SOCIEDAD

El país que quiere clonarse para no desaparecer

La diminuta nación de Tuvalu es uno de los territorios más amenazados por la paulatina subida del nivel del mar, con la sombra de la extinción planeando sobre la región desde hace años

Bañan las olas del Pacífico un lugar diminuto y distinto. Antes, pequeño refugio de pescadores y agricultores. Ahora, una sombra cansada que lucha contra el olvido y la catástrofe. Tuvalu es una nación minúscula. Un montoncito de islas en la otra punta de este mundo -que, de momento, es el único que hay-. También será, según las estimaciones de los que saben, una de las primeras naciones en desaparecer debido al ascenso imparable del nivel del mar. Una víctima -una más- de la emergencia climática.

Tuvalu está bajo asedio. Su enemigo no es ninguna potencia extranjera. Es algo mucho más impredecible e incontrolable. Se bate contra la naturaleza. Es un contrincante despiadado porque no tiene conciencia a la que apelar. Las costas suben y bajan sin atender a los lamentos o las objeciones. No son capaces de ver los ojos vidriosos del anciano que un día, ya lejano, ya remoto, vio su hogar todavía en pie.

Tan desigual es la pelea, que los ciudadanos de este archipiélago no descartan ningún escenario. Ni siquiera el de la catástrofe repentina. Viven, como Damocles, bajo la amenaza constante de una espada afilada. Cada año observan, impotentes, la ausencia de los pedazos de terruño que el agua ha engullido para siempre. Los cultivos dejan de crecer por la salinización de la tierra. Vivir en Tuvalu es extraordinariamente complicado. Solo el amor a su cultura mantiene a los oriundos con los pies anclados al suelo que resta.

Luchar contra el olvido

Pero no son muchos. Menos de 12.000. Nueva Zelanda acoge por cientos a los habitantes de esta región que huyen a las costas del vecino rico en busca de oportunidades. Australia le ofreció al gobierno tuvaluano la cesión de tierras para garantizar la existencia física del país en el futuro. No obstante, la administración insular rechazó el ofrecimiento. Era un regalo que venía con letra pequeña. Los australianos mantenían los derechos de explotación pesquera de la costa.

Con la tristeza del superviviente, los que se quedaron comenzaron a trabajar en una salida moderna pero intangible. El país está siendo clonado digitalmente para que, en la eventualidad de ser pasto de los furores del clima, aún pueda visitarse a través de la red. Desde luego, no es la solución óptima, pues implica una capitulación. La aceptación de la inevitabilidad del deceso de una tierra que fue pisada por decenas de generaciones. El entierro húmedo de los recuerdos.

El ejecutivo del modesto -y cada vez más modesto- manojo de casas y palmeras flotantes ya está valorando las propuestas de varias empresas que se han ofrecido a materializar el proyecto de digitalización de la cultura y los dominios tuvaluanos. De esta forma, incluso después de haber sido borrado de los mapas, los descendientes de los ciudadanos de la microscópica nación podrán estar en contacto con sus raíces. Ver, aunque sea a través de un hilillo, qué hacía tan especial aquellos campos, caminos y cultivos que sus mayores echan ardientemente de menos.

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