Una siesta al esprint

Jasper Philipsen ratificó que es el gran velocista del momento con su segunda victoria consecutiva en el Tour de Francia, esta vez sin polémicas ni suspenses como ocurriera el lunes, cuando cerró a Wout van Aert. Si eres el más rápido del pelotón, y encima tienes al mejor lanzador del mundo, nada menos que a Mathieu van der Poel, la vida es mucho más fácil. Y eso que el circuito final ensució mucho el desenlace, con múltiples caídas, una de ellas para retirar a Luis León Sánchez con fractura de clavícula. Fue el único rato de intensidad de una jornada aburrida, somnífera, que volvió a llegar con retraso sobre el horario previsto, más propicia para echarse una siesta que para perder el tiempo enfrente de la televisión.

La etapa tuvo el clásico desarrollo de un recorrido llano, con una escapada a ninguna parte, aunque su formación resultó atípica, porque los fugados no saltaron hasta el kilómetro 98. Todo tiene su porqué. Un poco antes se disputaba el esprint intermedio, por lo que el pelotón no permitió alegrías hasta después. Philipsen cruzó en cabeza por Notre Dame des Cyclistes, Nuestra Señora de los Ciclistas, gran nombre para celebrar una volata, impulsado otra vez por Van der Poel. El belga desempataba así con Victor Lafay en la lucha por el maillot verde. Luego vino el triunfo en Nogaro, que le dispara en la clasificación.

Con los 20 puntos de rigor en la saca del Alpecin, el gran grupo abrió el semáforo para la osadía de los aventureros. Era la primera etapa íntegra por Francia, así que fueron dos franceses quienes arrancaron para lucir colores y patrocinios: Anthony Delaplace, del Arkéa Samsic, y Benoît Cosnefroy, del Ag2r Citroën. Dos normandos al ataque, con el destino marcado. Sabían que no iban a llegar. Los lobos del esprint no permitieron pasar la oportunidad en un recorrido tan llano, sin trampas, tan soporífero… Y mucho menos en las puertas de los Pirineos, donde los velocistas volverán a montarse en el autobús de cola.

Este tipo de etapas deben empujar a una reflexión a todos los colectivos implicados, porque no sólo no aportan nada deportivamente a la carrera, sino que además espantan a la audiencia, y no sólo a los fieles del ciclismo, que esos están siempre durante toda la temporada, sino a los nuevos aficionados que se unen a la fiesta puntualmente en el Tour y en otras grandes carreras. Con días como este, es posible que no vuelvan. Los organizadores deben pensar en añadir ingredientes a los trazados, y no dejarse engatusar por los que reivindican oportunidades para los velocistas porque sí. La celebración de un esprint no es incompatible con la presencia de otros atractivos en el recorrido. Los equipos y los ciclistas, por su parte, tienen que recordar que viven de la proyección de su imagen. Jornadas así sólo sirven para echar la siesta… o para cambiar de canal en busca de Wimbledon o de otros deportes. La competencia actual no sólo monta en bicicleta.

Únicamente queda un consuelo: pensar que los ciclistas ahorraban fuerzas para el futuro inmediato, para brindar un digno espectáculo en la tempranera llegada de los Pirineos, con ración doble. El miércoles, el Marie-Blanque. El jueves, el Aspin, el Tourmalet y Cauterets. La historia centenaria del Tour concentrada en sus más ilustres puertos. Hay que estar a su altura.