Messi y la poética del héroe crepuscular

Cinco Mundiales después, Leo Messi ha cerrado el capítulo más deseado de su excepcional carrera en el fútbol. Y también el más traumático. Para un jugador al que el éxito le llegó fácil y pronto, su relación con la Copa del Mundo ha sido angustiosa, insoportable en algún momento –basta ya, dijo cuando se retiró de la selección en 2016– y con un margen de maniobra cada vez más apremiante. Los Mundiales consagran a los jóvenes fenómenos –Pelé, Mbappé…– y los jugadores en la cumbre de sus trayectorias. Bobby Charlton, Beckenbauer, Gerson, Tostao, Rivelino, Jairzinho, Kempes, Maradona, Zidane, Ronaldinho, Iniesta…Todos certificaron su prestigio en la Copa del Mundo y todos la ganaron antes de los 30 años. Messi lo ha conseguido a los 35, cuando el común de los futbolistas se resigna al ocaso.

A Messi se le acababa el tiempo. La erosión se adivinaba en su respuesta física. Atrás había quedado el imparable jugador que amenazaba con el gol desde cualquier lugar del campo, un devastador delantero que borraba del mapa récords y rivales, hasta que las leyes de la naturaleza humanizaron sus cifras y le aproximaron a los terrenales. El talento, menos delicado que el cuerpo a los embates de la edad, no le abandonó. Agarrado a su fabuloso talento, a un agudo sentido estratégico y a su puntería para protagonizar los momentos decisivos del Mundial, ha completado en Qatar su epopeya futbolística y lo ha hecho a su manera, burlando los tópicos del declive con la misma astucia que utiliza para regatear a sus marcadores.

No ha sido el irresistible Messi de su apogeo, pero esa evidencia también le ha favorecido. Ha sido un Messi poético, no el rotundo destructor de récords y estadísticas que coronó al mejor Barça que ha visto el fútbol. En aquella época –más o menos entre 2006 y 2016– se esperaba la misma influencia en la selección argentina, trasvase que no se produjo en cuatro Mundiales (2006, 2010, 2014 y 2018). La Copa del Mundo rechazaba al mito y destapaba en Messi las penurias de los mortales.

Este Mundial de Messi ha sido igual de sublime que el de Maradona en 1986 porque lo ha jugado en las condiciones contrarias. Maradona levantó la Copa del Mundo en México como un Zeus tonante. Era más que un genial jugador. Era la expresión más homérica que ha visto el fútbol, una pantera hambrienta que devoraba rivales y partidos. Este Messi lo ha logrado cuando su cuerpo envejece y las facultades físicas le abandonan poco a poco. O sea, cuando se multiplicaba la dificultad del reto, acentuado por el peso de las decepciones anteriores.

Maradona fascinó en México desde la plenitud. Es lo natural en el fútbol y en la vida. Mucho más improbable es lo que ha conseguido Messi. Como en un gran western, ha sido un héroe fordiano, crepuscular y sufriente, cercano a nosotros, los mortales. Es desde esa vulnerable posición, con la que el fútbol suele ser cruel, donde Messi se ha medido con el sueño que se le resistía desde 2006, el gigante que entorpecía su paso (Maradona) y el juicio definitivo de la nación argentina. No ha triunfado un genio pletórico. Ha triunfado un genio que transita hacia su ocaso. Eso es más que belleza, es pura poesía.

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