SOCIEDAD

El pueblo al que se accede a través de una cueva

Cuevas del Agua, en Asturias y muy próximo a Ribadesella, encierra un universo en sí mismo con caseríos, hórreos y un ecosistema en el que conviven los tres reinos de la naturaleza.

Cuando Internet apareció fueron muchos los que pensaron que el planeta había dejado de ser insólito. Que ya no había lugar a misterios, ni a lugares ocultos. Que El mundo perdido era sólo una novela de Arthur Conan Doyle; que Viaje al Centro de la Tierra eran locuras de Julio Verne. Pero no es así. No del todo. Existen millones de rincones que, explorados o no, despiertan el nervio aventurero que hace al ser humano estar vivo.

En España hay muchos de ellos. Y en el norte, concretamente, hay uno que recuerda a las dos obras mencionadas por aquello de adentrarse en lo desconocido tomando la naturaleza como pasaje. No es una meseta, ni hay dinosaurios, como en la historia de Doyle. Tampoco se accede por un volcán, como enigmáticamente ideó Verne. Pero sí mantiene la esencia particular que poseen aquellos sitios capaces de enfrascar un universo en sí mismos. Cuevas del Agua, en Asturias.

Un túnel que separa dos mundos

Está a tan solo siete kilómetros de Ribadesella. Cerca del mundo, pero lejos de todo. Aislado. Siete mil metros que separan lo mundano, aunque bonito, de un auténtico cuento mágico cuyo acceso solo es posible a través de una cueva. ‘La Cuevona’, la llaman. Una tremenda cavidad, atravesada por una carretera, que separa la vida normal de una suerte de pueblo oculto. Allí viven 323 personas.

La gruta es un camino cavernario que desde tiempo prehistóricos se ha cruzado a pie. Una galería gutural. Todavía hoy, aunque existe la posibilidad de introducir el vehículo, se puede pasar a la vieja usanza. Quien lo haga se enfrentará a una extraña transición entre dos lugares. Con sus peligros y sus bellezas. Primero, porque al transeúnte se le recomienda emplear linterna o portar colores claros en su vestimenta para no ser arrollado por un coche: ser atropellado no es imposible en los cuentos de hadas.

Y segundo, porque poco a poco se va internando uno en una armonía natural, casi inalterable. Virgen, a medias. Donde la vida campa a sus anchas animales, vegetales y minerales. No muy diferente de aquellas novelas. Las estalactitas cuelgan pasmadas, como si el agua se hubiese detenido hace mucho tiempo a punto de besar la piedra; y las estalagmitas extienden los dedos desde el suelo, cerca de acariciar el techo. Todo está bañado por la oscuridad. Aunque hace muchos años se dotó al lugar de luz artificial, en un laberinto de grutas la negrura se cuela -o más bien, se estanca- con una facilidad exótica e impresionante. Y en esos recovecos, entre hongos, se desplazan en silencio las salamandras.

Al otro lado está el lugar. Tan asturianamente puro. Con su caserío y su verde. Y con los hórreos que guardan los alimentos y los elevan para evitar que la humedad y los animales terminen con las reservas de comida. Allí donde el mayor cultivo es el maíz. También hay una ermita dedicada al apóstol Santiago, que custodia la fe de un pueblo que dio la espalda al mundo. De otro mundo, como los de Verne y Doyle.

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