PARIS 2024 | BALONCESTO

Una Wildcard llamada Murray

El base de los Nuggets ha estado muy lejos de su mejor versión en el inicio de los Juegos. Pero Jordi Fernández y Canadá confían ciegamente en él.

ALEX PLAVEVSKIEFE

Canadá ha hecho los deberes en la fase de grupos de sus primeros Juegos Olímpicos desde Sidney 2000. Está dando los pasos necesarios para dar continuidad a su histórico bronce en el Mundial del año pasado y para ganar su segunda medalla olímpica, la primera desde aquella prehistórica plata de Berlín 1936, la edición en la que se estrenó el baloncesto en unos Juegos. En el grupo de la muerte, el que llega a la última jornada con la Grecia de Giannis Antetokounmpo (nada menos) como escalón más débil, la selección que entrena Jordi Fernández, el estratega de Badalona que después de esta cita se pondrá a los mandos de Brooklyn Nets, en la NBA, aseguró el billete para cuartos con sus victorias contra Grecia y Australia. Jugará contra España sin dramas, pero con la voluntad de ser primera, y a ser posible una de las dos mejores primeras. El objetivo es, claro, evitar a Estados Unidos hasta una hipotética final. Quitar al vecino de su lado del cuadro. Necesita ganar para no pensar en la diferencia de puntos o en lo que pase en el Australia-Grecia. A partir de ahí, tendría que medir sus averages en la guerra de primeros con el que se lleve el Francia-Alemania del grupo B.

Lo más temible de esta Canadá temible es que todavía no se ha visto su versión plena, la mejor. Shai Gilgeous-Alexander, su incuestionable jugador franquicia (dos años seguidos all star e integrante del Mejor Quinteto en la NBA, segundo en la última votación por el MVP), cabalga sobre la plateada estela de su inagotable talento, pero en dos partidos ha apilado ‘solo’ 37 puntos, cifra a la que llegó, como mínimo, en doce partidos de la última regular season. Dillon Brooks y Lu Dort han vuelto a demostrar que son un demoledor tándem defensivo, pero solo contra Australia jugaron con disciplina y control. En el arranque contra Grecia les costó leer el criterio arbitral y se cargaron de faltas. RJ Barrett, con una facilidad plausible para adaptarse al juego FIBA, ha sido la mejor noticia de un equipo que es extraordinario y que puede jugar, ojo con eso, mucho mejor que hasta ahora. Entre otras cosas porque esconde una wildcard que puede ser definitiva: Jamal Murray.

Esta es, básicamente la Canadá del pasado Mundial, donde presumió de su radiante presente con un bronce que la convirtió, automáticamente, en una de las favoritas a medalla en estos Juegos. Es un equipo que, seguramente, será todavía mejor en el futuro (espera a Bennedict Mathurin, Shaedon Sharpe, Zach Edey…); Y que del Mundial a los Juegos contaba con dos refuerzos de primerísima categoría: finalmente no está Andrew Wiggins (número 1 del draft de 2014 y campeón con los Warriors en 2022), que inició la concentración pero se hizo a un lado en un extraño cruce de versiones entre la de su equipo, la suya propia y la de la federación canadiense. Pero sí forma parte del roster Jamal Murray, que un año antes se bajó en marcha del camino hacia el Mundial porque su cuerpo enviaba señales de alerta después de vivir en máximos los playoffs que acabaron con el primer anillo en la historia de Denver Nuggets. El equipo propulsado por la pareja internacional que faltó en el Mundial pero sí está en París: el serbio Nikola Jokic, que acaba de ganar su tercer MVP de la NBA, y el canadiense Murray.

Murray es un talento único, uno de los más explosivos y diferenciales del mundo. En su mejor versión, sus momentos luminosos, no hay apenas jugadores como él. Es capaz de anotar en cualquier situación, desde cualquier lugar de la pista y por muy caliente que sea el momento, feliz con la bola en las manos cuando se deciden los partidos. En los Nuggets (número 7 del draft en 2016) ha formado una pareja devastadora con Jokic. Ya campeona. Su química, esculpida a lo largo de los años, es arrebatadora. Sus estilos son perfectamente complementarios, con Murray convertido en un escudero premium, un base que inicia jugadas y muchas veces las finaliza. Entre su bote y sus tiros se cocina la magia generadora de Jokic.

Lejos de su mejor versión... por ahora

Pero, por ahora, Murray no ha sido Murray en estos Juegos de París. En dos partidos promedia 6,5 puntos (8 contra Grecia, 5 contra Australia), 4 asistencias, 7 de valoración y un -6 en pista con unos pobrísimos 30,8% en tiros totales y ¡12,5! desde la línea de tres. Al menos, sus 18 minutos en el estreno pasaron a ser 24 en la segunda jornada, una señal positiva para Jordi Fernández, que reconoció que cuidan su presencia en pista por la lesión muscular (un peliagudo malestar en un gemelo) que lo lastró en los pasados playoffs y ha condicionado su fase de preparación. El entrenador español, sin embargo, está tranquilo con lo que ve: “Irá a más, va a estar cada vez mejor y sacará su mejor versión en el momento oportuno”, dice mientras define al guard como “una pesadilla para cualquier rival” y un “game changer”, uno de esos jugadores con la capacidad de poner los partidos del revés.

Con 27 años, en sus primeros Juegos y con cartel de campeón de la NBA, este debería ser un momento dulce para Jamal Murray. Si aparece, si tiene el tono físico, encuentra su lugar en el juego FIBA y se entiende con Shai, Canadá tendrá un arma de neutrones y dos de los mejores finalizadores del mundo, dos talentos capaces de retar incluso a Estados Unidos (sobre el papel, al menos) rodeados por el juego integral de Barret y la defensa de Brooks, Dort, Nickeil Alexander-Walker y compañía. Y ese es uno de los (muchos) peligros para España en el partido de mañana, en el que se puede jugar la clasificación: cualquier día puede llegar el gran descorche de Shai, de la gran Canadá… y de Murray.

Porque, ahora mismo, este no es el momento dulce que debería ser para el base de los Nuggets. Su equipo entregó la corona en unos playoffs decepcionantes, en los que cayó en segunda ronda contra Minnesota Timberwolves, fundidos en el séptimo partido, en su teóricamente fortificada altitud (la Mile High) de Denver. Lo que pintaba a dinastía alrededor de Jokic y Murray ha quedado en suspenso, pendiente de correcciones y actualizaciones y con dos bajas cruciales en dos veranos desde el anillo, Bruce Brown primero y Kentavious Caldwell-Pope ahora. Murray anotó dos tiros ganadores, dos highlights monstruosos, en primera ronda contra los Lakers (4-1), pero antes del quinto partido se anunciaron los problemas de gemelo que le molestaron contra los Wolves y que incidieron en sus habituales enredos físicos: en las dos últimas temporadas ha jugado 65 y 59 partidos después de perderse el curso y medio anterior por una grave lesión de rodilla. Esta temporada igualó sus mejores números en anotación (21,2) y alcanzó sus topes en asistencias (6,5) y tiro de tres (42,5%), pero le volvió a faltar continuidad por un reguero de problemas musculares. El peor le secó más de un mes entre noviembre y diciembre.

RONALD MARTINEZAFP

Así que, con ese chasco final en playoffs, ha sido una temporada decepcionante para Murray, un jugador con talento All Star… que todavía no ha sido All Star. Las Finales de 2023 (4-1 a los Heat) parecieron su elevación definitiva como conductor de juego y contribuidor estable, no solo como talento deslumbrante pero agazapado a un lado del trono de Jokic. Promedió 21,4 puntos, 6,2 rebotes y 10 asistencias. Los únicos jugadores con medias de 21 puntos y 10 pases de canasta (al menos) en la lucha por el título habían sido, antes que él, Magic Johnson, Michael Jordan y LeBron James. Era lógico, el pasado verano (cuando se apartó del Mundial, fundido), esperar un curso 2023-24 con una producción más constante, el primer billete para el All Star Game y, por qué no, otro título de campeón para Jamal Murray.

En lugar de eso, ha tenido un año difícil para sus estándares. Brillante casi siempre en pista, pero ausente demasiadas veces; Sin plenitud física en el momento clave y peor de lo que necesitaba su equipo cuando tenía que descargar de responsabilidad a Jokic. Juntos en pista (1.418 minutos), tuvieron un net rating devastador (+15,4). Pero Murray sin Jokic (444) se quedó en un cuestionable -14.

En playoffs tuvo sus tiros ganadores, además contra los Lakers, y sus destellos de esplendor marca de la casa, pero no salvó a su equipo del naufragio en el que entregó la corona y, además, dejó algunos momentos de actitud muy discutible cuando las cosas se torcieron, incluido el lanzamiento a la pista de una bolsa de agua caliente que le costó una multa de 100.000 dólares. Su trascendencia en los Nuggets, es obvio, sigue intacta: jugará la última temporada de su extensión de contrato rookie (cobrará 36 millones para cerrar un acuerdo de cinco años y 158) y lo hará, si no pasa nada raro, con otra extensión máxima ya sellada con unos Nuggets que quieren zanjar el asunto en cuanto acaben los Juegos y sin sentarse a negociar siquiera: serán cuatro años extra por 209 millones de dólares. Dinero, claro, de súper estrella. Lo que tiene dentro y lo que, en un momento de punto de inflexión en su carrera (sabemos cuáles son sus picos, hay que descifrar cómo de sostenibles son), espera de él una Canadá que si encuentra su mejor versión será un equipo muy, muy, muy difícil de ganar. Todavía más.

El gran proyecto de un padre obsesivo

Criado en el área de Ontario, Murray jugó (2015-16) un brillante curso en Kentucky (20 puntos por partido) durante el que el gurú John Calipari intentó que no optara demasiadas veces por los tiros más difíciles, por mucho que no parara de meterlos. El reputadísimo entrenador dio su toque al desarrollo de un jugador que eligió la universidad que ha llenado la NBA de guards estrellones en los últimos quince años: John Wall, De’Aaron Fox, Shai Gilgeous-Alexander, Devin Booker, Eric Bledsoe, Tyrese Maxey, Tyler Herro…

Tanto allí, novato en College, como en Denver siempre ha tenido muy cerca a su padre: Roger Murray, origen jamaicano y obsesión en el trazado de los pasos de su hijo. Un tipo que nunca ha enredado con compañeros, entrenadores o rivales y que jamás ha exigido nada para Jamal, ni minutos ni tiros. Y que antes de Kentucky ya sabía que la labor de su vida cuajaba. En 2015, con 18 años, Jamal fue MVP (35 puntos) del Nike Hoops Summit en el que el equipo del mundo, con Ben Simmons a su lado, ganó a un combinado estadounidense comandado por Jaylen Brown y Brandon Ingram. Meses después, destrozó a Estados Unidos en la semifinal de los Juegos Panamericanos. Anotó 22 puntos entre el último cuarto y la prórroga, el triple que forzó el tiempo extra y dos seguidos después para sellar triunfo de Canadá. Mike Brown estaba en el cuerpo técnico de aquella USA: “Sabíamos que Jamal era bueno, pero no que era tan bueno”.

Murray fue número 7 del draft de 2016, aunque algunos lo proyectaban en el top 5. Los Nuggets se hicieron con él gracias a un intercambio de picks que les debían los Knicks desde cinco años antes, cuando Carmelo Anthony fue traspasado a Nueva York. En las Rocosas lo tenían claro aunque un año antes habían elegido, también en el 7, a otro base de (teórico) futuro brillante, Emmanuel Mudiay. Murray debutó en la NBA con cuatro partidos sin anotar ni un tiro, un 0/16 que le hizo preguntarse qué demonios estaba pasando. Pero incluso durante los dolores de crecimiento de su año rookie, ya era obvio que tenía madera de jugador especial. Doc Rivers le dijo al directivo Lawrence Frank, después de un Nuggets-Clippers en el que Murray no metió ni una, que ese chaval sería algún día el máximo anotador de la NBA: “No tiene miedo a nada, siempre cree que es el mejor de los que están en pista”. Para su segunda temporada ya era titular y rondaba los 17 puntos por noche.

Y no tenía miedo a nada, en gran parte, por el reverso de ese Roger Murray cuyos métodos fueron muy cuestionados, especialmente cuando un artículo de ESPN explicó con todo detalle como había fabricado su estrella del baloncesto. Literalmente desde la cuna, cuando llevaba a Jamal con él y aparcaba el carricoche junto a la cancha para que el bebé se fuera acostumbrando a los sonidos del juego. Poco después, le ponía al lado de la pista de los mayores una canasta de juguete, de marca Fisher-Price. Para cuando tenía siete años, Jamal Murray ya tenía que meter 30 tiros libres seguidos si quería dar por acabada una sesión de trabajo. Exatleta, devoto del baloncesto desde que vio jugar a Michael Jordan por primera vez y admirador de la filosofía de Bruce Lee, Roger usó métodos castrenses para conseguir que su hijo disparara la tolerancia al dolor, fortaleciera su cuerpo y, sobre todo, entendiera que la mente estaba por encima: era la verdadera clave.

Él, Jamal, ha asegurado siempre que no sufrió mientras crecía, que era feliz siguiendo el camino que su padre había trazado para él. Para ambos: se trataba de crear una gran estrella canadiense y, finalmente, el mejor jugador de la NBA. No uno muy bueno: el mejor. Tim Connelly, el directivo que lo drafteó y que ahora está en los Timberwolves, tenía que pararle los pies cuando lo veía enfrascado en entrenamientos interminables y sesiones de vídeo inacabables. “Le decía que más no es siempre sinónimo de mejor”. Pero Jamal Murray no se iba a detener justo entonces, recién llegado a la NBA: “Por cómo me preparaba antes, esto es lo fácil, la NBA es como un descanso”.

Tandas durísimas desde muy niño, a cubierto o entre la nieve de los inviernos de Canadá. Dribblings en las pistas deslizantes de hockey de hielo, un cultivo delicado del equilibrio. Kungfú, meditación, ejercicios para poner sus pulsaciones por debajo de 40 y trabajo físico y mental para tolerar lo que le echaran: se pasaba minutos, por ejemplo, en posición de sentadilla, sin moverse y con tazas de te muy caliente sobre sus rodillas. No tenía móvil, no podía jugar a videojuegos ni ir al centro comercial y la televisión se desconectaba si llevaba demasiado tiempo encendida. Lo que hubiera que hacer, se hacía. De momento, ya ha sido campeón de la NBA. Ahora, quiere también una medalla olímpica que sería histórica para Canadá.

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