Así es una jornada con las enfermeras de una unidad de oncología
Diario AS pasa varias jornadas con enfermeras y pacientes de oncología para conocer de cerca sus miedos, sus rutinas trabajo y cómo se llega “a tocar la campana” al terminar.
La primera vez que un paciente de oncología entra en una sala de quimioterapia no levanta la cabeza del suelo. No sabe ni dónde mirar. No quiere mirar. No sabe si sonreír, llorar, o ir corriendo al baño a vomitar. Es el miedo.
Hay salas enormes, hay salas pequeñas, dependiendo de los hospitales. Puede parecer enorme aunque apenas tenga unos cuantos puestos donde pacientes y acompañantes se sientan. Los primeros se recuestan, duermen, se marean… Los segundos intentan hacer lo más llevadero posible a sus familiares una sesión de horas. Hay pacientes que necesitan estar solos, lo prefieren. Hay pacientes que necesitan compañía, distraerse, hablar.
Los pasos hasta la báscula en la que te pesarán cada sesión se antojan infinitos. Tras unas cuantas sesiones los pacientes hacen hasta bromas, pero no el primer día. Ni el segundo, ni el tercero. Lo de decir el peso en voz alta no es agradable, pero mira, allí todos engordan, o no. Hay quien pide la quimio esa que adelgaza, pero la ansiedad es más fuerte y lucha contra ti. Y si por un momento se ríen, algo se gana.
Ni una duda, ni un mal gesto, ni un miedo en ellas.
La quimioterapia se prepara de manera individualizada, según el peso del paciente, por eso es tan importante. Son ellas, las enfermeras de la sala de oncología las que manipulan cada medicación con dobles guantes, para evitar en la medida de lo posible la toxicidad. Porque esta medicina que salva vidas, ¡viva la ciencia!, es muy tóxica. Para las enfermeras también. Y ni una duda, ni un mal gesto, ni un miedo en ellas.
Recibirte con una sonrisa tras la mascarilla se nota, aunque no se vea. Han aprendido todas a sonreír con los ojos, y ahí es más necesario que en otros lugares. Un día más allí es un día menos para curarte. Un día más viendo trabajar a las enfermeras es un día menos para volver a la vida que se ha pausado.
Tras ocupar cada puesto, normalmente cada paciente elige siempre el mismo, llega el peor momento, el pinchazo con la vía. Porque duele, y mucho. Porque aunque son maestras de las agujas incluso con las venas más débiles, quemadas y complejas, a veces también les duele a ellas. Y hasta piden perdón por intentarlo varias veces. Y los pacientes sonríen. Y lloran tan suave que ni se nota. Nadie se queja, al revés. Suele haber silencio, todo el mundo está muy concentrado. Hasta que tras las primeras horas, todo cambia. Porque allí se pasan muchas horas.
Minutos de magia
Ellas ponen música, y a veces cantan. Y a veces suben el volumen, y por unos instantes varios pacientes tararean, o hasta intentan moverse un poco en la butaca. Y durante unos segundos todo se relaja. Minutos de magia.
Durante un ratito no hay que pinchar a nadie, todo el mundo está conectado a sus diferentes cables de colores según su medicación. Y hablan, duermen, leen (los menos), se tapan con las mantas aunque no haga frío fuera; o les ponen calor en los brazos para evitar la quemazón de las venas. Es un mundo aparte.
Siempre en movimiento
Y cuando todos están concentrados en su medicación, cada uno con sus pensamientos, ellas siguen moviéndose, preparando medicinas, sueros, pinchazos, enseñando a estudiantes, cambiando turnos, escribiendo a otros departamentos para pedir mejoras, o redactando los cuidados que tendrá que llevar cada paciente de manera individualizada según su tratamiento.
Porque son ellas las que te irán contando qué le va a ir pasando a cada paciente. Cada tratamiento es único, cada paciente reacciona de una manera, pero hay elementos comunes que sí van a pasar. Ya sea antes, o después. O durante poco tiempo. Pero van a pasar. Hay quien quiere saberlo, hay quien prefiere sorprenderse e ir fluyendo con la enfermedad. Ellas simplemente esperan para ayudar.
Nunca hay silencio completo en esas salas. Tienen un ruido específico, una alarma especial, un sonido que se queda grabado en la mente de todos los presentes. Un “tiriri, tiriri”, que indica que la medicación no está pasando, o se atasca, o no fluye a la velocidad que debe, o se ha acabado la sesión, que es el mejor de los sonidos. Y es que ellas tampoco dejan que haya silencio. Siempre atentas preguntando por la familia, por el trabajo, por cómo vas, por cómo te sientes.
Siempre aparece un oncólogo a ver a sus pacientes, un familiar que lleva dulces, una ronda de agua fría o zumos para todos, incluso regalos de amigos que llegan a las puertas y no pasan, pero se lo dan a las enfermeras. Porque nadie quiere molestar, y el miedo siempre está ahí. A recordar, o a echar de menos. O a lo desconocido.
Hay una regla no escrita, nadie pregunta por qué no ha ido algún compañero. Porque la primera vez que preguntan por esa persona que estaba el otro día, qué tal está, y la respuesta que obtienen es una mirada seria… saben que no hay que volver a preguntar. Pero son muchos los nuevos, así que las preguntas se repiten. Y ellas, siempre tranquilas, responden con un ligero meneo negativo de cabeza. O al revés, con una sonrisa enorme y una amplia explicación de lo bien que está ese paciente que ya terminó.
La campana
Una tradición se ha extendido antes de salir para siempre de la sala de quimioterapia: tocar una pequeña campana, que el sonido esté presente y se note que sí, que es verdad, el paciente se va, el tratamiento quimioterápico ha terminado. Y seguramente lo haga con su música favorita, porque tras tantas semanas allí ya conocerán sus gustos, y habrán elegido alguna de sus canciones favoritas para despedirle con la mejor banda sonora. La música que suena y te devuelve a la vida que se puso en pausa.
Volver
Porque cuando los pacientes acaban el tratamiento, y se encuentran bien, deben volver. No sólo porque tendrán que pasar por allí en sus revisiones, sino porque les darán una motivación, una alegría sincera, un chute de energía a esas enfermeras que ven el momento más vulnerable y duro de la enfermedad.
Ver que sus chicos de quimio vuelven a recuperar color, sonrisa, y vuelven a ser ellos, poco a poco, sin prisa, es la mejor medicina para quien trabaja con los pacientes. Es más. Cuando vuelvan, y encuentren a nuevos pacientes, les reconocerás al instante. Serán los que no levantan la mirada. Y la rueda vuelve a empezar. Y ellas siempre están.
A Bea, Patri, Cristina, Silvia, Raquel, Ionela, enfermeras de oncología del Hospital Vithas La Milagrosa. Gracias.
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