, la velocidad, la vida programada, el saber qué tienes que hacer… A Blanca le tuve que enseñar yo a coger el metro, la acompañé al banco para enseñarle cómo se rellenaban los cheques». Porque Blanca se retiraba con casi treinta años, pero seguía siendo esa niña desvalida que había llegado a la escuela de los Pirineos sin casi ni saberse vestir, pero con treinta años y siendo Blanca Fernández Ochoa. «No tenía ningún amigo. Las compañeras de equipo no lo eran, en los deportes individuales es difícil porque, en el fondo, siempre eres rival», sentencia. Y en su deporte tampoco se ganaba tanto como para no volver a trabajar. «Por la medalla recibió 175.000 pesetas [poco más de 1.000 euros], con las que nos invitó a cenar y, con todos los que somos, casi se le fue todo el dinero…». 175.000 pesetas y una ristra de periódicos que le decían que lo que mejor que sabía hacer era un slalom en la nieve a gran velocidad. O casi lo único. «Con esta fundación quiero hacer muchas cosas en relación con la salud mental del deportista. Que los cuidemos, que los mimemos no sólo cuando están en activo, sino también cuando se retiran», dice Lola, golpeando la mesa, que suena a hueso. «Y eso que a mi hermana la trataron muy bien —continúa—, enseguida le dieron un puestazo en el Consejo Superior de Deportes. Pero ella no estaba preparada… Se retiró con treinta años del deporte y, de repente, tuvo que empezar a pelearse con políticos…». Recuerda verla llegar a casa llorando casi cada día. A los tres meses lo dejó con un «esto es una merienda de negros y yo soy noble».

La depresión. Los trofeos en la basura.

Un año después de retirarse le diagnosticaron una depresión. «Y en casa dijimos: “Claro, como a todos”». Todos los hermanos habían pasado por lo mismo. «Luis se quedó calvo por el y ahora qué». Pero lo de Blanca era distinto. «Nos dimos cuenta de que no era sólo una depresión. Tenía una falta de litio, lo suyo era una bipolaridad», resume Lola, con una entereza que deshace por dentro. «Pero ¿qué pasó?», lanza esa pregunta a la que ella misma responde: «Que le daba mucha vergüenza que la tacharan de loca. Cuando estaba bien era alegre, divertida, dicharachera. Cuando estaba mal no podía ni levantarse de la cama». Le pesaba la vida. Y también la propia medicación. «La que le daban era muy bestia. Esos trastornos son muy complicados. Se quedaba como aletargada. Si se contaban chistes en las reuniones de familia, ella se reía cinco minutos más tarde, siempre al ralentí». Cuando se encontraba bien, dejaba las pastillas y la pescadilla se mordía la cola. De la euforia de vuelta al abismo, con cambios en el carácter cada vez más pronunciados. «Los últimos años lo pasó muy mal, pero no los últimos dos, los últimos veinte. No quería estar aquí, sufría todos los días. Si aguantaba era por sus hijos, a mí me lo contaba». Algunos días de esos muy malos, Lola le lavaba la cabeza, como cuando en el colegio sus compañeras se ponían un trapo en la boca y llamaban por teléfono. «Venga, Blanquita…». Pero había mañanas que ni con ésas. «A mí me ha costado mucho lo de Blanca. Pasé de un sentimiento fraternal, de hermana, a maternal, y tengo la sensación de que se me ha ido una hija. En los últimos dos años le tenía que cocinar, vestirla, a veces asearla… Una putad…». Su enumeración se va deteniendo. La emoción no deja que salgan más cosas, aunque los recuerdos se agolpen en su cabeza como esquirlas y el tráfico en esa glorieta de Pozuelo grite, grite por todos esos momentos en los que Lola era con Blanca como una madre y no como lo que siempre había sido, su hermana menor.

«A mí me ha costado mucho lo de Blanca. Pasé de un sentimiento fraternal, de hermana, a maternal, y tengo la sensación de que se me ha ido una hija. En los últimos dos años le tenía que cocinar, vestirla, a veces asearla… Una putad…».

Lola Fernández Ochoa

«Imagínate cómo estaría ya los últimos dos años que se vino a vivir a mi casa». Entonces Lola viviría escindida, entre la vida de su hermana y la propia, con una hija con necesidades especiales. «Muchas veces le decía: “Blanca, no me puedo dividir”». El día que al fin se trasladó, cuando Lola fue a ayudarla con la mudanza, se la encontró en la calle tirando todos sus trofeos a la basura. «¡Blanca, Blanca, Blanca, para, para!», gritaría Lola como si fuera aquel «¡fuego, fuego!» y la alejó de los contenedores mientras de ellos rescataba lo que podía. «Inmediatamente fui a su trastero, donde ella tenía sus copas y cosas guardadas en cajas y cogí lo demás. Y cómo será la mente, fíjate, que lo guardé todo bien escondidito en un cuartito que tengo en el garaje, detrás de todas las cajas de Navidad, la del árbol, las bolas y demás, para que ella no lo viera, y me olvidé». Se olvidó hasta el punto de que, cuando dos años después Blanca dejó de estar y uno de los hermanos preguntó por sus trofeos, Lola sólo recordaba el momento del contenedor. «Los tiró todos, yo la pillé», explicaría a los demás. «Había cuatro copas torcidas que son las que rescaté». Y de los demás, nada. De la medalla tampoco. «No encontrábamos nada. Fue muy triste». Aquel 2019, Lola no pondría el árbol en diciembre. «Blanca había fallecido en agosto y dije: “Que le den al árbol”». Pero en las siguientes Navidades sí se encaminó a ese cuartito en el garaje musitando un «borrón y cuenta nueva», y, al retirar todas las cajas de adornos, se encontró con el regalo. «Llamé a mis hermanos, a Juan Manuel, a Jesús, a Ricardo, a José María y a Luis, a todos llorando. “Venid, venid”. “¿Qué pasa?”. “He encontrado todas las copas de Blanca». Estaban en aquellas cajas de cartón. «En la que guardaba las antorchas de Albertville y Barcelona 1992 había escrito: “Antorchas y trofeos de los cojones”. Al verlo lloré mogollón. Porque esa era la esencia de Blanca: el me la pelan los trofeos».

«En la que guardaba las antorchas de Albertville y Barcelona 1992 había escrito: “Antorchas y trofeos de los cojones”. Al verlo lloré mogollón. Porque esa era la esencia de Blanca: el me la pelan los trofeos».

Lola Fernández Ochoa

Encontrarlos le dio oxígeno, como ahora lo hace la Fundación Blanca. «Aunque si me ve desde arriba me manda un rayo. Estaría indignada con lo que hemos montado». Cuando Lola cumplió cincuenta, su hermana le hizo una fiesta sorpresa que la menor prometió igualar cuando la mayor hiciese sesenta, pero nunca llegaría a los cincuenta y siete. Si bien Lola, de alguna manera, ha cumplido su promesa: la foto de esa niña con plumas sobre la nariz es, quizá, como un dedo que apunta al cielo. El día en que la fundación se presentó de manera oficial con la proyección de El viaje. La medalla de la salud mental era el mismo en que Blanca hubiese cumplido sesenta. Touché. «La foto es de un campeonato del mundo en 1984. Cuando ella nació, mi madre quería que se llamara Lola, pero mis hermanos se negaron. Le pusieron Blanca por Blancanieves y los siete enanitos y el Lola me tocó a mí», explica con el ruido del tráfico otra vez por debajo de sus palabras.

Lola Fernández Ochoa en la II edición del FIS Santander en diciembre de 2023. NACHO CUBERODiarioAS

De los ocho hermanos que eran ya faltan dos: Paco, que se fue en 2006 por un cáncer, y Blanca, que se marchó trece años después. «Es un palo. Mi hermano, que era más que un padre, y luego mi hermana, que fue una hostia que te mueres. Pero pasas el duelo y tiras. Aunque yo después de lo de Blanca sólo quería ser como una tortuga, esconder la cabeza y que todo me pasase por encima». Sería la propia Lola la que diera la voz de alarma cuando su hermana desapareció el 24 de agosto de 2019. «Y fue por ésta», revela de pronto, señalando a una perra gris y pequeña que salta entre los pies de unos amigos unas mesas más allá. «Trufa, Trufa», la llama, aunque no obedece, repantigada al sol. «Blanca la operó el día anterior. Después, no aparecía. Mi última llamada con ella fue precisamente preguntando por Trufa. Y me dijo: “Me llamas sólo para eso, qué mona eres”. Total, que al cabo de cuatro días digo: “Blanca lo ha hecho». Unos meses antes se había autoingresado y había vuelto a decirle aquello de que no quería estar aquí, que sus hijos ya no la necesitaban. «Yo le rogué. Llegó el verano y estaba bien». Pero operó a Trufa y desapareció, dejando la casa en la que vivían llena de señales que apuntaban a Asturias por si algún día faltaba.

La peñota. Cercedilla. El balcón.

«Pero yo sabía que no, que Asturias no», esgrime Lola con la misma sabiduría con la que su pierna mala la avisa en los cambios de tiempo. «Yo sabía que donde debían buscarla no era tan lejos sino en Cercedilla». Allí donde se habían ido de excursión las dos hermanas unos días antes, y se habían comido un bocadillo. «No perdáis el tiempo, Blanca está en Cercedilla, buscadla allí», gritaba a quien quisiera escuchar en medio del ruido, en medio del sainete en el que se convirtió su búsqueda por parte de algunos medios, emitiendo todo el día directos como si aquello fuera un partido de fútbol. «Se dijeron muchas mentiras. Que si fue a despedirse a la estatua de Paco… Mentira. Que si un vestido blanco o no sé qué… Mentira…», esa enumeración también cuesta, pero de una manera distinta que antes, dejando tras de sí sólo un charco de hiel. «¿Tú sabes lo que más pena me da? Que ella no viese lo que la gente la quería». Esa gente, tanta gente, que se organizó en batidas para buscarla al grito de «¡Blanca, Blanca!». Cuando unos días después se encontró su coche aparcado en Cercedilla, la búsqueda se centró donde Lola siempre dijo que estaría: el Siete Picos. «Las batidas fueron brutales, con todos sus amigos, voluntarios…». Hoy en el pico de La Peñota, donde la encontraron el 4 de septiembre de 2019, hay una plaquita que dice: “La terraza de Blanca”.

«Es que es muy duro retirarte y descubrir que no tienes ni un amigo, sólo conocidos que se hacen la foto contigo porque eres Blanca Fernández Ochoa»

Lola Fernández Ochoa

«Yo subo mucho, casi todas las semanas». Lola se toma el ibuprofeno, coge la mochila con el bocadillo y al llegar allí no llora. «Nunca. Digo siempre: “Ole, elegiste un sitio bonito”. Se ve toda la montaña, el pueblo, es precioso». Y entiende, o al menos lo intenta, que su hermana ha dejado de sufrir. «Es que es muy duro retirarte y descubrir que no tienes ni un amigo, sólo conocidos que se hacen la foto contigo porque eres Blanca Fernández Ochoa», exclama, antes de volver a llamar a Trufa, que ahora sí hace caso, y posar por última vez la mano sobre ese tríptico de la fundación con el nombre de su hermana que pretende ser un legado vivo, como su medalla. «La vida del deportista es muy bonita y todos volverían, volveríamos, a vivirla igual, pero con un poquito de ayuda y cambios».

Lola Fernández Ochoa junto a sus hermanos, Paco y Blanca.

Hay otro legado, más íntimo y personal, sólo para los Fernández Ochoa, que la saluda cada mañana cuando se levanta, desde una de las paredes de la cocina. «Mis hermanos cuando vienen a casa siempre me dicen: “¿Cuánto pides por ello?”». Pero eso no está en venta. Ese trozo de cartón recortado de una caja encontrada en un trastero y enmarcado que vale más que una medalla.

«Antorchas y trofeos de los cojones», pone, mezclando mayúsculas y minúsculas, en esa letra picuda y casi de médico que Blanca tenía.

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