Lo que a Jokic le dé la gana

Hasta hizo tres mates, que no es precisamente la especialidad de la casa (diecisiete en toda la fase regular). Pero es que hubo un punto en el que pareció que estaba divirtiéndose con los Timberwolves como un gato con un ovillo de lana. En uno de los partidos del año, una noche de tensión extrema y consecuencias monumentales (se llegaba con 2-2). Justo después de recoger su tercer MVP, que pesa tanto como la lista, que corta la respiración, de los gigantes ilustres que han llegado a esa cifra. Y enfrentando a la mejor defensa de la temporada, y una de las mejores de los últimos años, y a Rudy Gobert, que ha ganado su cuarto premio de Defensor del Año.

En esa olla a presión, con el agua hirviendo (chop chop), Jokic se zambulló feliz y seguramente más tranquilo que todos los demás que estaban en el Ball Arena, de la última fila de aficionados al centro de la pista. Imagino que porque hace días que descifró el código y tiene claro cómo va acabar una eliminatoria que cada vez está más lejos de donde estaba hace unos días y más en los bolsillos de un campeón que sigue repartiendo golpes con el extintor. Igual que ve cosas en pista que los demás ni adivinan, que todavía no han sucedido y que jamás sucederían si la bola no pasara por sus manos, seguramente Nikola Jokic también ha visto ya como acaba esta película. Y no es un final feliz para su rival.

Los Timberwolves no habían perdido tres partidos seguidos en toda la temporada. Lo acaban de hacer, y con el 112-97 (inapelable) del quinto, pierden 3-2 en una semifinal del Oeste en la que hace unos minutos, parece que no más, ganaban 0-2 y tenían al campeón contra las cuerdas, casi derruido después del descomunal golpe del segundo partido. Pero cuando pensaban que estaban matando al rey, en realidad solo lo estaban despertando. Como si hiciera falta un bofetón, un contratiempo para quitarse la sensación de piloto automático con la que habían ventilado a los Lakers en primera ronda, los Nuggets han convertido lo que parecía la revolución del norte, el aullido salvaje de los lobos de Minnesota, en poco más que el tono de su despertador. De 0-2 a 3-2 y dos balas, la última en su casa si hiciera falta, para regresar a la final de Conferencia como si aquí no hubiera pasado nada. Es tremendo.

La chistera de un jugador extraordinario

Todo lo que pasó tiene que ver con Jokic. Todo. Para el que quiera números, números: 40 puntos, 7 rebotes, 13 asistencias sin pérdidas y un 15/22 en tiros. Solo Chris Paul había firmado en playoffs un partido de 40 puntos y 10 asistencias sin una sola pérdida. Jokic llevaba ya 19+8 al descanso y había producido 36 de los 50 puntos de su equipo (50-44). Y entonces la cosa, era posible, fue a más en el tercer cuarto, una obra de arte que seguramente cambió definitivamente la temperatura de la eliminatoria. Los Wolves tomaron su último aliento (53-55) y fueron descabezados a partir de ahí (76-63 unos minutos después). Al final de ese parcial, un 88-74 que abría una brecha gigantesca, mayor que la pura matemática. Jokic había firmado en doce minutos de vals serbio 16 puntos y 4 asistencias con solo siete tiros de campo. 28 de los 38 puntos de su equipo (38-30) llegaron por su mano, tiros o pases.

Fue perfectamente perceptible cómo la resistencia de los Wolves hizo crack, cómo un equipo que hace unos días se sentía capaz de todo está aprendiendo por las malas lo que pasa cuando Nikola Jokic dice hasta aquí hemos llegado. No hay antídoto, no hay respuesta, no hay nada que hacer. Se enfrentan a un jugador histórico, generacional, que será leyenda. Y se juega a lo que él quiere, como él quiere y hasta que a él le da la gana.

Jokic está pulverizando la personalidad defensiva de los Wolves. Tiene la combinación de la caja fuerte y la está abriendo de par en par. Y lo está disfrutando, vaya que sí. No solo no rehuyó el duelo con Rudy Gobert: lo buscó y convirtió al Defensor del Año en un muñeco de trapo. No sirvió el uno contra uno del francés, una vez más; tampoco (como en el arranque de la serie) la defensa de Karl-Anthony Towns con ayudas, ni la de Reid con ayudas, ni… no funcionó nada. Jokic hace todo un segundo más rápido de lo que sería lógico. Porque sabe qué va a pasar o porque pasa exactamente lo que él imagina. Tanto da, el resultado es el mismo. Cada vez que la defensa no colapsa sobre su corpachón, anota silbando, como si no hubiera defensor delante. Si las ayudas lo acosan, encuentra a Aaron Gordon recorriendo la línea de fondo o a Kentavious Caldwell-Pope solo en una esquina. No existe defensa que sepa qué hacer contra Jokic. Parecía que podría ser la de los Wolves, pero tampoco. Quizá sea tan sencillo como eso: no hay forma de combar la voluntad del mejor del mundo.

Pese a que se fueron al descanso con un -20 en anotación en la pintura, 11 pérdidas, ni un punto en transición y solo una canasta en juego de Anthony Edwards (1/8), los Wolves solo perdían por seis y estaban por delante en el inicio del tercer cuarto. Parecía un milagro, uno en el que echó un cable una versión estabilizadora de Towns, pero se quedó solo en una anomalía que los Nuggets corrigieron por la vía rápida. Y cuando su rival lo volvió a intentar en el último parcial, dieron el golpe definitivo (de 90-80 a 98-80) con dos triples de KCP y un mate, el tercero, de Jokic después de, completado el giro de guion, una pérdida de Edwards. La grada rugió y el campeón apretó los dientes. Como si sus playoffs, los de verdad, acabaran de empezar.

Los Wolves no tuvieron a Mike Conley, con problemas en el tendón de Aquiles. Naz Reid ha ido difuminándose según ha avanzado la eliminatoria, Alexander-Walker empezó bien y desapareció y Jaden McDaniels falló los triples liberados que sí metió KCP. Edwards acabó con 18 puntos tardíos (5/15 en tiros) y Gobert firmó un 18+11 transparente porque se pasó el partido en el bolsillo de Jokic. A los Wolves les faltó lectura (Conley…), entender momentos que requerían máxima precisión en un partido de tanto peso. Estuvieron vivos hasta el último cuarto, pero quedaron después expuestos, minimizados, arrollados por un viento que ya arrecia desde las Rocosas. No hizo falta que Michael Porter metiera sus tiros o que Jamal Murray (16 puntos) despejara dudas sobre su lesión de gemelo. Bastó el trabajo de Aaron Gordon (18+10+5 asistencias) y Caldwell-Pope (16+5+4) porque todo lo demás corrió a cargo del rey de la NBA, un Nikola Jokic que jugó con ese ingrediente extra que no aparece en las estadísticas y que define a los mejores de la historia, a los jugadores especiales. Él es uno de ellos, y seguramente los Timberwolves son ya tan conscientes como lo somos todos los demás. A veces, las cosas son así de sencillas.

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