Carlos de Amésquita, el español que invadió Inglaterra en soledad: “De inexpugnable, nada”
Quemó pueblos, humilló a la milicia inglesa, celebró misa en suelo enemigo y se fue sin que nadie lo tocara. El militar español dejó en evidencia el poder inglés con cuatro galeras y tres compañías.
A veces la historia se esconde en rincones olvidados de los libros. Y sin embargo, hay episodios que merecen ser recordados. Como aquel verano de 1595, cuando un marino español llamado Carlos de Amésquita desembarcó en Inglaterra, quemó pueblos, humilló a su milicia y, para colmo, escuchó misa en suelo inglés. No fue una invasión, fue una bofetada. Y de las que escuecen.
La historia comienza en Blavet, una fortaleza en la costa bretona que los españoles habían tomado dos años antes. Desde allí, Amésquita zarpó el 26 de julio con cuatro galeras —Nuestra Señora de Begoña, El Salvador, La Peregrina y Bazana— y tres compañías de arcabuceros. Su misión oficial era interceptar barcos ingleses que habían capturado naves españolas frente a Pernambuco, en Brasil. Pero en el camino, Juan del Águila, jefe militar español en Bretaña, propuso algo más audaz: atacar Inglaterra.
Y lo hicieron.
Desembarco en Mount’s Bay
El 2 de agosto, las galeras españolas llegaron a Mount’s Bay, en el extremo suroeste de Inglaterra. Allí los esperaba Richard Burley, un católico inglés que les hizo de guía. El desembarco fue rápido. Las tropas, lideradas por Don León de Ezpeleta y el sargento mayor Juan de Arnica, tomaron posiciones mientras las galeras abrían fuego sobre Mousehole.
El pueblo ardió sin apenas resistencia. Solo una casa sobrevivió: el Keigwin Arms, una cantina defendida por su dueño, Jenkyn Keigwin, que murió de un cañonazo. Amésquita ordenó respetar la casa. En el Museo de Penzance se exhiben la espada del tabernero y la bala que lo abatió. El Keigwin Arms sigue en pie hoy en día, y restaurado se ha convertido en vivienda familiar.
Tras Mousehole, los españoles se dirigieron a Paul, un pequeño pueblo con iglesia anglicana. La incendiaron sin contemplaciones. Amésquita, al ver el templo, dijo: “Esto parece una mezquita”. No era solo una guerra militar, era una guerra de símbolos. Quemar iglesias protestantes era, para ellos, como purificar el terreno. Se tomaron prisioneros, pero fueron liberados más tarde, en un gesto que mezclaba propaganda y caballerosidad.
Penzance: el pánico inglés
El día siguiente, 3 de agosto, las galeras viraron hacia Newlyn y Penzance. En Newlyn, el patrón se repitió: bombardeo, desembarco, incendio. Pero en Penzance, por fin, apareció la milicia inglesa, más de 500 hombres liderados por Francis Godolphin. Intentaron resistir, pero el estruendo de los arcabuces y la artillería española los desbordó. En dos cañonazos, la resistencia se quebró. Solo Godolphin y doce soldados se mantuvieron firmes. El resto huyó.
La ciudad fue saqueada. Se calcula que más de 400 casas fueron destruidas y tres barcos hundidos en el puerto. Solo la iglesia de St Mary’s fue respetada, a petición de Burley, quien aseguró que allí se había celebrado misa católica años atrás. Amésquita, irónico, le respondió: “Pronto construiremos una nueva”.
Y lo hicieron. Bueno, casi. En una colina cerca de Penzance, los españoles celebraron una misa al aire libre, oficiada por el fraile Domingo Martínez. Amésquita prometió que, cuando España conquistara Inglaterra, construiría una iglesia en ese mismo lugar. Fue un acto simbólico, casi teatral, pero cargado de intención. Como dijo un cronista inglés: “La flota católica navegó hasta nuestras costas, celebró una misa en suelo inglés, y regresó sin ser tocada”.
Retirada desde el Monte de San Miguel
Al saberse dueños del terreno, los españoles detectaron movimiento hostil desde St Michael’s Mount, donde se reunían nuevas fuerzas inglesas. Hubo disparos de mosquetes y flechas desde posiciones elevadas. Amésquita decidió replegarse. Habían cumplido su objetivo: desmantelar defensas, aterrorizar a la población y humillar al enemigo.
El 4 de agosto, las tropas se reembarcaron. Antes de partir, Amésquita liberó a los prisioneros ingleses en otro gesto calculado. Las galeras tomaron rumbo hacia Bretaña sin ser interceptadas. Ni Francis Drake ni John Hawkins, que estaban en Plymouth, llegaron a tiempo.
La historia no terminó en las costas inglesas. El 5 de agosto, ya en retirada, las cuatro galeras de Amésquita se toparon con una escuadra holandesa de 46 barcos cerca de Penmarch. No eran mercantes, eran corsarios. Y venían con ganas. Lo que ocurrió fue breve, brutal y casi cinematográfico: dos naves holandesas fueron hundidas, varias más quedaron inutilizadas, y los españoles perdieron una veintena de hombres. El resto de la flota enemiga se dispersó como si hubieran visto al diablo. Amésquita, que ya había quemado pueblos y humillado milicias, cerró su expedición con una victoria naval. Como si quisiera dejar claro que no solo sabía desembarcar, también sabía pelear en el mar.
Consecuencias y legado
Cuando las noticias llegaron a Isabel I, la reacción fue inmediata. El Parlamento ordenó reforzar las defensas costeras. El comandante Sir Nicholas Clifford, que llegó con refuerzos demasiado tarde, culpó a las milicias locales por su cobardía. Mousehole nunca se recuperó del ataque. Penzance y Newlyn, en cambio, lograron reconstruirse.
Un año después, en 1596, los españoles intentaron una nueva operación en Cawsand, donde quemaron el pueblo y se retiraron rápidamente. En 1597, se planeó una invasión más ambiciosa para provocar un alzamiento católico en Cornualles, pero una tormenta frustró la empresa.
La incursión de Amésquita fue la única vez en toda la guerra anglo-española que España logró un desembarco exitoso en Inglaterra. Y aunque no cambió el curso del conflicto, dejó una huella imborrable. Como dijera un cronista inglés: “Inglaterra, de inexpugnable, nada”.
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(NOTA: no existe ninguna pintura o grabado de la época con el retrato de Carlos de Amésquita. La imagen que abre el artículo ha sido creada digitalmente para ilustrar el episodio).
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