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El motivo por el que suele haber espejos en los ascensores

La presencia de este elemento está presente desde el inicio de los ascensores. Se coloca por seguridad, para controlar el entorno que nos rodea.

Pixabay

Los ascensores, escenarios de intensas charlas sobre el tiempo, cuentan con una particularidad: en la mayoría de ellos encontramos un espejo. Este medio de transporte vertical, que nos ayuda a subir a casa cuando vamos cargados con la compra, con maletas tras un viaje, o simplemente para subir y bajar por la estación de metro y centros comerciales, es todo un habitual en nuestras vidas.

Muchos de ellos, como decimos, suelen contar con un espejo en uno de sus laterales. ¿Por qué? Desde luego, no es para hacerse el típico ‘selfie’ tras salir de casa, sino por motivos de seguridad. Especialmente cuando no estamos solos y compartimos espacio con otras personas, en ocasiones desconocidos sobre los que no tenemos idea alguna de sus intenciones. Al no poder verlos directamente, el espejo ayuda a controlar el espacio y poder vigilar cualquier movimiento que nos pueda hacer dudar.

Mayor seguridad

Sin ellos, por ejemplo, sería complicado ver si alguien intenta abrirnos el bolso o la mochila si no estamos muy pendientes de ella. Además de estos actos vandálicos, también se pueden prevenir agresiones. Además, el avance que supuso la llegada de este invento (en el año 1857 en Nueva York) podía generar cierta ansiedad entre los usuarios. Por ello, los creadores pensaron que verse reflejado en ellos podía aumentar su seguridad en un entorno desconocido.

Es, además, una forma para que los usuarios se sientan mejor, algo que se conoce como ‘autoafirmación’: verse en un espejo hace que aumente la autoestima, pues al hacerlo te recuerda quién eres y cómo eres. Otra función de los espejos en los ascensores es la de dar una sensación de amplitud, algo de gran importancia para aquellas personas que padecen claustrofobia.

Unos espejos que han estado desde el mismo momento en que los ascensores entraron en nuestras vidas, allá por el siglo XIX. Para su llegada a España hubo que esperar hasta el año 1877 (20 años tras el primero de EEUU), cuando fue instalado en el número 5 de la calle Alcalá de Madrid. A día de hoy su presencia es un mero recuerdo, después de ser destruido durante la Guerra Civil.

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