NBA | MAVERICKS 126 - KNICKS 121

Luka Doncic se hace imposible

El base esloveno revienta los libros de historia con una actuación única, un partido en el que además forzó la prórroga con una última canasta increíble.

En la NBA (en el baloncesto, en el deporte…) hay cosas que no tienen demasiada explicación, más de hecho de las que a priori parecería normal. Y ahí radica, en realidad, una generosa porción de su encanto. También hay una cuantas, estas escasas y francamente particulares, que no solo no necesitan sino que huyen de esa explicación y se refugian en otro sitio, un lugar distinto que tiene más que ver con las emociones que con la lógica o esas matemáticas con las que ahora se intenta deshuesar cada partido, adecuar cada resultado a algo que podamos predecir, organizar: entender.

El partido de Luka Doncic contra New York Knicks (ganaron los Mavs después de prórroga: 126-121) entra de lleno en esa categoría, básicamente la define y pone al día. Está más cerca de lo inefable que de los analytics, sus récords parecen salpicar desde versos y no desde clacks de calculadora. Es algo majestuoso, una delicada creación en la que sencillamente hay que creer sin buscar el truco: la buena magia es mejor así, cuando deja tan boquiabierto que exime de aplicar racionalidad, saca billete para un par de horas de pura credulidad. Territorio del ¿Qué acabo de ver? y todo lo demás.

Doncic acabó el partido con 60 puntos, 21 rebotes y 10 asistencias. La línea estadística es tan gruesa, tan gigantesca y tan imposible, que la cuenta oficial de Dallas Mavericks pareció quedarse también sin nada más que decir, solo esa secuencia (60+21+10) que parece la combinación que abre las compuertas a otro mundo, a un lugar por el que danzan las sombras de Wilt Chamberlain, de Michael Jordan, de todos esos partidos que, sin mirar que tenían delante o que vino detrás, generan por sí solos leyendas, convierten a niños en aficionados, casi en creyentes: la NBA, cuando produce noches así, es más un credo que una Liga.

Esto es lo que consiguió Doncic de un plumazo: obviamente su récord de puntos y también el de rebotes en un partido. El de puntos en la historia de los Mavericks y de cualquier jugador en el American Airlines Center de Dallas. Es el primer jugador de los Mavs con dos noches de tres con al menos 50 puntos: 50 a los Rockets, 32 a los Lakers, 60 a los Knicks, en total 142 en esas tres actuaciones (un prodigio, claro). Y, por supuesto, un triple-doble atómico, ilógico, el segundo de la historia con 60 puntos y el primero con 60 puntos y al menos 20 rebotes. Nadie, literalmente, había hecho lo que ha hecho Doncic esta noche, contra unos Knicks a los que les tocó pagar el pato. Vamos aplicando filtros: solo seis jugadores habían anotado 50 puntos en un triple-doble. Doncic se convirtió en el séptimo, y el más joven (23 años, 302 días). Solo dos, nada menos que Wilt Chamberlain y Elgin Baylor, habían llegado al menos a 50+20+10. Al subir el primer listón a 60, el esloveno se queda solo. Territorio desconocido. Lo nunca visto, literalmente. El propietario de los Mavericks, Mark Cuban, también eligió ser escueto y muy conciso, ¿qué otra cosa se puede hacer después de asistir a algo así?

Doncic jugó (hubo prórroga…) más de 47 minutos. Tiró 31 veces a canasta (21/31) con un 2/6 en triples y un 16/22 en una peregrinación constante a la línea de tiros libres. Y los Mavs, más que nunca sus Mavs, lograron una victoria imposible en un partido en el que perdían 99-108 a falta de un minuto y 103-112 a 33 segundos del final. En los últimos 20 años, ninguno de los 13.884 equipos que habían llegado a esos 33 segundos finales con al menos nueve puntos de ventaja había acabado perdiendo. Fue una anomalía estadística para los de las matemáticas, un milagro para los de la literatura. Porque hubo para todos: los triples a mil por hora de Christian Wood y Spencer Dinwiddie ayudaron a levantar el templo a Luka Doncic que fue un partido que acabó con los errores necesarios de los Knicks y el esloveno en la línea de personal con 112-115 y cuatro segundos por jugar. Anotó el primero, tiró a fallar el segundo, el balón salió vivo de su baile entre un bosque de brazos y cayó, cómo no, en las manos de un Doncic que anotó cuando debería estar todavía cogiendo el rebote. La mejor magia es la que hace que no te preguntes nada, con la que no pasas de abrir los ojos de par en par. Después de menos de un minuto total (de 48) por delante en el marcador, los Mavs forzaron una prórroga en la que tuvieron sangre fría con los tiros libres: 9/10 en lo que habitualmente es un caballo de batalla para ellos. En la que, básicamente, ya no podían perder después de todo lo que había pasado. No era un guion, era el destino.

Queda para otro día plantearse cómo pueden los Mavs sufrir tanto con actuaciones así de Doncic, cuánto tiene que exprimirse el jugador franquicia para que su equipo viva en partidos aparentemente manejables (50 puntos a los Rockets, 60 a los Knicks…). Cómo de sostenible es una versión tan radical del doncicsistema y, de paso, cómo de grande es el bocado que suponen estas noches en la carrera por el MVP. Queda un cierto regusto amargo porque Jalen Brunson, que no se había perdido ningún partido en la temporada, faltó en su regreso a Dallas con la camiseta de los Knicks, un ya añorado hijo pródigo, por un problema de cadera. Y aún así, sin el pequeño pero estupendo base enfrente, los Mavs tenían el partido perdido, devorados en los rebotes (18 Randle, 16 Robinson) sin Kleber ni Finney Smith en su frontcourt. Queda, claro, preguntarse cómo pueden ser solo sextos del Oeste un equipo cuya estrella está, ahora, en 33,6 puntos, 8,7 rebotes y 8,8 asistencias de media. Que si sostiene una línea estadística así se uniría a Michael Jordan, el único con un 32+8+8 en una temporada completa (1988-89).

Quedan análisis, cuentas, explicaciones. Pero habrá muchos días para eso. A veces la NBA (el baloncesto, el deporte…) genera trances así, que no piden lógica ni precedentes ni previsiones. Que van directos a un lugar de la memoria de la que ya no saldrán nunca, pase lo que pase y acabe todo como acabe, conduzca a un final glorioso o una caída esplendorosa. Hay partidos que son liturgias, actuaciones que son imposibles, que no se explican ni con física ni con matemáticas. Que se hacen perfectas a partir de una suma de imperfecciones como la que llevó a los Mavs al pozo del que tuvieron que escapar, más entre trompetas celestiales que a base de jugadas de pizarra. Hay noches así de jugadores así, como Luka Doncic: únicos, prácticamente todopoderosos, aunque sea durante una pocas horas y en los límites de una pista de baloncesto que, solo un puñado de veces, acaba apuntando a la eternidad. Porque siempre recordaremos esta noche, cuyas coordenadas ya están en las libros de historia de la NBA: 60+21+10. Lo nunca visto.

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