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Hammond: “¿Para qué quiero el dinero de los Lakers si gano más vendiendo droga?”

Dice la leyenda que Hammond fue el mejor jugador de baloncesto callejero de la historia. En Harlem fue un rey en las pistas y un traficante en las calles.

Así lo cuenta en primera persona Julius Erving, el inolvidable Doctor J, en sus memorias (“Dr. J, The Autobiography”): “Los partidos en Rucker Park eran tan puros… No había que preocuparse de que un entrenador te sentara si tomabas una mala decisión. Allí podía ir de lado a lado de la pista, correr con la bola siempre que quería. Pero también sabías que si se la liabas a un rival en una jugada, te la iba a intentar devolver en la siguiente. Como aquellos partidos no se televisaban, algunas de las cosas que pasaron se exageraban, se sacaban de quicio por el boca a boca. Pero hubo partidos legendarios. Uno contra Milbank, un equipo de ‘playground’ que se suponía que tenía al menor jugador callejero del mundo, Joe “The Destroyer” Hammond. Mis compañeros me decían ‘tío, va a aparecer El Destructor’ y yo me preguntaba ‘¿quién es ese destructor?’. Era un tío de 1,93 con fama de ser el mejor jugador de uno contra uno de Nueva York, que era lo mismo que ser el mejor del mundo. Nunca jugó en instituto, pero fue drafteado por los Lakers de la NBA y los Nets de la ABA en 1971, y rechazó hacerse profesional porque eso habría supuesto rebajar sus ingresos con respecto a lo que ganaba como traficante de droga, de heroína y marihuana. Decía que cuando los Lakers le ofrecieron 50.000 dólares, el tenía guardados 200.000 en su apartamento.

Yo estaba sentado en el banquillo y empecé a ver que la gente se ponía nerviosa, empezaban a señalar una limusina que había aparcado al otro lado de la Octava Avenida. La puerta de la limusina se abrió y apareció El Destructor vestido de traje. Luego me dijeron que venía de jugar a los dados en un club. Se quitó el traje y los zapatos y debajo llevaba ropa de baloncesto y así empezó a hacer reverencias a los cuatro lados de la pista diciendo ‘estoy aquí, tíos, El Destructor está aquí'.

Julius Erving (72 años ahora) fue campeón de la ABA y la NBA (con los Sixers), MVP de las dos Ligas, 16 veces all-star (once en la NBA, cinco en la ABA) y se retiró en 1987 como uno de los mejores, y más icónicos, jugadores de la historia. ¿John Hammond? El Destructor acabó en la cárcel y pasó después unos años prácticamente en la indigencia, vendiendo lo que encontraba por la calle y pasando por tiempos muy duros en Harlem, el barrio que era imposible sacar de dentro de él, del que nunca quiso irse. Todavía se le considera la gran leyenda del playground, de las canchas callejeras, el hito en la mística de esos torneos que convirtieron a Rucker Park (155th Street, Harlem) en mucho más que una pista de baloncesto. Liturgias sagradas para la contracultura negra, baloncesto sin ataduras en una herencia que mezclaba a profesionales, jugadores de universidad y almas libres (o presas de un sistema profundamente injusto) de las calles.

En el inicio de los años 70, tipos como Erving y Hammond construyeron la leyenda de Rucker Park, con los aficionados llegando en cascada, subiéndose a árboles y tejados para verlos: mucho más que partidos. Hammond, decían, tenía un tiro letal pero era, sobre todo, imparable en penetración, un azote para quienquiera que le defendiera. Nunca bajó en esa cancha de 40 puntos, o eso se dice. Su récord fue 82. En el partido de la limusina, llegó poco antes del descanso y acabó con 50 puntos. El equipo de Julius Erving, los Westsiders, entrenados por el periodista Peter Vecsey y con jugadores que ya eran profesionales en su bando, necesitó dos prórrogas para ganar. El Doctor (39 puntos) se llevó el título. El boca a boca ya azuzaba esa felina silueta de pelo afro que estaba a punto de convertirse en profesional sin acabar su periplo con los Minutemen de UMass. El MVP, sin embargo, fue para John Hammond. The Destroyer, El Destructor. Tenía 21 años.

En aquellas memorables tardes en Rucker Park quedó claro, sobre todo a los miles de aficionados que se congregaban, que Hammond podría ser el mejor también entre los profesionales. El gran orgullo negro. Wilt Chamberlain, absolutamente conectado a la vida neoyorquina en cuanto sus obligaciones profesionales se lo permitían, tampoco tenía dudas. Y dijo a su equipo entonces, los Lakers, que drafteara como fuera a ese jugador. Los angelinos, sin haberlo visto, hicieron caso a su pívot/montaña y le dieron a Hammond el número 5 en el hardship draft de 1971. Un draft secundario creado para elegir a jugadores que no habían terminado su ciclo universitario; Una extraña respuesta al triunfo de Spencer Haywood, al que los tribunales dieron permiso para ser profesional y poder alimentar a su familia antes de lo que por entonces estaba estipulado. Hammond había dejado el colegio a los 14 años, pero no se habría graduado en la universidad (si hubiera ido) hasta 1972, así que los Lakers atacaron por la vía del hardship… y con una oferta de 50.000 dólares, una casa un coche y tres años de contrato. Pero se encontraron con una negativa que él mismo, El Destructor, explicó así: “Debían creer que estaban ofreciéndole el mundo a un miserable negro del gueto, pero no necesitaba su dinero. Vendía droga y jugaba a los dados desde los diez años. A los quince tenía una cuenta secreta de mi padre en el banco con 50.000 dólares y cuando los Lakers me hicieron su oferta, tenía 200.000 en mi apartamento. Ganaba miles de dólares vendiendo heroína, cocaína, crack, marihuana… No necesitaba 50.000 dólares de los Lakers. Les dije que merecía lo mismo que sus mejores jugadores porque era mejor que ellos, pero no quisieron pagarme más. No podían creer que un pordiosero estuviera negociando así”.

Después, Hammond rechazó otro contrato de tres años de los Nets, todavía en la ABA y que tenían en plantilla… a Julius Erving. Y se lo llevó por delante una detención y la condena que lo mandó a la cárcel cuando Ronald Reagan se puso duro en la guerra contra la droga. Solo llegó a jugar en ligas menores, empujado por amigos y sin renunciar a los excesos y los conflictos que le apartaron de ser, tal vez, también uno de los mejores de la historia en las pistas profesionales. Bajó a los infiernos, tocó fondo, pasó las de Caín y ha acabado viviendo una vida tranquila en Harlem, el que fue su reino.

Algunos dicen que realmente no metió 50 puntos en aquel duelo mítico, entre ellos el propio Doctor J: “De ninguna manera, no fue como luego contó la gente. El único que podría haberme metido 55 puntos era Bernard King, pero porque él se los podía meter a todo el mundo”. Pero también coinciden en que lo mismo da. Y en que cualquier movimiento de las grandes estrellas profesionales, él lo podía hacer mejor. Que sus mates retumbaban y sus suspensiones, cuando no existía la línea de tres, volaban desde las mismas distancias remotas en las que luego operó Stephen Curry. Dentro de las pistas, podía con todos. Fuera de ellas, en esas mismas calles, la marca de las drogas y la marginalidad le habían robado ya cualquier oportunidad cuando era un crío. Como tantas y tantas veces, el reverso tenebroso del sueño americano, ese cuento de hadas que nunca fue.

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