9.636 kilómetros para ver a Llorente

Se llama Ezequiel Oblanca y es un argentino de Salta que esta semana pisó por primera vez Los Ángeles de San Rafael. Lo hacía con 9.636 kilómetros y una historia a la espalda: ver en movimiento, en persona, a ese muchacho que llena varios de los cuadros que su padre pinta. “Es el único jugador del Atlético al que ha retratado”, confiesa mientras espera al autobús del equipo, tras las vallas. Verle de cerca es su sueño. Hace un año que está en España, hace meses que acaricia esta semana de julio como quien toca un sueño: poder acudir a un entrenamiento del equipo para ver a Marcos Llorente, el chico del cuadro.

“Marcos lo tiene”, explica mostrando en la pantalla de su teléfono el momento. “Mi padre le regaló el cuadro a un cura, el padre Argimiro, del colegio San Agustín de Madrid en el que estudiaron Llorente, su padre y sus tíos”, continúa. Y el padre Argimiro, a su vez, se lo donó a otra persona: al padre de Marcos Llorente. “Mirá, mirá”, muestra con entusiasmo Ezequiel, “aquí tengo la foto del momento en el que se lo entregaron: los dos, padre e hijo, posando con él, qué momento”. Uno inolvidable que ellos solo vivieron de lejos, cuando recibieron la foto. Ahora Ezequiel acude a Segovia con las imágenes de tres de los cuadros de Llorente que pintó a golpe de dedo en el teléfono, listos para mostrar enseguida, y los ojos grandes por verle. “Siento que el estar aquí como si lo hiciera mi padre”. Pero, no, su padre, Feliciano, natural de Benavente emigró a Argentina con 17 años y allí sigue, en Salta, aunque su hijo hiciera el año pasado el salto contrario, de allá a acá.

“Mi padre pinta y tiene muchos cuadros de jugadores: de Messi, Diego Milito...”, relata, pero los de Llorente son una excepción: es el único futbolista español y el único del Atlético que ha pintado. La idea brotó tras verle marcar aquel gol para siempre, el de Anfield, en la Champions 19-20. Feliciano es del Atleti y pintarlo era una manera, durante la pandemia, de estar cerca de casa. Luego está esa otra razón, el colegio que sirvió de enlace: “Mi padre jugaba en los antiguos alumnos del San Agustín y allí conoció al padre de Marcos”. Rojiblanco y en botella. Antes que Ezequiel, el cuadro de Llorente recorrió esos 9.636 kilómetros. Además del momento de su festejo cuando marcó aquel gol de Champions, está el del primero con la rojiblanca, al Valencia.

El relato se detiene. El autobús llega. Ezequiel contiene la respiración mientras inicia la cuenta de los jugadores que bajan del autobús. “Koke, Vermeeren, Lemar...”, comienza. “¿Y Llorente?”, musita, cuando ya van unos cuantos y el español no ha asomado. “Ahí está”. Es el último. “¡Llorente, Llorente!”, grita, pero el futbolista no oye. Tampoco lo hizo Correa cuando le dijo “De Salta” en profundo argentino. Cuando la sesión termina y los futbolistas hacen el camino contrario, del campo al autobús, Marcos es el primero en pararse a firmar en el lado de la valla en la que está, pero Ezequiel está tan emocionado que sus “Llorente, Llorente” son más susurros que gritos, no detienen, como si con ver valiera. “Aunque sí que me hubiese gustado una foto con él”, musita cuando el autobús se marcha y se esfuma la posibilidad. “Para enviársela a mi padre”. Cerrar el círculo del cuadro. Aunque vuelva a Benavente sin quitarse los ojos grandes, de sueño cumplido.

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