Rebeca Lombardo, española en Islandia, sobre la Lotería de Navidad: “Intento que nuestros hijos sigan teniendo presente ese soniquete”
Desde una de las zonas más frías del mundo intenta que sus hijos entiendan la tradición, lo que significa el ruido, las bromas, la emoción de compartir y el alegrarte cuando le toca a otros.
El sorteo de la Lotería de Navidad emociona a muchos. Por tradición, por esperanzas. Ese día es fiesta, es Navidad. Hablamos con la española Rebeca Lombardo, especializada en autismo y educación especial, que vive en Islandia desde hace 10 años, y nos ha contado cómo se vive el 22 de diciembre tan lejos y, a la vez, tan cerca.
“No lo escucho ya como antes, no me acompaña toda la mañana, no se derrama por la cocina o el salón como un hilo de radio eterno. Aquí no es tradición; aquí, en esta vida que elegimos, no nos pillan de vacaciones, no hay vecinos en la puerta comparando décimos ni el bar montando la quiniela del Gordo. Y sin embargo, lo sigo. Lo sigo todos los años. Me conecto como quien llama a casa”, nos cuenta.
La costumbre: comprar para todos
Siempre, en mi casa, se compraba para todos, mi abuelo siempre decía, que nos toque un pellizquito, porque quería repartirlo a todos los hijos. Le recuerdo sacando la cartera, atada con una goma, con el peine también, con papeles importantes. Y la lotería. Ahora no es lo mismo, claro. Ni el contexto, ni el calendario, ni el ruido de la calle”. Pero el acto, ese doblar el papel, ese guardarlo en la cartera como se guarda un deseo, ese compartir en familia el número y su historia, se mantiene. Es el hilo que no se rompe.
El soniquete de fondo
“Cuando era pequeña, el día del sorteo era una mañana larga. Larguísima. Con esa música repetida que solo conoce quien la ha escuchado muchos años: el canto salmodiado y enérgico de los niños, los bombos girando con una gravedad casi litúrgica, y el rumor constante de “premio” que caía aquí o allá. Ese soniquete entraba en casa y se quedaba, como el olor del guiso. Acompañaba la conversación, el teléfono, las risas. Era la banda sonora de media España. Recuerdo que mmi abuelo era el primero que se levantaba, se iba a la cocina con la radio, muy bajita, íbamos despertando los primos, y cuando toda la casa se activaba, se ponía el volumen alto o la tv”.
“Ahora, esa música no está ya de fondo todo el día. No me cuadra el horario, no me coincide la rutina, no me espera el televisor encendido en el mismo canal de siempre. Pero busco el sonido, lo rescato en vídeos, en recortes, en una retransmisión tardía. Y cuando lo oigo, algo vuelve a su sitio. La memoria tiene un afinador invisible”, dice emocionada recordando que ver cómo la gente celebra es como una doble alegría.
El día después: periódicos llenos de números
“Recuerdo con absoluta precisión el día siguiente. Es una imagen nítida: los periódicos sobre la mesa, grandes y pesados, llenos de listas interminables. Números como lluvias de cifras, desde el premio mayor hasta los más modestos. “De los grandes a los pequeños”, decíamos. Había un ritual paciente, casi metodológico: poner todos los décimos encima de la mesa (los propios, los compartidos, el del compañero que te lo dio por si acaso) y repasar uno por uno con el periódico abierto. Mano izquierda sosteniendo el papel, mano derecha siguiendo con el dedo las líneas. El silencio atento, los chasquidos del bolígrafo marcando coincidencias que nunca llegaban, y el pequeño escalofrío cuando un dígito coincidía, aunque fuese en la primera cifra.
No importaba si el premio no venía. Importaba el rito. Luego, por supuesto, los telediarios: dónde había caído, quién había saltado, qué administración estaba rodeada por una fiesta que parecía de otra época, con gente abrazándose en la calle. “Era un mapa emocional de España. Y yo, no sé, me emocionaba. Me emociono aún”.
Un regreso marcado por la ausencia
El año pasado volvió a España por Navidad. Habían pasado meses sin pisar su tierra, sin sentir el frío que corta y la luz que consuela. Llegó con la ilusión de reencontrar todo lo que había dejado en pausa: las calles, los olores, las voces. Pero la vida, que nunca pregunta, le recibió con una ausencia: su abuela había fallecido un día antes. Un solo día. Ese tiempo mínimo que separa el abrazo que no llega del silencio que se instala.
Y entonces, la Lotería se convirtió en algo más que una tradición. Fue una manera de recordar, de cerrar el círculo, de sostener en la mano un hilo que me unía a ella. Porque mi abuela era de esas personas que siempre tenían un décimo guardado, que repetían con una sonrisa “por si toca”, que hacían del sorteo un motivo para llamar a todos y preguntar “¿qué número llevas?”. Ese gesto, ese rito, era suyo. Y aquel diciembre, mientras escuchaba el soniquete y veía los bombos girar, sentí que la estaba acompañando en su costumbre”, la memoria también canta cuando la música vuelve.
Heredar una música
“Soy muy consciente de que, lejos, la tradición se diluye si no se cuida. Por eso intento que mis hijos sepan qué es esto, que lo vean, que lo toquen, que entiendan la broma, la canción, el juego casi infantil de repetir el soniquete de cantar el Gordo, como yo hacía con mi hermano. Se ríen, no entienden la melodía ni el tempo, y yo pienso: hay músicas que se heredan igual que los apellidos. Hay que cantarlas un poco para que no se pierdan".
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