Grupo C | España 4 - Irlanda 0

España toca y también afina

Doblete de Fernando Torres, que fue titular. Obra maestra de David Silva. Dominio total de España, que sacó brillo al juego de toque. Cesc Fàbregas volvió a marcar como falso nueve.
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España se enamoró de su reflejo e Irlanda nos sujetó el espejo. La Selección se llenó la cara de besos, zanjó los debates y recuperó las buenas sensaciones. Hubo un guiño para cada conflicto. Torres marcó dos goles, Silva dejó una perla y Cesc, sacrificado ayer en beneficio del nueve puro, cerró la cuenta con un gol de ariete inmaculado. Otra vez somos campeones de todo, de nuevo alegres y vivarachos.

El crack

Silva Impecable y elegante. Gran visión, frialdad para asistir a Torres en su segundo gol y marcar un tanto.

¡Vaya día!

Dunne Ofreció torpeza e impotencia ante el juego español y el peligró que llevó en todo momento Torres.

El dandy

Iniesta De sus botas siempre se puede esperar lo mejor y anoche dejó otra vez detalles de gran clase.

El duro

St. Ledger Hizo una entrada muy fuerte e innecesaria a Silva cuando el partido ya estaba resuelto.

La categoría del rival no es asunto que merezca un gran análisis. Poca. Y no insistiremos sobre la cuestión. La felicidad, aunque ilusoria, sirve de mucho. El buen ánimo es la gasolina de este país y anoche por cada gol se colgaron mil banderas de mil balcones. Quizá más. También eso nos alimenta en la misma medida que llenará de miedo a los rivales.

Todo salió bien. Torres fue titular y marcó a los tres minutos. Fue un golazo, plagado de seguridades. Tomó un balón sin dueño, enfiló la portería y disparó con un bazuca. Fue un arrebato de inocencia juvenil, cuando no le pesaba nada, ni siquiera el Atleti.

Celebrado el gol y recuperada la memoria, Torres regresó poco a poco a sus inseguridades, o ellas volvieron a él. Así le habríamos dejado en caso de no volver a marcar. El doblete lo cambia todo, hasta nos hace olvidar su última carrera, en la que pareció cargado de mochilas. Tan exhausto llegó a la meta, que el acoso del central fue el viento que le movió la pierna. Algo le han hecho en Londres. Y cuando lo recuerde, lo recordará todo. La intriga merece la espera. Y el gol de Viena también.

Posesión. Dominamos a placer y en esta España todo se construye desde la posesión. La Selección se casa con el balón y los goles son los nietos, una lejana consecuencia. Los hijos nacen de los pases y de las triangulaciones, del amor; ahí está el disfrute. Si ayer marcamos cuatro goles es porque pudimos hacer ocho, probablemente diez.

Este fútbol tántrico luce mucho y mancha poco. La adaptación es más complicada para los aficionados que se han acostumbrado a la verticalidad asesina del Madrid de Mourinho. Esta es otra película, otro menú. Ni vísceras ni carne roja; aquí la comida no rebosa y se sirve en platos cuadrados.

Los rondos son terapéuticos y se asemejan, en cierto sentido, a una reunión de talentos anónimos. En cada pase cabe un testimonio jaleado por el resto.

Para disfrutarlo hay que entenderlo. España no ataca el sistema defensivo del rival: ataca su paciencia. Lo suyo (lo nuestro) no es un despliegue bélico, sino un ejercicio de hipnosis. Y fijada la atención del enemigo, la Selección no busca destruirlo, sino convencerlos. En esa aspiración redentora se parece mucho al Barcelona. Y en otras cosas también.

Casi 45 minutos después del trallazo de Torres (una eternidad, a tenor de lo visto), marcó Silva. Su gol fue la mejor definición de nuestro fútbol y de su propia personalidad. No chutó ni a la primera ni a la segunda. Tampoco a la tercera. Como si sólo le valiera un buen gol, uno para enmarcar. Y lo consiguió: después de amagar varias veces, de tumbar defensas para un lado y otro, metió el balón por el canuto de un Bic, por el único lugar por donde corría el aire.

Tanto se gustó España que el portero irlandés, mal al inicio, tuvo ocasión de mejorar su expediente. Es extraño. Hasta el final pareció en condiciones de evitar la goleada, aunque la goleada llegó. A eso me refiero: este equipo campeón no enoja ni al portero rival. Nadie resulta ofendido, ni el central que bailó como un junco.

Tras el tanto de Torres, España jugó sin delantero centro pese a necesitar los goles. Pero ya cuesta encontrar argumentos para hacer un reproche al seleccionador; siempre le salen las cuentas. Cazorla pudo marcar el cuarto, pero lo hizo Cesc, que controló con un engaño y fusiló con la rabia de quien no entiende las razones de su suplencia.

Afición. España se pasó los últimos minutos levantándole la falda a Irlanda y entonces comprendimos que la verdadera selección de Irlanda es el público. En ellos está lo excepcional. Buen aprendizaje para cuando pinten bastos, otro día, quizá otro año.

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