El jet-lag me tiene frito

Salimos de Tokio a las 12 de la mañana, sin haber pegado ojo en toda la noche y con el cuerpo sin saber a qué demonios atenerse. El vuelo interminable del Airbus de Iberia, que se prolongó durante 14 horas, apenas nos dejó dormir un ratito. La tensión, las ganas de volver a casa, la sensación del deber cumplido, la Intercontinental a buen recaudo... Llegamos a Barajas, irrumpí en el periódico y curré cuatro horas como si nada. Tan fresco. A medianoche aterricé en el dulce hogar, vi a mis dos tesoros (mi girl y mi pequeño Marcos) y tardé dos horas en pegar ojo. Para mi sorpresa, a las ocho de la mañana me desperté y no pude seguir en la cama, aunque mi cuerpo estaba como si lo hubiesen pisoteado diez tipos como Shaquille O’Neal.

Aguanté hasta las siete de la tarde como una moto, pero ahí me vino un bajón mayor que el que sufrió Wall Street en el crack del 29. Estaba hablando por teléfono con una fuente de información y notaba como me quedaba sopa y la mente se me nublaba. Él me espetó: "Tomás, desde hace minuto y medio me has dicho tres ideas inconexas y la voz se te apaga por momentos". Me tuve que pellizcar las cejas para seguir la conversación. El viernes mantuve el tipo hasta que a la una de la madrugada, en la radio, me dio otro reflush que casi me hace comerme el micrófono con la cabeza. Pero ayer acabé con el jet-lag. Comí arroz con conejo y vi a Bonano claudicar. Por eso, en Palma no hay excusas.

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