NBA

LeBron y Curry, sin tiempo

Ni Lakers ni Warriors parecen capaces de construir en el corto plazo un proyecto con el que las dos leyendas puedan ganar el deseado quinto anillo.

Brian SnyderREUTERS

LeBron James y Stephen Curry jugaron juntos, por primera vez, en París 2024. Caminaron hacia el oro olímpico (tercero de LeBron, primero de Curry) atravesando el arco dorado de sus propias narrativas, dos de las mayores de la historia de la NBA, en la confluencia, finalmente, de dos rivales descarnados en aquellas cuatro Finales consecutivas (2015-18) de las que Curry (los Warriors, claro) se llevó tres. Juntos hacia el ocaso, una foto para la historia después de que el pasado febrero en la Bahía se plantearan, como mínimo, qué pasaría si llamaban a los Lakers. ¿Querrían hablar por LeBron?

Los Lakers no habrían hablado por LeBron salvo que este hubiera hecho un movimiento público, y drástico, que nunca estuvo cerca. Ni él quería enredar más con su legado ni la marca Lakers podía permitirse, como si nada, un mordisco así. Y menos contra esa marca Warriors que le ha pasado por delante como la gran referencia de la Costa Oeste, donde la NBA lanzó su primer tentáculo cuando los Lakers viajaron de Mineápolis a L.A. Hoy, estos están valorados en 7.100 millones y los Warriors, vivir para ver, en 8.800. Eso tiene que ver con la mudanza a San Francisco, con las bondades hípercapitalistas del Chase Center convertido en uno de los centros neurálgicos de la ciudad, profundamente gentrificada, en la que desembocan los millones de las grandes tecnológicas. Pero eso tiene que ver, por encima de todo, con Stephen Curry.

La remontada contra Serbia y los triples de Curry contra Francia, el lazo en ese regalo de oro con el que Estados Unidos recuperó una mística que zozobraba en plena post globalización del baloncesto, dejó en clave NBA sensación de trabajo bien hecho, pero también reflexiones sobre el final de una era: la de LeBron, Curry y un Kevin Durant que completó el big three de París, la versión 2.0 del Magic-Bird-Jordan de Barcelona 92, pero que es en sí mismo un forajido, un talento convertido (lo ha dicho él mismo) en apátrida y cuyo legado se ha metido por recovecos muy particulares y que van más allá de lo obvio: si se creara el jugador de baloncesto perfecto en un laboratorio, se parecería mucho a Kevin Durant.

La realidad tras la fiesta de los Juegos

Pero, ¿LeBron y Curry? Verlos operar, felices, a los mandos de una nave tan lujosa en los Juegos fue un contraste estruendoso con respecto a la última imagen que teníamos de ellos en versiones muy flojas de los Lakers y todavía más (la temporada pasada) de los Warriors. Mientras que LeBron va camino de los 40 años, está de hecho a días de cumplirlos, y su longevidad es una historia increíble que quedará enmarcada por un goteo inacabable de récords imposibles, Curry avanza hacia los 37 que tendrá cuando se jueguen los próximos playoffs. Si LeBron (draft de 2003) es el único superviviente de toda una generación, Curry se ha metido, casi parece que de repente, en su decimosexta temporada. Para la NBA, hay una evidente necesidad de gestionar la sucesión, encontrar nuevas caras de verdadero rango sobre cuyos hombros apoyar el imperio cuando ellos se vayan. Para sus equipos, Lakers y Warriors, hay una obligación (moral, deportiva, empresarial): exprimir el último aliento de dos jugadores únicos, los dos pendientes de ganar el quinto anillo en una misión que cada vez parece más improbable.

En julio, LeBron firmó por dos años y 104 millones con los Lakers, aunque tendrá una player option el próximo verano. Calma en Tinseltown. Su inicio de temporada ha sido discreto para sus estándares, aunque sigue haciendo cosas que nadie debería ser capaz de hacer en su año 22 en la NBA; Ya hay, después de pasarse años varios cuerpos por delante del padre tiempo, muchas noches en las que su valor en pista no se acerca ni de lejos a los 48,7 millones que cobra. En todo lo demás, desde luego es una inversión obvia y rentable para unos Lakers que, en plena confusión paralizante, tendrían pocos motivos para recordar quiénes son si no fuera por la presencia gigantesca de LeBron.

Curry alargó un año más su vínculo con los Warriors, se aseguró 62,5 millones para la temporada 2026-27 y dio, de paso, un voto público de confianza a un equipo que venía de ni jugar playoffs. Si había alguna duda sobre qué quería hacer Curry con una carrera en la que solo ha vestido la camiseta de los Warriors, quedó enterrada. Otra vez, ya no es todas las noches el súper héroe que fue, aunque (como LeBron) puede serlo más días de los que su cartilla de nacimiento diría que es lógico, pero su presencia es imposible de medir en una franquicia que fue vendida por 450 millones cuando él acababa de terminar su temporada rookie. Y que hoy se vendería por, como mínimo, veinte veces más.

Los hilos dorados que se desprendían, hacia la nueva temporada, del tapiz de París permitían endulzar la narrativa del último baile, de un asalto final de LeBron y Curry, de los Lakers y los Warriors. Al menos, de un definitivo gran intento. Órdago o brindis al sol, morir con las botas puestas. Pero la realidad, con un buen bocado de temporada ya consumido, es que ninguno de los dos equipos parece especialmente bien posicionado en un Oeste lleno de energía joven, de proyectos en ebullición, que suben y bajan pero que tienen, en general, piernas más frescas, rotaciones con más energía. No todos funcionan, y de hecho hay noches en las que cuesta distinguir quiénes pueden mirar con optimismo al futuro y quiénes no. Pero eso no cambia el hecho de que ni Lakers ni Warriors tienen aspecto de aspirantes, por mucha pompa e hipérbole que acompañe a sus rachas buenas (y a las malas, ya se sabe). Y por mucho que el juego mediático de moda siempre vaya a ser colocar a ambas franquicias en operaciones que ni son muy realistas ni, en algunos casos, solucionarían nada.

Un verano sin buenas noticias

Porque ninguno de los dos equipos ha hecho un buen trabajo para facilitar ese último baile. Los Lakers llevan varias ventanas de mercado paralizados, consumidos por el terror que les dejó en los huesos el error sepulcral que fue la apuesta por Russell Westbrook, incapaces de reconocer en público que no creen lo suficiente ya en LeBron James y Anthony Davis como para quemar las naves por ellos y lanzarse a un solo se vive una vez, todo o nada, para ellos. Hay mucho de profecía autocumplida, claro: los Lakers se han saltado varias estaciones sin tocar nada hasta que, a base de hacer la estatua, el tiempo les ha dado una razón que moralmente nunca van a tener: porque ser los Lakers era (debería ser) una exigencia, un motivo para hacer cosas; No un mantra que repetirse en el viejo caserón familiar mientras todo se desmorona alrededor. Los Lakers han hecho bien en evitar ciertas operaciones que parecían, desde luego, poco sugerentes. Pero el plano general, el tiro abierto de cámara, arroja un escenario de inmovilismo que indica que la única solución es esperar a que el mercado acuda a ellos, que sean los demás los les rescaten de sus propios miedos. Otros (Thunder, Mavericks, desde luego Celtics) siguen demostrando que la clave para operar es saber, pero el motor es querer.

En verano, como en el anterior mercado de invierno, los Lakers no hicieron nada. Ni tenían con qué atacar a una tercera estrella ni había ninguna a tiro, no con ese rango bien ganado. Y tampoco parecían tener claro que un par de buenos retoques en la rotación convertiría en ganadora del premio gordo a esta versión tardía de LeBron y Davis. En el pecado va la penitencia, en otra temporada que podría acabar siendo demasiado larga, para un equipo que tiene hasta el próximo cierre de mercado (6 de febrero) para demostrar que las sospechas no son ciertas y que solo esperaba al movimiento óptimo, a que se alinearan uno cuantos astros. Así que se acumulan las tareas (decidirse, moverse, acertar) mientras cada derrota y cada noche en la que parece que LeBron ya es mucho menos LeBron supone una invitación a esperar, a fantasear con un próximo proyecto que, quién sabe, podría estar empezando a morir por la pasividad enervante con la que se mira, ahora, a este presente tan lacio.

Los Warriors no saben qué tecla tocar

En los Warriors, un gran inicio de temporada firmó unos cheques que se han demostrado sin fondos por la vía rápida. Steve Kerr toquetea una rotación de doce o trece jugadores con un ritmo de cambios y alteración de roles que resulta, muchas noches, imposible de digerir. Para el que mira y también, parece, para los que juegan. En verano, y a partir de la certeza de que todavía estaba Curry pero hacía falta ayuda de la buena, hubo un rastro de rumores que no llegaron a ninguna parte. Los Clippers no quisieron negociar por Paul George, los Jazz nunca estuvieron cerca de plantearse la salida de Lauri Markkanen. Y eso si se cree, que no habría quorum si se hace una encuesta, que alguno de los dos hubiera sido una llegada que habría convertido, automáticamente, en aspirantes de primer nivel a estos Warriors que se lanzaron a reforzar, porque era lo único que podían hacer, la clase media: De’Anthony Melton rindió bien hasta que se lesionó de gravedad; a Kyle Anderson le cuesta ser importante y Buddy Hield ha hecho por la vía rápida lo que suele hacer a lo largo de temporadas completas: ilusionar y meter muchos tiros primero, decepcionar y fallar muchos tiros después.

Curry pone parches en ataque y Draymond Green en defensa. Pero ya no cubren todas las casillas del tablero como sí hacían antes. Y juegan con un aroma a vieja guardia, a cabalgada hacia el ocaso, que pone en contexto cómo de mágico fue el camino hacia el anillo de 2022, cómo de grandioso se acabará considerando ese título en el currículum de Curry. Antes, dos años sin playoffs. Después, solo unas semifinales del Oeste. Las derrotas convertidas en unas elecciones de draft muy jugosas que no han dado ningún resultado. No si se piensa en el corto plazo y en el reloj de arena de Curry, pero parece que tampoco si se abre el horizonte hacia los próximos Warriors.

Aquel título marcó, hubo errores que en su momento cualquiera hubiera cometido en la estela de semejante éxito, una hoja de ruta que en realidad no conducía a ninguna parte. Andrew Wiggins y Kevon Looney no volvieron a arrimarse siquiera al nivel de aquellos playoffs, Klay Thompson languideció hasta una salida con demasiada hiel y Green declinó en lo físico y fue cayendo, cada vez más, en los peores vicios de un carácter abrasivo que, ahora está claro, solo compensaba cuando era un engranaje vital en victorias históricas. Siempre es así.

El cuento de los dos timelines, creer que se podría competir al máximo en el prime de Curry mientras se curaba una siguiente generación de jóvenes, fue otra idea destartalada de una franquicia que, en realidad cuesta culparla visto todo lo que logró, sentía que no había nada que no pudiera convertir en oro. Pero ya salieron sin ninguna gloria James Wiseman (un número 2 del draft, nada menos) y Jordan Poole, y nadie tiene una ilusión desbordante en las siguientes camadas: por un lado Jonathan Kuminga y Moses Moody, que parecen metidos en un tenso matrimonio de conveniencia con Steve Kerr; Por otro Brandin Podziemski y Trayce Jackson-Davis, sorprendentes parches de entreguerras hace un año, como rookies, pero decepcionantes ahora como (supuestos) proyectos importantes de futuro.

Los grandes insiders estadounidenses han empezado a airear, en cuanto las derrotas se han apilado a ritmo alto, que los Warriors peinan el mercado a la caza de una estrella mientras Stephen Curry reconoce que tiene unos problemas de rodilla que pueden convertirse en compañeros de viaje, de forma definitiva y de ahora en adelante. Como en el caso de los Lakers, conviene preguntarse cómo de grande tiene que ser esa estrella que se persigue, cuánto tiene que cambiar todo para que los Warriors salten un número de escalones que parece demasiado grande. Hay que exprimir lo que queda de Curry mientras se asume que este podría no ser ya el mejor Curry y se intenta, a la vez, puentear la obvia certeza de que seguramente no baste un golpe de timón sencillo, un cambio de registro, para reformular una rotación que ha ido acumulando viejas herencias y facturas tóxicas.

Es, en ese sentido, una situación muy similar a la de los Lakers. Una encrucijada que acompasa los últimos pasos en la NBA de LeBron James y Stephen Curry, dos colosos que han definido una época de la competición, que se dieron un gustazo a lo grande en París y que lidian ahora con una realidad en la que escasean los motivos para el optimismo. Al menos, en los sueños del quinto anillo, del último baile, de ese tipo de final más grande jamás contado que, desde luego, no parece cerca en ninguno de los dos casos. Quizá nos espere un cambio de guion imposible de prever ahora mismo, un giro histórico hacia un epílogo glorioso para uno de los dos. Pero es más probable que, simplemente, las cosas sean así. Hasta que sus cuerpos aguanten.

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