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No se quedó manco pero sí luchó enfermo: la historia de Miguel de Cervantes en la Batalla de Lepanto contra los turcos

Lepanto fue más que cañones y galeras. Fue el escenario donde Cervantes se negó a esconderse, donde galeotes se rebelaron y donde un espía anónimo cambió el rumbo de la historia.

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Empezó a trabajar en AS en 1992 en la producción de especiales, guías, revistas y productos editoriales. Ha sido portadista de periódico, redactor jefe de diseño e infografía desde 1999 y pionero en la información de NFL en España con el blog y el podcast Zona Roja. Actualmente está centrado en la realización de especiales web e historias visuales
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Aquel 7 de octubre de 1571, el mar se llenó de humo, sangre y oraciones. Más de 400 galeras chocaron durante cinco horas en el golfo de Patras en la mayor batalla naval desde la Antigüedad. La Liga Santa contra el Imperio Otomano. Cristianos contra musulmanes. Pero más allá de los cañones y las cifras, Lepanto fue también un escenario de pequeñas historias que casi nadie recuerda. Aquí van algunas.

Cervantes, el manco que no fue manco

Miguel de Cervantes no era marinero, ni oficial, ni capitán. Era arcabucero. Un soldado de a pie embarcado en la galera Marquesa, en el ala izquierda de la formación cristiana, justo donde el golpe otomano fue más duro. Estaba enrolado en la compañía de Diego de Urbina, dentro del Tercio de don Miguel de Moncada, lugarteniente de Juan de Austria.

Cervantes estaba enfermo de fiebre cuando empezó la batalla, y sus superiores le ordenaron quedarse abajo, en la bodega. Pero se negó. Quería luchar. Quería estar donde se decidía la historia. Hay testimonios que lo sitúan lanzando piñas incendiarias desde el esquife para proteger a los arcabuceros que disparaban desde esa posición. Recibió tres arcabuzazos: dos en el pecho y uno en la mano izquierda. La herida le dejó la mano inútil, pero no se la amputaron. Nunca fue manco, aunque así lo llamaron.

Él mismo escribió: “perdí el movimiento de la siniestra para gloria de la diestra”. Años después, en el prólogo de La Galatea, dejó claro que no se escondió: “yo fui en ella soldado, y no de los más cobardes”. No lo fue. Tras la batalla, pasó seis meses hospitalizado en Mesina. Y aunque nunca escribió directamente sobre Lepanto, su experiencia como soldado se respira en cada página del Quijote. En el libro, dejó caer una frase que parece escrita para aquel día: “Las heridas recibidas en la guerra, antes dan honra que quitan”.

Las flotas de España, Venecia y el Papa, bajo el mando de Don Juan de Austria, derrotaron a los turcos en la última gran batalla naval protagonizada por galeras.Print Collector

El espionaje fue decisivo

Días antes de la batalla, Juan de Austria recibió información clave: la flota otomana había salido de puerto y se dirigía hacia el oeste. No se conoce el nombre del informante, pero se cree que fue un espía cristiano infiltrado en Estambul. Gracias a ese aviso, la Liga Santa pudo reorganizar sus fuerzas y preparar la emboscada.

Sin esa información, habrían navegado a ciegas. En una carta posterior, el cardenal Granvela escribió: “Dios ha querido que los turcos no nos sorprendieran, sino que fuéramos nosotros quienes los esperáramos”. La guerra, a veces, se gana con tinta y papel.

Los galeotes que cambiaron de bando

Los otomanos tenían una táctica habitual: romper sus propias cadenas de remeros antes del combate. Así, los esclavos podían luchar si era necesario. Pero en Lepanto, esa decisión les salió cara. Muchos galeotes cristianos, al verse libres, se rebelaron. Algunos atacaron a sus captores desde dentro. Otros se lanzaron al mar y nadaron hacia las galeras cristianas. Fue un caos.

Soldados españoles abordan una nave turca en la batalla de Lepanto.Hulton Archive

En cambio, las galeras de la Liga Santa mantenían a sus remeros encadenados hasta el último momento, y solo los liberaban si demostraban lealtad. En La Real, un esclavo cristiano tomó una espada y se lanzó al abordaje cuando soltaron sus cadenas. Mató a dos jenízaros y salvó la vida de un oficial español. Juan de Austria lo recompensó con la libertad. No fue el único. Tras la batalla, cientos de galeotes fueron liberados por su valor. Algunos se alistaron como soldados. Otros desaparecieron en los puertos del Mediterráneo. La diferencia en la actitud de los remeros fue clave.

La muerte de Alí Bajá y el colapso otomano

La Sultana era la galera capitana otomana y fue abordada por los cristianos. Alí Bajá, el comandante enemigo, recibió un disparo de arcabuz en la frente y cayó muerto sobre la cubierta. Al instante, sus hombres entraron en pánico. Su cabeza fue cortada y alzada en una pica. La bandera verde con el nombre de Alá cayó al agua.

Los hombres de Juan de Austria la izaron en la Real como trofeo. Fue un golpe moral devastador. Muchos turcos creyeron que su líder había muerto y que la batalla estaba perdida. Algunas galeras se rindieron. Otras huyeron. La Sultana fue capturada intacta. En su interior encontraron cartas, mapas y un pequeño cofre con monedas de oro. La bandera de Alí fue enviada a Roma, donde el papa Pío V la recibió entre lágrimas. “Ha sido la mano de Dios”, dijo.

La victoria de la Liga Santa impidió que el mar Mediterráneo se convirtiera en una vía sin oposición para las fuerzas musulmanas, protegió Italia de una gran invasión otomana y evitó que los otomanos avanzaran más hacia el flanco sur de Europa.Pictures from History

El viento que cambió el combate

Al principio del combate, el ala izquierda cristiana, formada por galeras venecianas, estuvo a punto de colapsar. Los otomanos la superaban en número y maniobrabilidad. Pero entonces ocurrió algo inesperado: el humo de los cañones se acumuló sobre el agua y cegó a los turcos. No veían a quién atacaban. Disparaban a ciegas.

Los venecianos aprovecharon para reagruparse y lanzar una contraofensiva. Fue una batalla dentro de la batalla. Cuando el humo se disipó, el mar estaba cubierto de cadáveres y mástiles rotos, pero el flanco había resistido. A veces, hasta el viento toma partido.

Lepanto no acabó con el poder otomano, pero frenó en seco su expansión en el Mediterráneo. Fue una victoria decisiva que rompió el mito de su invencibilidad. El papa Pío V mandó acuñar medallas conmemorativas. Felipe II ordenó misas en todo el imperio. Y en Roma, se celebró una procesión con la bandera de Alí Bajá al frente.

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Pero más allá de los fastos, Lepanto fue una batalla plagada de pequeños detalles y de miles que murieron sin saber que estaban haciendo historia.

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