Los Bad Boys: cuando ser malo fue bueno
Detroit es una ciudad en la ruina. Literalmente: declarada en bancarrota en julio de 2013 y con un índice de paro real que sitúan, más allá del maquillaje de los números oficiales, cerca del 50%. Consumida por la delincuencia y un futuro en el limbo por la decadencia de la industria del motor que un día la convirtió en la pujante MoTown: General Motors, Ford, Chrysler. Detroit es el fantasma de otra época, la promesa suspendida de una bonanza que seguramente no vuelva: el signo de los tiempos o más bien una de esas desgracias a pie de calle que apenas son gráficos con líneas de colores en los gestores de la macroeconomía, ese deus ex machina que ni supo anticipar la crisis ni sabe solucionarla básicamente porque no la sufre.
Andan tan mal las cosas en Detroit que ni siquiera el homenaje fue completo. No estuvo Rodman y no habló Dumars, jefe de los despachos desde 2000 pero parece que por poco tiempo. Los actuales Pistons apenas hacen honor a lo que fueron, recién vapuleados por los Heat y por esos Sixers que habían perdido 26 partidos seguidos: tienen talento, pierden con cualquiera. Es el estigma de un equipo sin suerte en la última década, maldito desde aquel Malice At The Palace, la pelea entre jugadores de Pistons y Pacers, con intervención del público, que avergonzó a América (19 de noviembre de 2004) y se saldó con sanciones que sumaron 146 partidos y 11 millones de dólares en salarios congelados. Ese año los Pistons perdieron la final y el título que defendían tras abrasar a los desestructurados Lakers de Bryant, O’Neal, Malone y Payton. Ese equipo jugó seis finales de Conferencia seguidas (2003-2008), la segunda mejor marca de la historia por detrás de los Lakers del showtime (ocho: 1982-1989). Ese equipo, que se construyó en silencio y saltó a la estratosfera con la llegada de Rasheed Wallace en febrero de 2004 (jaque mate al anillo que llegó meses después), fue tan bueno que revisar el homenaje a los del 89 me hizo plantearme si quizá había sido mejor que aquellos Bad Boys aunque peor ponderado por la historia. Dándole vueltas me di cuenta de que no había caso: los originales fueron mejores, uno de los grandes equipos de siempre.
De hecho el gran mérito del segundo advenimiento de los Pistons campeones (tres anillos: 1989, 1990 y 2004) fue que se convirtieron en una especie de Bad Boys revisados. Como si para ganar en Detroit hubiera que jugar de una determinada manera, un sello genético que contrasta, el reverso de la misma moneda, con el show hollywoodiense de los Lakers a los que aplanaron en las finales de 1989 y de 2004. La mejor temporada del último gran equipo piston fue el 64-18 de la 2005/06, cuando Miami Heat le apartó de la final en ruta hacia el gran anillo de Wade. Los originales se quedaron en 63-19 (1988-89) aunque se imponen por dos anillos a uno en una era de dominio del Este más breve pero mucho más pirotécnica.
La versión 2004 de los Bad Boys era más maquinal y opresiva pero sólo saca clara ventaja al equipo que había ganado quince años antes en un puesto, el de Rasheed Wallace. Un espanto para los árbitros, pura MoTown, el padre del ya icónico “Ball Don’t Lie” ha sido uno de los grandes ala-pívots de la historia, un talento único y multidisciplinar que señala los lustros de diferencia entre los dos equipos en la balanza. En la final que ganaron: 13 puntos, 7’8 rebotes, 1’4 asistencias y 1’6 tapones. Pero, en total, este segundo equipo fue una reformulación, una versión moderna y machacahuesos de la vieja leyenda de los Bad Boys. No les resto mérito: recuperaron la bandera y la volvieron a izar. Y eso es muchas veces más difícil que abrir la senda. Demostraron qué había un ADN y una forma de ser que iba en el escudo, que representaban a una ciudad en mucho más que el nombre de la franquicia. Algo que, me temo, ni entienden ni entenderán nunca ahora Brandon Jennings o Josh Smith.
Los Bad Boys originales fueron un equipo que surge de la nada en las enciclopedias de la NBA, un puente entre los Lakers-Celtics de los 80 y los seis anillos de los Bulls. El eslabón perdido entre Bird y Magic y Michael Jordan. Una tuerca sin la que no se sostiene el engranaje de la evolución de la liga. Surgido de las cenizas: 21 derrotas seguidas en la temporada 1980/81 (21-61) les dio un número 2 del draft que invirtieron en Isiah Thomas. El 1 fue Mark Aguirre, al que sacaron de Dallas en plena temporada 1988/89 (rumbo al anillo, la pieza definitiva: como Rasheed). En 1982 llegaron vía trade Bill Laimbeer y Vinnie Jonhson. Y en el 85 en el draft Joe Dumars (número 18) y mediante traspaso Rick Mahorn. Después llegarían Dennis Rodman, John Salley y Adrian Dantley, el comodín cuyo trapaso valió después (contra la opinión de muchos) el aterrizaje de Mark Aguirre. Los Bad Boys habían nacido, el inolvidable Chuck Daly trabajaba con un grupo humano que acabó siendo mucho más que la suma de las partes: otra forma de entender el baloncesto.
Aquellos Pistons se hicieron a sí mismos: perdieron contra los Celtics en la final del Este de 1987 (3-4) y se vengaron en la del 88 (4-2). Ese año perdieron la final con los Lakers (3-4) y un año después respondieron con el 4-0 y el título. Fueron la némesis de Michael Jordan durante tres eliminatorias (1988, 89 y 90) y no cedieron ante ante ellos hasta el 91 ya con el Phil Jackson a bordo (le habían recibido con un 4-3 en la final del Este del 90).
Y los Bulls, claro. Aquella final del Este de 1990 que ganaron 4-3 los de Michigan ante de ganar su segundo anillo ante los Blazers con la canasta de Vinnie Johnson a falta de siete décimas en el quinto partido. Isiah Thomas fue el MVP de una final que cerró con una frase para el recuerdo. Una que resumía la filosofía de su equipo: “Puedes decir lo que quieras de mí, cualquier cosa menos que no soy un ganador”. Sin los Bad Boys, quizá los Bulls nunca hubieran tenido que recurrir a Phil Jackson y la historia del baloncesto sería hoy distinta. Sin los puñales de Thomas y Dumars, los golpes de Mahorn, las argucias y los triples frontales de Laimbeer, los rebotes de Rodman, los tapones de Salley, el trabajo en ataque del Buda James Edwards… y la dirección extraordinaria de Chuck Daly, el técnico que convirtió a un puñado de outsiders en un equipo de leyenda. Todos los que formaron aquel equipo se siguen refiriendo a él como un padre: murió en 2009, cáncer de páncreas, diecisiete años después de haber dirigido al equipo más histórico de la historia: el Dream Team de 1992.
Daly implementó las Jordan Rules que desquiciaron durante años a Michael Jordan, hasta la salvación zen que significó Phil Jackson. Era un tratado de cómo defender a un anotador indefendible. Al fin y al cabo un tratado de cómo molerle a palos con dobles y triples marcajes y ayudas que se cerraban concéntricas sobre él. Pero también un entramado perfecto que variaba defensores y estrategias en función de la posición de ataque en la que irrumpía Jordan. Dijo Daly que no querían pararle, sólo minimizarle: “puedes llevarle a ciertas posiciones de tiro pero finalmente él puede metértela desde el puesto de perritos”. La NBA nunca había visto nada igual. Se revisaron las normas, se releyeron los códigos y se habló abiertamente de cambiar criterios y aplicaciones. Un nuevo nivel físico, un baloncesto disparado hacia los años 90. Y un equipo que fue capaz de encarnar casi literalmente a una ciudad. Sin glamour, sin sangre azul. Partiéndose el espinazo para hacerse un nombre primero y defenderlo después. El culmen de la clase obrera, siderurgia y orgullo. Puro Detroit, pura MoTown: los Bad Boys. Uno de los mejores equipos de siempre, el que se saltó muchos discursos oficiales y nos enseñó que a veces, al menos sólo a veces, ser malo era bueno.