Sociedad

El marine de EEUU que luchó en la Segunda Guerra Mundial y pereció en la guerra de Corea: “La vida civil no le sentaba bien”

De las playas sangrientas del Pacífico al hielo mortal del embalse de Chosin, pasando por pruebas nucleares en Bikini y misiones en China. La vida de William Gordon Windrich fue una sucesión de batallas, hasta su último aliento en una colina helada donde se convirtió en leyenda.

Hulton Deutsch
Empezó a trabajar en AS en 1992 en la producción de especiales, guías, revistas y productos editoriales. Ha sido portadista de periódico, redactor jefe de diseño e infografía desde 1999 y pionero en la información de NFL en España con el blog y el podcast Zona Roja. Actualmente está centrado en la realización de especiales web e historias visuales
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Hay hombres que parecen hechos para la guerra. William Gordon Windrich fue uno de ellos. Nació en Chicago el 14 de mayo de 1921, pero creció en Hammond, Indiana. En junio de 1938, con solo 17 años, se alistó en la Reserva del Cuerpo de Marines. Dos años después ya estaba en activo. Y ahí empezó una vida en verde camuflaje que nunca abandonaría.

En la Segunda Guerra Mundial se jugó la piel en Tarawa. Aquello no fue una batalla, fue un matadero. Los japoneses habían convertido el atolón en una fortaleza, y los Marines tuvieron que desembarcar bajo fuego cruzado. Windrich llevaba una ametralladora pesada en el 2.º Batallón de Defensa, resultó herido y recibió un corazón púrpura. Las cifras de bajas estadounidenses fueron espantosas: 1696 muertos y más de 2100 heridos en las 76 horas infernales que duró el ataque. Su servicio no terminó en Tarawa: pasó casi dos años en el Pacífico con el 2.º y 5.º Batallón de Defensa, en misiones de protección y operaciones en islas estratégicas. Cuando la guerra terminó en 1945, volvió a casa, se casó con Margaret y tuvo una hija, Alita. Pero añoraba el uniforme. En febrero de 1946 volvió a alistarse. “La vida civil no le sentaba bien”.

Marines estadounidenses en combate en la cabeza de playa, batalla de Tarawa, atolón de Tarawa, islas Gilbert, noviembre de 1943.Education Images

Ese reenganche lo llevó a lugares insólitos. Participó en las pruebas nucleares del atolón Bikini a bordo del USS Mount McKinley, asegurando la zona mientras su país probaba el poder del átomo. Después sirvió en Washington, en la Fábrica Naval de Armas y en el Cuartel General de Marines. También estuvo en China, en una misión que consistía en proteger instalaciones y mantener la presencia estadounidense en plena guerra civil. Windrich no era un hombre de despacho. Necesitaba acción y sentir que servía para algo.

Cuando estalló la Guerra de Corea en 1950, estaba claro dónde iba a terminar. En septiembre desembarcó en Inchon, una operación audaz que cambió el rumbo del conflicto. Los Marines entraron por sorpresa, tomaron el puerto y se abrieron camino hacia Seúl. Windrich estaba allí, liderando hombres en un país que ardía. Pero lo peor estaba por venir.

A finales de noviembre de 1950, la 1.ª División de Marines avanzaba hacia el norte con una idea clara: terminar la guerra antes de Navidad. MacArthur había prometido que volverían a casa para las fiestas, y el plan era cortar la retirada del Ejército norcoreano en la frontera con China. Lo que nadie imaginaba era que, mientras ellos subían confiados por las montañas heladas del embalse de Chosin, más de 120.000 soldados chinos ya habían cruzado el río Yalu y esperaban ocultos entre las crestas. Cuando los 30.000 marines llegaron, estaban rodeados. Lo que parecía una victoria rápida se convirtió en una lucha por la supervivencia en un infierno blanco: temperaturas de –40 °C, nieve espesa, viento cortante y un enemigo que atacaba en oleadas interminables.

Marines de la Primera División responden con disparos durante un ataque de soldados chinos durante la batalla del embalse de Chosin, Corea, en diciembre de 1950.PhotoQuest

La noche del 1 de diciembre, se desató el caos en la colina 1520. La Compañía I del 3.º Batallón, 5.º de Marines, fue golpeada por fuego de morteros, ráfagas de ametralladora y granadas que iluminaban la oscuridad. Entre ellos estaba el sargento William Gordon Windrich, jefe de pelotón. Según la citación oficial de la Medalla de Honor, organizó rápidamente su pelotón cuando el enemigo lanzó un contraataque feroz, encabezó el asalto hasta la cima del montículo armado con una carabina y, bajo un fuego devastador de armas automáticas, morteros y granadas, dirigió fuego efectivo para cubrir la retirada. Con siete de sus hombres abatidos y después de que una esquirla de granada le atravesara el casco y le hiriera en la cabeza, volvió a su posición, reunió voluntarios y evacuó a los heridos y moribundos desde la ladera helada. Reubicó al resto y, aunque una bala le destrozó una pierna, siguió gritando palabras de aliento. Incapaz de ponerse en pie, se negó a retirarse, continuó dirigiendo hasta que, debilitado por el frío, la pérdida de sangre y el dolor, cayó inconsciente y murió, rodeado de hombres que le debían la vida.

Entonces llegó la parte más dura: no pudieron recuperar su cuerpo. Quedó en tierra enemiga, en una batalla que dejó más de 30.000 bajas aliadas entre muertos, heridos, congelados y desaparecidos. Pero los Marines tienen un lema: “No dejamos a nadie atrás.” En 1955, cuatro años después, cumplieron la promesa. Recuperaron sus restos y lo enterraron en Arlington, sección 31, parcela 4856. El 8 de febrero de 1952, su esposa recibió la Medalla de Honor en Washington.

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Windrich no fue un héroe de película. Fue un hombre real, con una familia, con sueños, que eligió volver a la guerra porque no sabía vivir sin ella. Y en la noche más fría y desesperada, hizo lo que siempre había hecho: cuidar de los suyos. Hasta el último aliento.

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