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MIAMI HEAT

Riley y el contrato que lo cambió todo

El salto del mítico entrenador de los Knicks a los Heat cambió las reglas del juego en la NBA y alimentó una rivalidad salvaje.

Actualizado a
Pat Riley, con Alonzo Mourning, el recordado pívot de Miami Heat.
RAY STUBBLEBINEREUTERS

Pat Riley (78 años) es uno de los personajes más importantes de la historia de la NBA. Uno de sus mejores entrenadores, uno de sus grandes ejecutivos y uno de sus rostros más reconocibles: durante décadas. Campeón como jugador (Lakers, 1972), como entrenador (cuatro veces con los Lakers, una con los Heat) y como ejecutivo (dos veces con los Heat). Entrenador del Año, Ejecutivo del Año, y un ganador (en la más profunda acepción, no siempre para bien) que perfeccionó el Showtime de los Lakers (un invento de Jack McKinney para aprovechar las inauditas virtudes de Magic Johnson) en los ochenta, definió en Knicks y Heat el baloncesto de trincheras y golpes de los noventa (wrestling contra los Bulls de Jordan, la herencia de los Pistons) y reinventó la forma de construir equipos históricos cuando reunió en Miami a LeBron James, Dwyane Wade y Chris Bosh.

Riley, que además de por San Diego Rockets fue drafteado también por los todopoderosos Dallas Cowboys de la NLF (como receptor), acabó siendo un secundario de trabajo y esfuerzo en los Lakers que ganaron su primer anillo desde el traslado a Los Ángeles, en 1972. Los que dirigía Jerry West y fortificaba un Wilt Chamberlain ya veterano. El equipo que sigue teniendo el mejor diferencial de puntos de la historia en una temporada (+12,28) y el récord de victorias consecutivas (33) para un balance de 69-13 que era el mejor de la historia por entonces. Sigue siendo la tercera mejor marca de siempre. Antes de llegar al banquillo, primero como asistente en 1979, vivió una pequeña crisis personal tras su retirada en 1976, tiempos de surf y reflexión en las playas de California después de que no le dejaran entrar en la zona vip del Fórum tras un partido de los (sus) Lakers.

Riley se abrió a través de los micrófonos el camino hacia los banquillos. Su agudeza como analista le brindó una oportunidad que ya no soltó nunca. Esa lección, la de la tenacidad, se la había enseñado su padre cuando ordenó a sus hermanos que le mostraran como “no tener miedo” después de que unos matones le hubieran hecho la vida imposible día sí y día también en el colegio. Las enseñanzas de barrio obrero de Nueva York nunca se separaron, en su catecismo particular, de la gomina y los trajes de Armani. Riley se preocupaba de que su imagen reflejara siempre su éxito. Pero, sobre todo, de que nadie trabajara más duro que él y sus equipos. Hasta lo enfermizo; hasta que fue devorado por su propio personaje cuando acababa su gloriosa etapa en los Lakers.

De repente, Riley en la Costa Este

De vuelta al puesto de comentarista, en NBC, a Riley le picaba el gusanillo de volver a entrenar cuando Dave Checketts le puso en bandeja la oportunidad de los Knicks. Un niño prodigio en los despachos de los Jazz, donde fue el responsable de draftear en años consecutivos a John Stockton y Karl Malone, Checketts trabajaba en las oficinas de la NBA, dentro de la brigada que asfaltaba la explosión internacional de la Liga, cuando se le abrió la puerta de los Knicks, uno de los equipos más grandes del mundo pero un desastre desde sus tiempos de gloria en el inicio de los setenta. Para enderezarlos y todavía con 35 años, Checketts se puso en manos de Riley, en 1991. Los Bulls acababan de ganar su primer anillo, los Bad Boys de Detroit se apagaban y las mareas competitivas se movían en el Este. Era, para el ambicioso ejecutivo, o Riley o nada. Y para eso hizo falta convertir al entrenador maravilla (cuatro anillos) de los Lakers en el mejor pagado de la NBA, algo más comprensibles que otras de sus exigencias: las que los Knicks aceptaron (una mansión en la zona, un contrato para publicar un libro, otro para hacer una película, que los polos del equipo fueran de la marca Ralph Lauren…) y alguna que no, como que la franquicia se hiciera cargo de los gastos de lavandería del (vanidoso) técnico.

Durante los siguientes años (1991-1995), Riley construyó un equipo inolvidable. Uno que nunca ganó el ansiado tercer anillo de la franquicia, aunque lo rozó (llevó a los Rockets al séptimo partido en las Finales de 1994); Que intentó ser la némesis del imposible Michael Jordan, y cuyas desgracias (lesiones, sanciones por peleas…) escribieron una historia de derrotas, sudor y no poca sangre que viaja perfectamente recogida en el magnífico libro de Chris Herring, Sangre en el Garden. Los Knicks del “ganemos esta noche; Si no se puede el partido, al menos la pelea”. Riley cambió las transiciones artísticas de los Lakers por el músculo y la fuerza de unos años de energía violenta en la NBA, antes de que se aplicaran normas que equipos como los Knicks obligaron a implementar. Un intento de salvar la belleza del juego (que luego se ha llevado al extremo contrario) frente a aquellas defensas montañosas y capaces de todo, verdaderas líneas defensivas de la NFL sobre una pista de la NBA.

Riley consiguió, como siempre en su carrera, que todos compraran su visión, empezando por un Patrick Ewing que tenía un pie fuera de la franquicia, harto de derrotas y líos, cuando él llegó. Riley exigió que siguiera el pívot y a la vez su presencia, sus visiones de grandeza, conquistó al que sería su jugador franquicia. Pero en 1995, entre cambios de propiedad en los Knicks y después de una cruel derrota en la final del Este contra Indiana Pacers, otra rivalidad para el recuerdo, Riley dejó un banquillo que acabaría, tras un histriónico intento con Don Nelson, en manos de Jeff Van Gundy, el pupilo que recuperó la dureza y la ética de combate con la que los Knicks cabalgaron hasta la otra Final que perdieron en esa década, la de 1999.

De la Gran Manzana a South Florida

El libro de Herring arroja una luz definitiva sobre uno de los trasvases más significativos de la historia de la NBA, uno que creó otra rivalidad que durante años dejó unas series de playoffs tan duras, tan peligrosas, que en los despachos de la Liga tuvieron que actuar, hacer cosas. En 1995, Riley dejó los Knicks y firmó como entrenador de Miami Heat, una franquicia casi recién nacida (1988) que buscaba identidad y relevancia. De ambas cosas ha tenido de sobra hasta ahora, siempre con Riley como referente constante. Como entrenador, como ejecutivo, como ideólogo y protector de una cultura intocable.

Enfrascados en un mal comienzo de la temporada 1994-95, al menos para los estándares que su entrenador había establecido en la franquicia, los Knicks parecían estar pagando la resaca de la dolorosa derrota en esas Finales 1994 en las que ganaban 3-2 antes de perder los dos últimos partidos, en Houston (se jugaban en formato 2-3-2). En diciembre, y para intentar que todos se tomaran un respiro y cargaran las pilas, Riley dio unos días libres a sus jugadores, y él mismo se fue a pasar el fin de año en Aspen. Allí coincidió con Dick Butera, un amigo suyo que había hecho fortuna en el negocio inmobiliario y que abrió una brecha en el pensamiento de Riley que ya no se cerró: él y otros socios iban a hacer una oferta por los Heat, y querían que él fuera el entrenador. Justo cuando Riley había empezado a expresar en voz alta su temor de que su tiempo en los Knicks se estuviera acabando.

Los Knicks le habían hecho una oferta de renovación, porque a Riley solo le quedaba esa y otra temporada de contrato. Pusieron sobre la mesa unos 3 millones de dólares por temporada, una barbaridad por entonces. En el contrato que firmó por cinco años en 1991 (hasta 1996) ya figuraba como el entrenador mejor pagado de la NBA con la mitad de sueldo, 1,5 millones anuales. Pero Riley, que quería saber hasta qué punto las cosas seguían siendo viables en Nueva York (y siempre lo hacía presionando para comprobar que podía seguir controlando todo), y que ya tenía en la cabeza el movimiento que se iba a producir en Miami, realizó una contraoferta en la que pedía ser nombrado también presidente y entrar a forma parte del accionariado de la franquicia. Era una nueva NBA, con normas que trataban de controlar la superioridad defensiva de unos Knicks además cansados, física y mentalmente (Patrick Ewing tenía 32 años y se había operado la rodilla), en un Este en el que ascendían proyectos jóvenes (Hornets, Magic, Pacers…). Si seguía allí, tenía que ser porque realmente merecía la pena. Y tenía que ser, sobre todo y como siempre, a su manera.

Riley quería el control total de una franquicia ultra mediática en la que en menos de un lustro había conocido ya a tres propietarios. El último, un Rand Araskog que representaba a ITT, al mando en ese momento junto a Cablevision (por donde llegaría después al trono el ínclito James Dolan). Y que se reunió en enero con Riley para decirle que no, que no iba a aceptar que su entrenador se hiciera con entre el 15 y el 20% de la propiedad de la franquicia ni a ceder en puntos en los que creía que no debía hacerlo, y menos en una organización con diferentes poderes en un gobierno notablemente repartido. La cosa se convertiría en un avispero si empezaban las concesiones.

El grupo de Butera no pudo hacerse con los Heat, un revés para Riley cuando este ya tenía decidido irse con su amigo si la operación se completaba. Sin embargo, Butera ejerció de Celestina entre Riley y el que empresario que sí pudo comprar la franquicia de South Florida, Micky Arison, que venía del mundo de los cruceros. A partir de febrero, Arison fue acercándose a Riley, contactos prohibidos por la NBA pero que fueron allanando el camino hacia lo que acabó siendo inevitable. Cuando los Knicks perdieron el séptimo partido de aquella final del Este contra los Pacers, en mayo de 1995, Riley llamó a Butera y le dijo que si seguía en contacto con Arison, le echara un cable: “Esto se ha acabado. Es lo que hay, se ha acabado mi historia en Nueva York. Haz que pase, no quiero seguir aquí”.

Unas negociaciones sin precedentes

El 2 de septiembre de 1995, Riley firmó oficialmente con los Heat, pero pasaron muchas cosas entre aquella llamada de mayo y esa presentación oficial a las puertas del otoño. Arison se había convencido de que necesitaba a Riley para que su franquicia fuera alguien en la NBA. Y Riley, con ayuda de Butera, aprovechó la ocasión. Pidió 50 millones de dólares por un contrato de diez años, a razón de cinco anuales. Una revolución para un entrenador, más del triple de su salario de esa última temporada en los Knicks.

Arison aceptó, solo para encontrarse con una lista de peticiones extra que acabaron completando una carta de cuatro folios y catorce puntos. Riley quería un 10% de los Heat en ese momento y otro 10% que iría recibiendo a lo largo de los años que duraría su contrato; quería que Arison cubriera lo que él tendría que pagar de impuestos por esa operación accionarial, y desde luego quería ser presidente y tener el control total de las decisiones deportivas, de las mayores a las más básicas. Y había más: Arison tendría que comprar las mansiones de Riley en Los Ángeles y Nueva York y poner a disposición del entrenador un servicio de limusina para ir y volver de los partidos que el equipo jugara en Miami. Además, Riley quería varias tarjetas de crédito y, para terminar, unas dietas de 300 dólares al día.

Este último punto irritó a Arison, aunque entendía que esas dietas eran una forma de Riley de apretar el nudo, de forzar para ver si los Heat estaban en modo all in, si querían contar con él de verdad. Así que aceptó, porque entendía que todo eso, toda aquella locura, merecería la pena si Riley era capaz de convertir a su franquicia en una institución modélica y, sobre todo, en un equipo ganador. La historia, además, no acabó ahí porque a Riley le quedaba un año de contrato con los Knicks, que seguían (con Checketts al frente) intentando que ampliara su vínculo con ellos y que no sabían nada de que lo que se había movido entre bastidores con Miami Heat.

El 12 de junio, Riley le pidió a Van Gundy que le recogiera las cosas de su oficina. El 13, avisó al resto del equipo técnico de que se iba a marchar, que su etapa en los Knicks se había acabado. El 15 informó a sus todavía directivos directivos a través de un fax, otro detalle que escoció mucho en las oficinas de los Knicks. El verdadero problema llegó cuando en Nueva York se hicieron con una copia del acuerdo firmado, y fechado el 5 de junio, entre Riley y los Heat. Los contactos y negociaciones ilegales (tampering) eran tan obvios que obligaron a las dos partes a sentarse a hablar para evitar un escándalo que era lo último que quería el comisionado David Stern, que supervisó el acuerdo. Se selló el 1 de septiembre, un día antes de que los Heat presentaran a Riley en un salón llamado (precisamente...) Dinastía del crucero Imagination, propiedad de Arison. Para dejar ir al entrenador que había devuelto el orgullo al baloncesto de Nueva York, los Knicks se llevaron la primera ronda de draft los Heat en 1996, cuatro millones de dólares en metálico y otros tres para cubrir el préstamo que los propios Knicks le habían concedido a Riley para que comprara su casa en Connecticut.

Otra vez, concesiones masivas para un Arison que, a esas alturas, ya había decidido que la cuestión era tener a su entrenador. Al precio que fuera. Funcionó, claro. En 2024, Riley sigue en Miami. La franquicia ha ganado tres anillos, ha jugado otras cuatro Finales y se ha establecido como una de las más competitivas de la NBA de forma básicamente perenne. La Heat culture es, básicamente, la herencia de Riley y de una apuesta, por entonces difícil de entender para muchos, de la familia Arison. Pero así, una cuestión de arriesgar para ganar, es como se escribe la historia del deporte.

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