NBA

El mismo sueño, un nuevo mundo

El Team USA recuperó el brillo, el polvo de estrellas, en París 2024. Pero el torneo olímpico dejó claro que este baloncesto no es el de 1992.

ARIS MESSINISAFP

Quizá, y puede que esa sea la enseñanza que ha dejado el baloncesto de París 2024, ha llegado el momento de dejar de comparar todo con 1992 mientras se repite que todo cambió a partir de 1992. Parece una obviedad, pero es un parto complicado porque se mezclan demasiados factores, desde la no siempre acogedora nostalgia a unos prejuicios que van en todas direcciones, balas en un tiroteo que no conduce a ninguna parte: los defensores de la NBA (¿necesita defensores?), los defensores de la pureza del juego FIBA (¿necesita defensores?); los que se irritan con cualquier comparación que tocan al Dream Team, su (¿su?) Dream Team, los que están hartos de que en deporte (¿solo en deporte?) cualquier tiempo pasado tenga que ser forzosamente mejor… En fin.

A estas alturas, y es algo sencillamente natural, las postales de 1992 tienen más que ver con un lote de estrellas del rock que con un equipo de baloncesto, por mucho que fuera el mejor equipo de baloncesto jamás ensamblado hasta entonces. No se trataba de ganar el torneo olímpico (8-0 y oro, claro), ni de arrasar con buenos modos (117,3 puntos de media, 43,7 de margen por victoria). Era cuestión de ejercer de evangelistas del credo NBA. Encoger el mundo y meterlo en el puño de la liga estadounidense, construir una narrativa, crear un nuevo mundo. Uno que, visto así, nació cuando a la URSS (Sabonis, Volkov, Marciulionis, Tikhonenko, Kurtinaitis, Homicius, Belostenny…) se le ocurrió ganar a Estados Unidos (Dan Majerle, Danny Manning, David Robinson, Hersey Hawkins, Mitch Richmond…) en las semifinales de Seúl 88 (82-76). Para Estados Unidos, era un todavía excelente 84-2 en su historia olímpica. Pero la herida, connotaciones políticas incluidas, iba mucho más allá.

En 1989, después de aquel suceso, se dio el paso definitivo para que los NBA pudieran estar en los torneos olímpicos. Barcelona 92 no solo tenía el viento de cara por ser pionera sino que recogió un momento único, el relámpago en una botella que suponía unir a los últimos Magic Johnson y Larry Bird con el emergente Michael Jordan. Y todos los demás, claro. El propio Juan Antonio Samaranch dijo, cuando tocó hacer balance, que lo más importante de los Juegos había sido “el estruendoso éxito del torneo de baloncesto”. La expansión de la NBA sufrió una aceleración vertiginosa después de haber vendido la mejor de sí misma (básicamente, lo mejor de su historia), en los 69 países que vieron los partidos por televisión. Las imágenes que más se repiten de esos Juegos son las de los aficionados apabullados como quien veía a los Beatles… pero también las de los rivales apabullados como quien veía a los Beatles.

Los rivales ya no se dedican a pedir autógrafos

Peticiones de camisetas y autógrafos durante los partidos, jugadores que avisaban a compañeros para que les hicieran una foto desde el banquillo justo cuando estaban defendiendo (¿defendiendo?) a Magic Johnson. Por entonces, Charles Barkley podía decir aquello de que no sabía qué era Angola, “solo que están en problemas”, mientras Magic se quedaba boquiabierto cuando levantaba la vista y veía con quién estaba jugando: “No sabía a quién pasarle la bola”. Los Pau Gasol, Dirk Nowitzki o Yao Ming, la generación global que normalizó que los jugadores no estadounidenses pulularan por la NBA y ocuparan, otro paso crucial (del cuantitativo al cualitativo), estancias de su planta noble, no se despegó del televisor y corría al parque después de cada partido para tirar a canasta e imaginar que eran ellos. Todos lo han contado así. Demonios, Nowitzki llevaba el 41 en los Mavericks porque Charles Barkley era el 14 en aquel Team USA. Robert Pack tenía precisamente el 14 cuando Nowitzki llegó como un rookie que no sabía ni cómo arrancar un coche americano en 1998, y se negó a hacer un cambio con aquel chico que simplemente invirtió los números para no perder del todo su intento de parecerse a Barkley. Del 14 a un 41 que ahora es el número más importante de la historia de los Mavericks.

1992 fue un big bang, maridó con la gran NBA que habían asfaltado Magic Johnson y Larry Bird, la que sacó a la Liga de su depresión (cuestión de percepción y negocio, no de talento en pista) de finales de los setenta, y conectó con la autopista de alta velocidad que estaba construyendo David Stern, obviamente un personaje clave en todo este proceso, en torno a la irresistible figura de Michael Jordan, para el que Barcelona también fue un hito en la edificación de ese imperio que cambió la NBA, el baloncesto y, seguramente, todo el deporte profesional y sus equilibrios de poder. Ahí se plantó la semilla de la NBA global, del baloncesto que convirtió el Atlántico en un puente aéreo de dos direcciones y tráfico cada vez más congestionado. Todo ese nuevo mundo, ese otro mundo, se ha desarrollado durante 32 años, así que conviene preguntarse por qué la vara de medir de ahora sigue siendo la comparación con entonces; por qué esto tiene que ser como aquello o no ser. Y eso incluye a los propios protagonistas, como ese Kevin Durant que, mientras se ensamblaba este maravilloso equipo de 2024, habló de vengar la afrenta del Mundial de 2023 (un cuarto puesto muy lacio) y ganar “todos los partidos por 30 o 40 puntos”.

DAMIEN MEYERAFP

La fotografía de LeBron James, Stephen Curry y Kevin Durant es tan poderosa, producirá en el futuro los mimos escalofríos (los produce ya, de hecho) que la de Magic Johnson, Larry Bird y Michael Jordan. Pero si la imagen del 92 era la de los rivales pidiendo autógrafos y sintiéndose parte del show (todos salvo quizás los intentos en versión kamikaze de la imposible Croacia), la de 2024 es la de la remontada contra Serbia, la euforia por no perder. E incluso la del trabajo duro, mucho sudor, para controlar a Francia en la final. Al final, eso sí: 6-0 y +19 de diferencia media. Pero solo +15 total entre semifinales y final. Aquellos Estados Unidos tenían que tener cuidado de no parecer excesivamente altivos, de no humillar. Estos todavía tienen que cuidar las formas, porque siempre será un equipo/embajador por encima de muchas otras cosas, pero también tienen que remangarse, al menos en un par de partidos trampa. Y pensar bien quién va y quién no, no solo por el póster sino por quién puede hacer qué cosa y cubrir qué rol. Y medir quintetos de inicio y, sobre todo, de cierre de los partidos.

Todo eso era inimaginable en 1992. Pero el cambio (trascendental) de perspectiva no habla tanto del Team USA, de si este equipo es peor o mejor o más o menos que aquel (o de los de 2008 y 2012), sino del resto del mundo. Es una clave seguramente mucho más sencilla de lo que acaba pareciendo cuando se acumulan nudos en las cuerdas demasiado tensas de algunos debates. Y hay un trasfondo que tiene que ver con algo más inmaterial, tal vez una cuestión de aura y polvo de estrellas. Porque el retroceso no solo sería perder: un Team USA de formato NBA ya cayó, y tres veces, en Atenas 2004. Han pasado veinte años y no ha habido más derrotas olímpicas, por lo que aquella pesadilla se ha acabado vinculando más al desastre de un equipo desorganizado, poco preparado y desconectado de la realidad competitiva de un nuevo siglo que del pico de crecimiento que, por entonces empezaba a ser obvio, estaba experimentando el baloncesto internacional. En todas partes.

El ritmo del día a día de la NBA actual

Si durante las temporadas NBA convivimos con conceptos ya perfectamente naturalizados e interiorizados, no deberíamos convertir unos Juegos Olímpicos en una excepción despegada de todo contexto. Seguramente el mejor jugador del mundo ahora, en este momento (sin medir carreras completas, lo que hubo y lo que habrá) es Nikola Jokic (serbio). En la última votación del MVP (lleva tres, los mismos que Larry Bird y Magic Johnson) ganó a Shai Gilgeous-Alexander (canadiense) y Luka Doncic (esloveno). Los tres formaron el Mejor Quinteto con Giannis Antetokounmpo (griego) y un único estadounidense, Jayson Tatum. La mitad de los jugadores elegidos como titulares del último All Star Game nacieron fuera de Estados Unidos. Y son franceses el Mejor Defensor, el Rookie del Año y los dos últimos números 1 del draft, incluida la nueva gran sensación, el jugador llamado a llevar el baloncesto a su siguiente fase evolutiva: Victor Wembanyama.

Hemos enlazado ya unos cuantos años en los que un repaso a los premios y reconocimientos individuales de final de temporada explica, en un vistazo, cómo los jugadores no estadounidenses han empezado a acaparar posiciones de élite en la jerarquía de la liga. Un fenómeno más o menos reciente, el siguiente estadio (lo cuantitativo) de la expansión global (lo cualitativo). En la temporada anterior a los Juegos de Barcelona, había en la NBA 23 jugadores no estadounidenses. En el inicio de la pasada temporada la cifra ascendía a 125, un récord que se actualiza cada mes de octubre. Los jugadores van y vienen sin parar. Lo intentan en la NBA, regresan a Europa, hacen otra vez el camino de vuelta… Lo que antes era un trayecto casi místico, el salto al otro lado de un umbral desconocido, ahora es el pan nuestro de cada día. Las reglas de mercado y las relaciones laborales se han transformado, un baile grueso que incluye el reclutamiento cada vez más masivo de unas universidades que están ganando margen para poner dinero sobre la mesa (no solo en el maletín que descansa a sus pies) y la normalización, en la dirección opuesta, del salto al nivel Euroliga de jugadores cada vez con más rango NBA.

A pesar de todo esto, y lo vemos cada temporada en todas las competiciones, una mayoría abrumadora de los mejores jugadores, sobre todo en cuanto se abre el abanico (del top 5 al top 20, por ejemplo) siga siendo estadounidense. A estrellas de la Euroliga les sigue costando horrores hacerse un hueco en la NBA (ahí están Vezenkov, Campazzo, Tavares…) y talentos como Mike James o Kendrick Nunn son megaestrellas en Europa pero serían -en el mejor caso- carne de banquillo (sin entrar en las circunstancias particulares de cada uno) en la NBA. De hecho, la arquitectura de despachos entre los grandes equipos de Europa se basa en gran parte, ahora mismo, en entender todo esto: quién captura al vuelo a los que regresan magullados y quién acierta más con los que son de allí pero quieren (a veces, simplemente, se ven obligados) probar aquí.

Y, también a pesar de todo lo demás, Estados Unidos ha vuelto a ganar todos sus partidos, la mayoría por aplastamiento, en otra cita olímpica. Tan cierto es que ya no le basta con llevar versiones aguadas (como la del último Mundial) como que la mejor posible que pueden reunir sigue ganando todo lo que juega. Lo que ha cambiado, simplemente, es que ahora parece que en un día concreto, en unas circunstancias concretas, hasta su mejor roster puede perder. Siempre, eso sí, con normas FIBA y en una conjetura que finalmente no hemos visto: Serbia estuvo a punto de ganar la semifinal, pero la perdió. De hecho, entre preparación y torneo, ha perdido los tres partidos que ha jugado contra Estados Unidos este verano. Por eso también, si se quiere, parece un razonamiento enrevesado celebrar que la distancia se ha reducido (es obvio que es así) pero también que la derrota, como esa de semifinales, ha sido milimétrica. Si consideramos a Serbia capaz de ganar a una versión histórica de Estados Unidos (y desde luego lo pareció) y tiene al que ahora mismo debería ser el mejor jugador en pista (el MVP de la NBA), habrá que preguntarse, sin saña pero con exigencia, por qué perdió 32-15 ese fatídico último cuarto que pegó el portazo a una victoria que, desde luego, habría traído tormenta.

La NBA ya no es solo el Team USA

El hecho es que ahora el Team USA es la NBA pero también juega contra la NBA: Francia o Canadá son equipos llenos de jugadores (algunos grandes estrellas, además) de la NBA; Serbia tiene a un tres veces MVP, Grecia a otro dos veces MVP… En París, obviamente sin contar a EE UU en ninguno de los casos, había casi seis veces más jugadores (de 12 a 69) que en Barcelona con presente o pasado en la NBA. En 1992, ningún equipo (más allá de Estados Unidos, claro), tenía más de dos. Con experiencia, porque solo Croacia (Petrovic y Vrankovic) contaba con más de uno en activo en ese momento en la gran liga. Ahora hay 42 por lo que entonces eran solo ocho totales; los mismos que llevó a París, por ejemplo, una selección australiana que no pasó de cuartos de final.

Si a eso se suman las (necesarias para que cuaje la hipotética receta) cuestiones de química y cohesión y los cambios del juego FIBA que tanto se atragantan a los estadounidenses y tanto lustre sacan a las rotaciones de sus rivales (“en FIBA todos se convierten en Superman”, dijo Steve Kerr), el resultado global arroja un panorama más comprimido, pero todavía con Estados Unidos al frente. En cuanto no van los mejores, eso sí, ahora es vulnerable. Si se quiere, muy vulnerable. Pero con los mejores sigue sin perder. Simplemente ya no arrasa, no en todos los partidos y sin pisar el acelerador. Pero, en todo caso, si uno imagina nuevas versiones del torneo olímpico, supongo que lo normal es pensar que el Team USA seguiría ganando todos los partidos y el oro en casi todas ellas. Ahora, al menos, se puede pensar que, a base de repetición, un equipo con LeBron, Durant y Curry podría acabar perdiendo un partido. En 1992, ni siquiera existía tal opción con la selección de Jordan, Magic y Bird.

Las dos fotos, más allá de gustos personales y debates más o menos argumentados, sí son comparables. Los distintos resultados o la forma de alcanzarlos tienen, insisto, mucho más que ver con el contexto y con cómo ha cambiado todo lo demás. En gran parte, y acaba siendo paradójico si se le sigue dando vueltas a lo mismo, gracias al equipo de 1992. En este punto, también es apropiado recordar que estamos, básicamente, programados genéticamente para entronizar (la poesía del recuerdo) determinados eventos de determinados momentos de nuestra vida.

Los verdaderos debates, los que pueden acabar siendo movilizadores, están ahora en otros sitios: en Estados Unidos se están dando cuenta de que les está penalizando su sistema de formación, demasiado centrado en el talento individual, en la cultura del impacto y en la generación de estrellas cada vez más jóvenes (se está abriendo una conversación importante sobre los peligros de los torneos AAU, por ejemplo); en Europa el problema está en la fuga de talentos, en la manera de cuidar y sostener unas canteras esquilmadas ya casi desde la cuna. Y la NBA, mientras, estudia formas de extender y monetizar mejor su obvia ascendencia en el baloncesto mundial.

Eso incluye abrir un melón muy complicado en Europa, donde también hay que entender que ciertos talentos surgen, de puro especiales, por generación espontánea: no hay la certeza de que a Serbia la vayan a aparecer un par más de Jokics del mismo modo que Grecia no encuentra la forma de armar un gran equipo alrededor de Giannis o Doncic está terriblemente solo en la Eslovenia post Dragic. España, finalmente, tampoco tenía una máquina de fabricar Gasoles. De media, la mayor producción de talento y estrellas (de un rango u otro) sigue siendo la de Estados Unidos. Pero, otro escenario que quizá esté por abrirse ante nosotros, Francia y su generación Wembanyama sí puede acabar planteando una variante en el gran paradigma. Y eso incluye la capacidad de absorber (lo demostró incluso en la final del torneo femenino) la hegemonía física desde la que construye buena parte de su superioridad el baloncesto estadounidense. También en eso estamos en otro mundo. Así que mejor entenderlo como tal y disfrutarlo como viene. Sobre todo eso: disfrutarlo.

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