Una burbuja económica con zonas oscuras, jugadores empoderados pero no del todo felices, propietarios suspicaces, redes sociales en cada rincón, un nuevo convenio a la vista, un estilo de juego que parece de videojuego... ¿cuál es el estado de salud real de la NBA?
Al comisionado Adam Silver, neoyorquino de 57 años, le define una manera firme pero flexible de dirigir la NBA. Sus formas son impecables y su verbo, estudió Ciencias Políticas en Duke y Derecho en la Universidad de Chicago, afilado. Muchas veces dice más de lo que parece que está diciendo, pero rara vez parece decir más de lo que realmente querría estar diciendo. Una virtud estratégica, porque además suele expresarse con una extraña candidez que hace que se le perciba más cercano al aficionado de a pie que a su predecesor y mentor, el normalmente menos poliédrico David Stern. Silver llevaba poco más de dos meses en el cargo cuando, en la primavera de 2014, dejó de ser delfín de y se metió la NBA en el bolsillo tras apagar con eficacia y un aplomo implacable ante la opinión pública, donde hoy se ganan y se pierden las batallas que deciden las guerras, el escándalo de los comentarios racistas del tacaño Donald Sterling, entonces y desde 1981 dueño de los Clippers.
Silver consiguió lo que pudo acabar en boicot de los jugadores (de mayoría negra, claro) durante los playoffs, una espada de Damocles poderosísima en una liga cuyo sesgo racial dejó de ser un problema hace relativamente poco en términos históricos, desembocara en realidad en la salida de Sterling, que nunca quiso hacer nada que no fuera malvivir de las migajas que sobraban en los banquetes de los Lakers del fallecido Jerry Buss, el padre del Showtime. Aquel verano Steve Ballmer, cofundador de Microsoft y el perfil más distinto a Sterling en casi cualquier medición, se hizo con la franquicia maldita por 2.000 millones de dólares. Un dato que ponía instantáneamente en perspectiva el enorme trecho que ha recorrido la NBA: bajo la recomendación del Doctor Buss, Sterling había comprado los Clippers, entonces en San Diego pero ya un agujero negro, por apenas 12,5 millones. Hoy, poco más de un lustro después de la irrupción de Ballmer, los Clippers son los grandes favoritos al anillo (cuesta hasta escribirlo), tienen a Kawhi Leonard y Paul George en nómina, planean su mudanza del Staples Center a un nuevo pabellón en Inglewood, donde jugaron los Lakers del Showtime... y ya están por encima (2.150 millones y en crecimiento exponencial) de lo que pagó Ballmer, que ya no parece una barbaridad.
Silver, un comunicador magnético, quiere una NBA de pilares firmes pero encofrado líquido, de fácil mutación. Es el signo de unos tiempos que la competición ha hecho suyos, cada vez más cómoda en su actual posición de prosperidad y vocación exportadora. Su primer gran goteo mediático fuera de Estados Unidos llegó a Finales de los 80, en los últimos rescoldos de aquella rivalidad Magic Johnson-Larry Bird que la salvó de sí misma. Antes del punto de inflexión definitivo que supuso la presencia evangelizadora del Dream Team en Barcelona 92, el camino había sido sembrado durante un lustro por los inolvidables Open McDonald's, esa suerte de torneo FIBA-NBA que trajo a Europa a Bucks, Celtics, Nuggets, Knicks y Lakers antes de la reunión del mejor equipo de baloncesto jamás formado, el Team USA destinado a vengar en Barcelona la derrota de Seúl 1988 ante la URSS del zorro plateado Gomelsky.
Hoy la NBA es un fenómeno global a niveles que dejan con la boca abierta a las otras grandes ligas estadounidenses (NFL, MLB, NHL). Ha abierto doce oficinas internacionales, sus partidos se emiten en 200 países y territorios y expande una productiva política de acción sobre el terreno, que ha llegado ya a África y otros mercados emergentes y que incluye siete academias en cuatro continentes. La premisa es repetida como un mantra: cuantos más jóvenes practiquen el baloncesto y mejor entiendan sus normas y dinámicas, más serán también buenos aficionados. De los que ven partidos, invierten en merchandising... y se suscriben a un League Pass que la pasada temporada creció un 21% fuera de Estados Unidos. Ahí la liga recibe un cable básico de la proliferación de jugadores no estadounidenses, al inicio del último curso 108 (un 24,1%, el récord es 113) de 42 países. Un dato que estaba en 22 hace veinte años y en 70 hace diez.
Después de cinco temporadas seguidas con más de 100 jugadores internacionales, la pasada encumbró además el estatus de estos: de los cinco grandes premios individuales, solo el de Mejor Sexto Hombre (Lou Williams) se quedó en casa. El griego Giannis Antetokounmpo fue elegido MVP, el esloveno Luka Doncic Rookie del Año, el camerunés Pascal Siakam Jugador Más Mejorado y el francés Rudy Gobert Mejor Defensor. Hasta 2001 solo había habido tres números 1 de draft nacidos fuera de EE UU, el primero en 1978 (Mychal Thompson, el padre de Klay). Desde entonces han sido elegidos ocho, cinco en los últimos siete años. El peso específico de los jugadores parece casi tan importante como su volumen: el League Pass subió casi un 400% la pasada temporada en Serbia (Nikola Jokic) y un 186 en Eslovenia (Luka Doncic). En China, donde no se televisaron Finales en directo hasta 1994, la llegada de Yao Ming como número 1 del draft en 2002 provocó una convulsión de efectos abrumadores. Su primer partido, contra los Lakers de Shaquille O'Neal, fue visto por más de 200 millones de personas. Y hoy la NBA, que visita el gigante asiático desde 2004, tiene contratos multimillonarios con monstruos tecnológicos como Tencent y Weibo y más de 150 millones de seguidores en redes en un país donde se calcula que 300 millones de personas juegan al baloncesto.
Pero antes de todo eso, y cuando Estados Unidos estaba mucho más lejos que ahora, la NBA tuvo que sortear tiempos duros. Acosada por la ABA y sus delirantes sueños de grandeza, que imaginaron un baloncesto paradójicamente más parecido al actual que el de la sacrosanta NBA de Red Auerbach: espectáculo dentro y fuera de la pista, polvo de estrellas, juego ofensivo, tiro exterior... Por los pleitos de unos jugadores que fueron rascando poco a poco en el muro que la liga y sus propietarios habían levantado delante de sus derechos. Por un estilo de juego que apestaba a anacronismo hasta que llegaron aplicaciones tan básicas pero entonces tan revolucionarias como la introducción del reloj de tiro, cuya duración se estableció dividiendo los segundos de un partido (2.880) entre la media de lanzamientos a canasta por partido (120) de las tres temporadas anteriores (1951-54). Y por supuesto, por la brecha racial de una liga que ya tenía cerca de un 75% de jugadores afroamericanos en 1980, cuando estos eran percibidos como profesionales (en un sentido despectivo) que demostraban en la pista que lo suyo era la buena vida y la recolección de unos cheques destinados en buena medida a pagar los excesos con la cocaína, droga que era un mal endémico en la NBA hasta entrados los años 80. Los propietarios mantenían una suerte de cupo de jugadores blancos para no ver muy perjudicada su venta de abonos y los Celtics, por ejemplo, maximizaron a nivel público su condición de equipo todavía muy blanco en los ochenta (Larry Bird, Kevin McHale, Danny Ainge...) justo después de que los Knicks se hubieran torturado sobre cómo de peligroso era de cara al público blanco su primer roster totalmente negro. Era ya 1979.
Justo antes de Magic y Bird, los partidos de las Finales solían emitirse en diferido para no incordiar a las grandes apuestas de prime time. Ellos desbrozaron y asfaltaron el camino que después convirtió Michael Jordan en una autopista sin límite de velocidad. Antes de la llegada de este a los Bulls en 1984, la franquicia de Illinois tenía apenas 2.500 abonados. Todavía ni se adivinaban sus anuncios con Spike Lee, una unión vital para una liga que estaba consiguiendo que estrellas de otros ámbitos (música, cine...) no solo se dejaran ver por los pabellones sino que quisieran salir en plano (el viejo Forum, el Madison) como forma de ratificar su posición social. Y Nike no le había arrebatado a Reebok el dominio del mercado deportivo estadounidense, donde todavía facturaba al año casi 600 millones menos (1.200 por casi 1.800) antes del primer threepeat de Jordan, que había asomado como fenómeno definitivo de masas en abril de 1986, cuando anotó en el mítico Garden, y en la liturgia sacrosanta de los playoffs, 63 puntos ante un Larry Bird que dijo aquello de que había visto "a Dios disfrazarse de Michael Jordan".
Hoy los Bulls, entonces una ruina deportiva, son el segundo equipo que más público lleva a sus gradas en una NBA en sus cifras más altas de asistencia a los pabellones: 20.084 de media la pasada temporada en el United Center, solo por detrás de los Sixers (20.441). Hasta las franquicias con menos tirón rondan los 15.000 espectadores por noche con el precio de las entradas en casi en 100 dólares de media. Los ingresos de la liga, todavía doblados prácticamente por la todopoderosa NFL (con la que la NBA, por otra parte, no compite), superaron los 8.000 millones la temporada pasada, un 13% más que la anterior y el triple que hace un lustro. Turner (TNT) y Disney (ABC y ESPN) renovaron sus derechos televisivos por 24.000 millones de dólares en nueve años (2016-2025), un promedio de 2.700 millones anuales que casi triplicaba el del anterior contrato, que rondaba los 930. La cobertura nacional alcanza a, más o menos, unos 275 partidos de Regular Season y 90 de playoffs. Quedan más de 1.000 en manos de unas televisiones locales que pagan de media entre 120 y 150 millones al año.
Si la NFL gana más, la NBA gana mejor según las mediciones de unos expertos que no olvidan que (todavía) la liga de football vive ajena a lo divino y lo humano: la NBA saca matrícula en I+D, distribuye y diversifica sus fuentes de crecimiento económico y se expande por el mundo mientras amasa un imperio en las redes sociales. En 2015 acabó contrato con Adidas y firmó con Nike uno de 1.000 millones por ocho años que suponía una subida del 245%. Y los más de 400 jugadores que son activados en cada temporada perciben un salario medio de más de siete millones de dólares (en la NFL, con muchos condicionantes por el camino, no llega a 3), premio para una competición joven (nació tal y como la conocemos en 1946), que se pasó su infancia y su pubertad persiguiendo a los colosos del béisbol y el football y que se hizo de verdad fuerte cuando decidió correr en paralelo, no detrás, y a lomos de las estrellas más fáciles de vender al gran público y de unas estrategias de marketing excepcionales. La MLB tiene un arraigo a nivel local casi tribalista en lo que es en realidad un país-continente. La NFL es una liturgia masiva y que se sigue considerando sin adulterar, profundamente americana. Pero la NBA, una competición hiperactiva para tiempos hiperactivos, se ha convertido en viral. Y eso en 2020, bien lo sabemos nos guste o no, tiene un valor incalculable.
Así que a la NBA le va mejor que nunca, en una suerte de edad de oro en la que parece caer de pie desde la cornisa de cada punto de inflexión, avanzada en el diagnóstico y rápida en la ejecución. Percibida como joven, plural y dinámica. Hoy por hoy, reina Midas que convierte en oro todo lo que toca. Y sin embargo, Adam Silver, comisionado desde 2014 pero en las oficinas de la liga desde 1992, suele aprovechar sus intervenciones públicas para exponer las bondades de estos tiempos de expansión explosiva... pero también para alertar de peligros que asoman a partir del proverbial riesgo de morir de éxito y desde luego en un momento en el que nada se detiene y todo avanza tan rápido que un nuevo fenómeno asoma cuando no se ha terminado de digerir, a veces ni de entender, el anterior. Pincelada a pincelada y sin estropear un hilo argumental de éxitos envidiables y números impolutos, el comisionado lanza ideas que a veces anticipan cambios y otras parecen empezar a justificar futuras decisiones. Planta, como mínimo y cuando no los pone directamente sobre la mesa, las semillas de los debates que vendrán. En cuanto al reglamento, al formato de competición, a la generación y gestión de ingresos, al equilibrio competitivo, a la salud física y mental de los jugadores, a la paz de espíritu de los propietarios y, por supuesto, a la búsqueda constante de formas de llegar a un público con el que es cada vez más difícil conectar porque, paradójicamente, está permanentemente conectado. Algunos son viejos problemas que asoman con nuevas caretas, o con las mismas de siempre; Otros requieren soluciones inéditas y formas diferentes de pensarlo todo, el deporte y el negocio.
A priori, parece tan ridículo cuestionar que a la NBA le va de maravilla en su formato y forma actuales como creer que ha alcanzado una especie de El Dorado en el que no asoman peligros serios, algunos ya en las faldas de este nuevo monte Olimpo dirigido desde la 5ª Avenida -precisamente en la Olympic Tower- de Nueva York. Todo va mejor, todo es más complejo. La NBA, esta nueva NBA, tiene los propietarios más ricos (sus fortunas alcanzan los 3.300 millones de promedio: Ballmer se dispara a 44.500) y con el tiempo en el cargo más corto (12,4 años) de las grandes ligas estadounidenses. Más dinero y más juventud: vientos de cambio. La monstruosa NFL está, en esos dos datos, en 3.000 millones y 14 años.
Un nuevo perfil de multimillonario inyecta sangre nueva en una liga antaño dirigida, como todas, por grandes familias y hombres de negocios chapados a la antigua y ahora cada vez más en manos, con todo lo que ello implica, de una nueva estirpe de emprendedores neocapitalistas. Ya ni siquiera hace falta un alarde de olfato porque las señales de humo son visibles desde cualquier rincón: los Knicks han tenido doce cambios de entrenador y solo tres temporadas con balance positivo en 18 años y su valor estimado, a pesar de todo, es de 4.000 millones de dólares. Los Bucks, en su rinconcito de Wisconsin, estrenaron su rutilante Fiserv Forum y valdrían hoy 1.350 millones, un 145% más de lo que pagó (550) por la franquicia en 2014 el grupo comandado por Marc Lasry. En California, el ya citado y de pronto omnipresente Steve Ballmer siguió los pasos de Joe Lacob y su grupo inversor, que se hicieron con otra franquicia decrépita, los Warriors, y la han convertido en marca global, máquina de hacer billetes y dinastía que, aunque ahora retrocede, ha ganado tres de los últimos cinco años y batido tantos récords que se popularizó el debate sobre si eran tan buenos que en realidad eran malos para la NBA. Algo que, puede que muchos de los que predicaban sobre ello no lo supieran, ya fue portada de Sports Illustrated hace más de dos décadas y con los Bulls de Michael Jordan como protagonistas.
En las pistas y los playoffs, el imperio de los Warriors no iba a durar, aunque pareciera que podía hacerlo, mil años. Como ninguno de los anteriores en una liga que lleva debatiendo sobre la paridad competitiva y el equilibrio entre mercados desde que le empezaron a salir los dientes. Pero, entre despedidas (Kevin Durant, Andre Iguodala, Shaun Livingston...) y renovaciones (Klay Thompson, Draymond Green), sonadas unas y otras, los Warriors han completada su mudanza de Oakland a San Francisco y jugarán en el Chase Center, un pabellón de financiación totalmente privada que ha costado más de 1.000 millones, con el que ya tienen garantizado ganar más de 2.000 (patrocinios, abonos, eventos...) y gracias al que esperan (su valor actual es de unos 3.500) asaltar al trono de Lakers (3.700) y los citados Knicks, hitos de los grandes mercados de Oeste y Este. El lujoso Chase Center, en el lado afortunado del puente de la Bahía, tiene un marcador de 900 metros cuadrados y pantallas de 25 millones de píxeles, localidades perfectamente compartimentadas para distinguir a las nuevas castas tecnológicas de Silicon Valley y suites que llegan a los 2.000 millones por temporada y de las que sus propietarios podrán disponer las 24 horas de los 365 días del año. En la vieja Oakland y con una esencia casi contracultural, los Warriors valían 450 millones cuando les echó el guante Lacob (2010), multimillonario natural de Masachussetts, en la otra punta del país.
Más: Tilman Fertitta compró los Rockets en septiembre de 2017 por 2.200 millones. El vendedor, Leslie Alexander, se había hecho con el equipo en 1993 a cambio de... 85 millones. Los Nets, prácticamente desahuciados durante sus últimos años en Nueva Jersey, acaban de caer en manos de Joseph Tsai, cofundador de Alibaba, que ha pagado 2.350 millones por el 51% que todavía no era suyo de las acciones de una franquicia que hace camino en Brooklyn, el barrio de los barrios. Franquicias de mercados pequeños como Jazz (100 millones invertidos), Wolves (100) y Hawks (195) han realizados reformas millonarias en sus pabellones para reinventar sus ingresos. Y los Kings, uno de los peores equipos de la NBA en las últimas dos décadas, salvaron el matchball de la mudanza a Seattle a base de invertir en su Golden 1 Center (ingresan por naming 6 millones anuales durante 20 años), estrenado en 2016 tras una inversión de 507 millones, 223 a cargo de la ciudad y 284 por cuenta de Vivek Radanivé, natural de Bombay, fundador de TIBCO y que tuvo que desprenderse en 2013, para hacerse con los Kings, de su participación en... los Warriors de Lacob.
Los jugadores, mientras, toman nota. Desde su punto de vista, estas operaciones en cantidades mareantes refuerzan su posición en un compás de espera hacia las negociaciones del nuevo convenio colectivo, una guerra fría que subirá revoluciones a partir de, seguramente, el próximo verano. Descontadas todas las particularidades de un negocio como este, afila el hacha el viejo choque cultural entre patronal y unos empleados que en el último acuerdo redujeron su porcentaje de la tarta del BRI (Basketball Related Income, los beneficios más directamente relacionados con el propio baloncesto), un factor de resentimiento que late por mucho que la subida dramática del salary cap (63 millones en la temporada 2015-15, 109 ahora), vinculada básicamente a los nuevos contratos televisivos, haya disparado sus ingresos hasta el máximo histórico.
Esta es la partida que evita o desencadena los lockout, el que asomaba en 2017 frenado sin dramas por Silver, otro hito en su currículum. Y en ella el relato es mucho más que un término de moda en la jerga política: las dos partes tratarán de manejarlo para, en un clima ahora mismo triunfalista, exhibir poderío pero parecer al mismo tiempo agraviadas. Tendrá su parte paradójica, claro: el valor medio de las franquicias está en 1.900 millones (un 13% más que en 2017) y el de los salarios, en más de 7. Si los Knicks valen 4.000, Stephen Curry cobrará la próxima temporada 40 millones, Russell Westbrook, Chris Paul, James Harden y John Wall superarán los 38 y 48 jugadores se irán a más de 20. En la temporada 1990-91 (el dato es de Hoopsype), Patrick Ewing era el jugador mejor pagado de la NBA y cobraba 4,2 millones. Compensada la inflación y ajustado a estos tiempos, su salario no estaría ahora entre los 150 más altos de la NBA. En el otro lado de la moneda, en los tres años anteriores a aquel se habían vendido los Suns por 44,5 millones, los Blazers por 70 y los Nuggets por 60. En 1983, los históricos Celtics costaron 19 millones. Quién tiene la culpa de qué y quién tiene derecho a quejarse por qué serán asuntos que van a ir apareciendo en el mundillo NBA cada vez de forma menos tangencial. El relato.
El actual convenio, que mantiene los fantasmas en el armario, caduca en el verano de 2024, aunque ambas partes, propietarios y jugadores, podrán romperlo un año antes, al cierre de la temporada 2022-23, siempre y cuando anuncien que lo van a hacer antes del 15 de diciembre de 2022. Para eso, y por si 2024 suena todavía lejos, quedan poco más de dos años. Aparentemente, es un momento excelente para alargar un ciclo sin lockouts que comenzó en 2011, cuando se acabó en una Regular Season (2011-12) de 66 partidos por equipo. La NBA genera más beneficios que nunca y su relevancia mediática ha trascendido el ciclo competitivo clásico: las redes sociales bullen en torno al draft, la agencia libre, el deadline invernal... es lo que SB Nation ha llamado la Neverending Basketball Association, una liga que no se detiene nunca, en la que todo es susceptible de acabar convertido en meme o hashtag y que da a periodistas estrella, como Adrian Wojnarowski o Sams Charania, galones de protagonistas de lo que muchas veces tiene todas las trazas de, básicamente, un culebrón sin fin.
Un conflicto laboral no es el beso de la muerte, solo hay que recordar casos anteriores, pero la máquina va a tanta velocidad que nadie quiere pisar ni lo más mínimo el freno. Los despachos de la NBA tienen los mejores ratios de diversidad racial y de género de todas las grandes ligas masculinas. El aficionado (42 años de media) es más joven que los de NFL y MLB, y la NBA tiene además un 11% de más de siguiente entre los niños. En el meollo de la histórica serie de cuatro Finales entre Warriors y Cavaliers, las audiencias televisivas superaron los 20 millones de media, cifras no alcanzadas desde los tiempos de Michael Jordan y que llegan en el momento óptimo para bendecir el trascendental nuevo acuerdo televisivo. En la temporada 1984-85 los salarios máximos eran de unos 65.000 dólares y el salary cap estaba en 3,6 millones. En la 2005-06 no llegaba a 50 millones y ahora vuela en 109; Y se proyecta en 167 para 2027... si todo sigue yendo igual de bien.
La NBA ha estrenado parches de publicidad en sus hasta ahora sacrosantas camisetas... y no ha pasado nada. El acuerdo más lucrativo lo firmaron los Warriors, que se están llevando de Rakuten 60 millones de dólares en tres años por ese pequeño anuncio (máximo 6,3x6,3 centímetros) cerca del hombro izquierdo. En 1989 las Air Jordan costaban 110 dólares y Nike facturaba ya más de 200 millones anuales solo en zapatillas, apenas unos años después de que un ejecutivo de una marca deportiva dijera a un todavía bisoño Magic Johnson que "no había forma de vender zapatillas" porque las llevaran jugadores de baloncesto. "Después llegó Jordan", recordaba el propio Magic. Y después, un boom comercial que antes de normalizarse provocó suspicacias tan extrañas como que hubiera quien se preguntaba si la lealtad primordial de Shaquille O'Neal era para la NBA o para Pepsi. Hoy los jugadores son hombres anuncio, por las nubes en términos de reconocimiento y de imagen social, con sueldos hasta hace no mucho inimaginables y con un lugar cada vez más alto en la pirámide de poder de una liga que, para los dueños, se está poniendo demasiado en manos de quienes meten las canastas. Pero también una que, y por eso todos están ahora básicamente contentos, abre constantemente nuevas vías de crecimiento; Dentro y fuera de EE UU, en las canchas y fuera de ellas, en el mundo real y en el de los videojuegos...
Ha habido un componente evidentemente circunstancial, desde luego: la masiva presencia de estrellas en busca de destino en este último mercado era una invitación al tsunami veraniego, juerga que seguramente se repetirá en 2021 mientras que de cara al próximo estío casi no asoman figuras solteras. Pero, más allá, la cantidad de cambios, lo inesperado de algunas salidas y de unos cuantos destinos y las formas en las que se han producido muchos movimientos son la culminación, por ahora, de unos nuevos tiempos que ya tienen con el ceño fruncido a los propietarios, obligados a seguir un guion que escriben de pe a pa los jugadores. Un asunto que, además, solo el citado nuevo perfil de dueños suaviza lo que tradicionalmente acababa en el inevitable conflicto, bienvenidos a América, entre el exitoso multimillonario blanco y la joven estrella negra. Las crisis de ansiedad fatalista de los aficionados, que siempre las ha habido, también son ahora más apresuradas, volátiles para lo bueno y lo malo: los Warriors van a acabar con la NBA, los triples van a acabar con la NBA, que nadie defienda va a acabar con la NBA, las estrellas de ahora son demasiado amigas y eso también va a acabar con la NBA... Y los jugadores, para colmo y en el que objetivamente parece ser su mejor momento como colectivo, comparten los males de una generación asediada por la ansiedad y la dependencia de los móviles y las redes sociales mientras olvidan, una queja recurrente de la vieja guardia, de dónde vienen y cómo era la NBA que les precedió. No pueden sentirse tan afortunados como algunos creen que deberían por todo lo que tienen porque, básicamente, en muchos casos ni siquiera han conocido otra cosa y desde edades demasiado tempranas (la maquinaria de los torneos AAU en constante ajetreo) se les ha convencido de que todo aquello que se imaginan, les pertenece.
Así que es posible, si se rebusca un poco en los datos y se escucha a los protagonistas (Silver a la cabeza) como si siguiera un rastro de migas de pan por un bosque de globos que conviene no pinchar, hacerse como mínimo algunas preguntas que ponen frente a sus propias contradicciones a la actual NBA, una competición fabulosa, un nuevo entorno a caballo entre lo que fueron y lo que serán, si es que han de ser, las competiciones deportivas del futuro: ¿Puede la NBA morir de éxito? ¿Podemos estar viendo los primeros síntomas de erosión de un modelo que parecía sencillamente imbatible? ¿Qué son problemas estructurales y síntomas alarmantes y qué crisis coyunturales?
Antes de montar el puzle de un nuevo convenio colectivo, las partes tratarán de decidir si las franquicias ganan realmente tanto dinero y dónde está el término medio entre unos propietarios que dicen que no es oro todo lo que reluce y unos jugadores que se preguntan qué es entonces eso que brilla tanto para que los Clippers (¡los Clippers!) estén valorados ya más de 2.000 millones de dólares. Hace un cuarto de siglo (1994) el valor medio de una franquicia NBA era de 99 millones, por los 153 en los que se situaban las de la NFL y los 107 de la MLB. Dallas Cowboys (el equipo de América) rondaba los 190 millones mientras que en la NBA solo diez franquicias llegaban a los 100 y solo los Lakers se metían (168) en lo más alto de la pirámide. Un histórico como Indiana Pacers, por ejemplo, no pasaba de 67 millones. Ahora (los Cowboys siguen al frente: 5.000 millones) los Knicks, definición casi empírica de la disfuncionalidad, valen 4.000 millones y han crecido un 11% en un año, los Lakers (otro desastre desde los tiempos de Kobe, que ya va lloviendo) 3.700 y los Warriors 3.500... antes del boom que va a suponer (ya está suponiendo) el estreno en Chase Center de Mission Bay, ya en San Francisco.
Cuesta imaginar cuánto valdrían los Lakers si se han pagado 2.200 millones por los Rockets. Una franquicia NBA es ahora mismo algo muy parecido a una inversión de riesgo nulo, con los ingresos disparándose a un ritmo de casi un 8% más por temporada. Rondan ya los 8.000 millones, cifra que antes del lockout de 2011 estaba en 3.800 y cuando no se había firmado el nuevo contrato televisivo, en 5.300. Y con, otro cimiento sólido 2.0, los gestores cada vez más preocupados en estabilizar sus ganancias con conceptos antes periféricos y ahora profundamente estratégicos, como la explotación de los nuevos pabellones... y sus asentamientos. Los Nets, un ejemplo palmario, no serían la niña bonita que son ahora todavía en Nueva Jersey y en el prosaico Prudential Center.
Pero los propietarios miran a un panorama tan provechoso... y se quejan. Y los jugadores se quejan de que se quejen porque intuyen que han avistado negociaciones y han puesto en marcha el quien no llora, no mama. La desazón de los primeros, si se quiere un asunto tan viejo como el deporte profesional estadounidense, está en las distintas velocidades de la liga. Después de la muy exitosa temporada 2016-17 se aireó un informe según el que 14 de las 30 franquicias de la NBA perdían en realidad dinero. Y aunque las que ganaban mucho acumulaban tanto que disparaban la media a esa percepción de bonanza universal, nueve seguían en números rojos después de llevarse su porción del reparto de los beneficios colectivos: Hawks, Nets, Cavaliers, Pistons, Grizzlies, Bucks, Magic, Spurs y Wizards. La brecha entre ricos y pobres (ay) se estaba agrandando (hablamos de entornos ya puramente capitalistas, conviene recordar) y los equipos de los mercados pequeños veían que, aunque crecían, el agua les seguía llegando al cuello (hay cada vez más agua, océanos de ella) y eso les hacía sudar para seguir el ritmo económico que se marca desde Nueva York y les, otra obvia reivindicación histórica, deja en taparrabos a la hora de competir. Cualquier paso en falso les cruje mientras que los pesos pesados manejan un margen de error casi infinito y siempre tienen vidas nuevas, pase lo que pase (inestabilidad, malos resultados, planificación fallida...).
Hace tres temporadas los Lakers, en pleno proceso de demostrar empíricamente qué es un naufragio organizativo, ganaron más de 115 millones de dólares limpios (sobre unos ingresos de casi 400) después de dar 49 para el reparto colectivo (revenue sharing). En ese mismo curso los Grizzlies, elegidos en 2011 la franquicia de mejor funcionamiento de todo el deporte profesional estadounidense, perdieron 40. Sus derechos televisivos en el mercado local de Tennessee valían unos 9,5 millones al año por los 150 que se llevaron los angelinos de Time Warner Cable, con la que firmaron un revolucionario contrato de 20 años y 4.000 millones (200 al año de media, la endivia en todas las grandes ligas) en 2011 para dar a esta cadena la exclusiva de los partidos del equipo en dos canales, uno en inglés y otro en castellano. De estas discrepancias a priori insalvables, mucho más que letra pequeña a pie de página, emana ese sistema de reparto, el revenue sharing: los ricos necesitan una liga fuerte y con variedad de equipos atractivos para mantener la locomotora a pleno rendimiento y los menos favorecidos... sencillamente, no hacen ascos a nada que ayude a sobrevivir.
El revenue sharing, uno de los focos de tensión cada vez que hay que revisar los cimientos de la liga, fue un anhelo del lote de equipos de mercado pequeño que cristalizó en el convenio colectivo (CBA) que siguió al lockout de 2011. Este plan, que ha ido sufriendo modificaciones, organiza un reparto de beneficios independiente del del BRI (Basketball Related Income) por el que las franquicias añaden los suyos a un fondo común desde el que se redistribuyen de tal forma que todos obtengan en el proceso una cantidad similar fijada en función del payroll, el gasto en plantilla limitado por el salary cap (tope salarial). Para no castigar demasiado a los que más ingresan, se estableció que nadie tuviera que dar en ningún caso más del 50% de sus beneficios. Y para evitar que alguna franquicia optara por la más básica mendicidad, se obliga a que todas las que quieran su parte de la tarta generen al menos el 70% de la media de ganancias de los 30 equipos. En un ejemplo simplificado con el plan inicial de 2012 y un payroll por entonces de 58 millones, una franquicia que había ganado 70 daba 12 (lo que excedía esos 58) y una que se había quedado en 45 recibía 13 (lo que le faltaba para llegar). Para algunos, una forma imperfecta pero necesaria de puentear un mal endémico en un país-continente en el que otros (sí: esto es América) ven en esta solución un rastro de malvado comunismo.
El sistema, que mueve algo más de 200 millones de unas manos a otras, tiene las suficientes lagunas para generar tensiones y garantizar cuentas pendientes. Aunque calibra las áreas de potencial negocio de cada franquicia, finalmente penaliza sin remedio a aquellas que lo hacen especialmente bien en los mercados pequeños. Los Cavaliers, en fluctuaciones sísmicas motivadas por las idas y venidas (ida, venida, ida) de LeBron James, recibieron en la temporada 2013-14, la que precedió al regreso del Rey, 10,8 millones del bote del revenue sharing. En las tres siguientes, convertidos en atracción nacional y campeones por primera vez en su historia, pagaron un total de 29 a ese fondo común, paradojas incluidas: en la 2016-17 pusieron 15,2 millones pese a que les asfixiaban los 25 millones que soltaron en impuesto de lujo para mantener un equipo que no pudo repetir título. Los Thunder, un problema que ha sido tradicional también en los eternamente competitivos Spurs, pagaron su éxito sostenido desde un mercado pequeño con seis años aportando al revenue sharing y sin recibir, claro, ni un dólar.
No por casualidad, San Antonio y Oklahoma City son dos de las cuatro ciudades NBA que no tienen equipo en ninguna otra de las grandes ligas. Las otras dos son Sacramento y Memphis. Un contraste obvio con las que tienen franquicias en las cinco grandes del deporte masculino (NFL, MLB, NBA, NHL y la más reciente y débil MLS): Boston, Chicago, Dallas, Denver, Los Ángeles, Philadelphia, San Francisco y la Bahía, Washington, Nueva York Y Minneapolis. Si nos limitamos a las cuatro históricos sin contar el soccer, habría que añadir Detroit, Miami y Phoenix. En línea y con poca desviación (Denver y Minneápolis ejercen de rarezas) de los grandes mercados tradicionales de la economía estadounidense, por orden: Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Philadelphia, Dallas, Washington, Houston, San Francisco y Boston.
Las franquicias y los jugadores son dos frentes que finalmente encuentran el enemigo, el contrario, que les une en la pelea por unos mínimos comunes. Pero no son ni mucho menos bloques homogéneos, las primeras en una eterna lucha de clases a la que salpica además la víscera deportiva (rivalidades, fichajes...) y los segundos otra vez suspicaces en cuanto el mercado reaccionó a la locura gastadora de 2016. Entonces, la nueva era de contratos televisivos provocó una subida en el salary cap de 24,1 millones cuando jamás había habido un salto entre dos temporadas que superara los 8. Cuando llegó julio, los primeros 29 agentes libres que firmaron nuevos contratos se llevaron un total de 1.800 millones de dólares con una media anual de 16,9. A aquello siguió una contracción brutal en los siguientes mercados de la que solo se libraron las grandes estrellas. El resto, las clases media y baja (que todavía la hay) comenzaron a mirar con recelo a un Chris Paul al que acusaban, como presidente del sindicato de jugadores (NBPA, cargo que ocupa desde 2013), de dedicar demasiado tiempo a los intereses de la elite que ocupaban él y la mayoría de jugadores de su círculo cercano. Incluso uno de los cambios que se introdujo en el convenio fue denominado coloquialmente Chris Paul rule: estaba pensado para maximizar las posibilidades de las grandes estrellas entradas en la treintena. El padre del invento, el propio Chris Paul, firmó, en 2018 y con 33 años, un contrato por cuatro temporadas y 160 millones con los Rockets. Que, por otra parte, ya se han deshecho de él.
En su lado del tablero, las franquicias crecen pero desconfían. Detestan cualquier noción de expansión (dentro o fuera de EE UU) porque supone más comensales para repartir el menú y adoran todo lo que huela a recolocación: mejores mercados para llevar más comida a la mesa. Y desde luego aprovechan cualquier ocasión para recordar que el vaso siempre se puede ver medio vacío, que ya vendrá el momento de quejarse. Si la televisión ha pasado a dar 2.700 millones de dólares al año, el cargo al salary cap pasó en dos temporadas de 63 a 94 millones. Como el cálculo se hace, además, a partir de la media de ganancias, las menos favorecidas vuelven a recordar que un puñado de pudientes disparan las cifras mientras otras tiritan, rodeadas de mucho menos glamour... y muchísimo menos dinero. Más de 3.500 millones se destinan ya cada año a pagar nóminas de jugadores, que no son los únicos que cobran de unas franquicias cada vez más profesionalizadas, diversificadas y especializadas: despachos mucho más poblados, más gastos en intendencia (hoteles, transportes, alimentos), equipos de G-League (entre 3 y 5 millones al año), seguros, inmuebles, lo último en equipos médicos y de investigación...
En la NBA previa a Larry Bird y Magic Johnson, hace 40 años, cada entrenador tenía un solo ayudante y las franquicias seguían siendo, básicamente, asuntos familiares. Ahora la ultra profesionalización genera también (todo acaba ahí) diferencias entre mercados grandes y pequeños: el 52% del gasto de los primeros va a salarios, el 18% a cuestiones de negocio, el 5% al revenue sharing, el 6% al staff técnico, otro 6% de media al impuesto de lujo... En los mercados pequeños, el 58% va a salarios y el 10% a todo el resto del staff. Hay mucha menos inversión en ampliación de negocio y ni rastro de impuesto de lujo: más desigualdad real a la hora de competir antes incluso de pisar la cancha. En esos mercados pequeños los ingresos son menores... y menos estables. En el lado luminoso de la vida NBA, los nuevos Warriors ganaron en 2017 quince millones en cada partido de playoffs que jugaron en el Oracle Arena (se quedan el 25%, el resto va a las bolsas comunes), más del doble que su rival en las Finales, los Cavaliers de una Cleveland que, para empezar, no se puede permitir precios premium en las entradas.
En aquella serie por el anillo, por ejemplo, dos entradas a pie de pista en el Oracle rondaban los 66.000 dólares, ligeramente por encima de los 65.000 que costaba en Cleveland una casa con tres dormitorios y un baño: no se trata solo de que haya más de una velocidad en la liga sino de lo distancia a veces cósmica que hay entre esas diferentes marchas. Eso, y los números rojos que siguen apareciendo en algunas cuentas, son un arma arrojadiza de las franquicias menos favorecidas contra una liga que obliga a unas inversión y reconversión constantes y ante unos jugadores a los que esas quejas les huelen a tejidos de maquillaje financiero con los que la patronal se hará su vestido de víctima cuando llegue la hora de hablar del próximo convenio.
En este punto crítico de la transformación de los modelos de gestión y explotación de las franquicias, el que se quede atrás no solo irá irremisiblemente a la cola: se quedará en otra época, tal vez para siempre. La estabilidad aparece como factor clave, la sostenibilidad por encima de situaciones coyunturales, deportivas o económicas. Un nuevo tipo de gestión en la que ganar anillos sigue siendo obviamente la motivación principal pero en la que hay mucho más en juego. Entre otras cosas, ganar tanto dinero que una franquicia sea un negocio y tenga siempre la posibilidad de apuntarse a cuantas ventajas competitivas den acceso los dólares. Es un círculo vicioso.
La NBA es, claro, una liga con soft cap, un tope salarial blando que permite excepciones y viajes casi tan profundos como los bolsillos toleren en el impuesto de lujo, hasta tal punto un arma de los grandes mercados que se reaccionó vía convenio con una nueva multa tremendamente dura a aquellos que repitieran en el pago por encima del límite. La ventaja de quienes pueden y quieren gastar, en todo caso, no acaba en la pista: los topes salariales no se aplican en despachos, cuerpos técnicos, inversión en instalaciones... Steve Ballmer ha formado una estructura de hierro en los antes endebles Clippers a base de pagar, sus recursos son prácticamente infinitos, los sueldos que otros no alcanzan. Pero la gestión del que fuera mano derecha de Bill Gates, hasta ahora extraordinaria, está dejando claro que ya han pasado los tiempos en los que las franquicias eran juguetes en manos de un dueño multimillonario que apenas pretendía sentirse como Charles Chaplin durante la escena con la bola del mundo en El Gran Dictador. Ahora son, en cambio, motor y no culminación de una nueva forma de negocio. Se invierte en ellas para ganar mucho dinero, no se adquieren porque ya se ha ganado mucho dinero (aunque sea el caso, obviamente). Y esa es, donde acaban los triples de Stephen Curry, una parte instrumental del legado que dejarán los actuales e históricos Golden State Warriors.
Mientras se discutía cuánto mal iba a hacer a la NBA la supuesta inevitabilidad de los Warriors, que en teoría ya ha pasado a mejor vida (sin Kevin Durant, Andre Iguodala...) aunque al equipo le quede cuerda para rato, seguramente se pasó por alto que el gran legado transformador de la franquicia se estaba fraguando fuera de la pista. Un nuevo entorno ultracapitalista que tiene en San Francisco, a tiro de piedra de Silicon Valley, la base de un imperio tecnológico que ha elegido a los Warriors, de los Splash Brothers al mundo, como lugar en el que reconocerse. Una nueva pasarela para un nuevo tipo de millonario, un epicentro con canastas para una ciudad que se desparrama por la Bahía como mantequilla sobre una tostada y, finalmente, el eje de un negocio titánico, a pleno rendimiento más allá de cuánto y cómo gane el equipo en la pista. Que encima gana mucho.
Del mismo modo que el viejo Oracle Arena, que cada vez parece más al Este de la Bahía, más lejos de la luminosa San Francisco, es ya una reliquia de otros tiempos (en bastantes cosas peores, en algunas también mejores), el Chase Center es la sublimación arquitectónica de una nueva forma de gestión deportiva y un Coliseo pijo y kitsch para la nobleza de una nueva Roma. Joe Lacob y su grupo, otro síntoma de los tiempos, fueron siempre muy explícitos sobre sus planes de futuro. Antes, hasta ahora, una mudanza semejante, con lo que implica para esa Oakland orgullosa hasta cuando paupérrima, se habría diseñado con alevosía, nocturnidad y un plan de comunicación pensado para minimizar daños. La llegada a San Francisco y al Chase Center, sin embargo, se aireó y magnificó desde el principio, problemas incluidos, como una suerte de nuevo amanecer para la ciudad, la franquicia y la liga. Y lo cierto es que, al menos en parte, seguramente lo sea.
Donde antes había empresarios locales que acudían muchas veces al rescate de organizaciones malheridas, ahora hay intrincados conglomerados de inversión. Que, en el caso de los Warriors, destilaban su plan en cierto modo desde que Steve Jobs lanzó al mundo (ay) el primer IPhone en 2007, precisamente a unos meses de que los Warriors del We Believe (cosas) provocaran en primera ronda de playoffs una de las mayores sorpresas de la historia, su 2-4 ante los Mavericks de Dirk Nowitzki. Aquel era un equipo fieramente enraizado en Oakland, aunque no llevara en su denominación el nombre de una ciudad hasta para eso estigmatizada, en el viejo Coliseum (después Oracle) y en su innegable conexión con la contracultura de la Bahía. Pero también uno, el pasado no siempre es poesía, que había ganado por las bravas y la épica... su primera ronda de playoffs desde 1991. Cuando el grupo comandado por Joe Lacob se hizo con la franquicia en 2010 por 450 millones (un 10% de lo que podría valer a no muy largo plazo) no pensaba en reverdecer la historia del campeón de 1975 ni en alimentarse de esas raíces tan hundidas en una comunidad apaleada pero orgullosa de sus equipos (Warriors, Raiders, Athletics...). No: Lacob siempre tuvo en mente, y en la boca en cuanto alguien quería escucharlo, el traslado a San Francisco, la construcción del Chase Center, la transformación integral de la institución al ritmo de una base de operaciones en la que la gentrificación asfixia al ciudadano de a pie y (1,3 millones el precio medio de la vivienda, 4.600 dólares la mensualidad media del alquiler) y atrae (el reverso de la misma moneda, en realidad) a un nuevo tipo de millonarios que quieren su diversión (los Warriors), su lugar donde gastarse una calderilla que miden en miles de dólares (el Chase Center) y su escaparate (su codiciada primera fila, palcos y suites de ultra lujo).
Comprar una franquicia y hacerla campeona, y aquí es donde los Warriors han asumido una pole position por ahora muy rentable, solo era el primer el paso del plan, no la culminación de este: después venían la estabilización del equipo como negocio y finalmente, convertir a los Warriors en algo más que un equipo de baloncesto: sports entertainment media and technology company. "Disney empezó solo con unos dibujos animados y un parque temático..." suele decir Lacob. El impulso de los Warriors es el mascarón de proa de una liga cuyos propietarios comprenden que el negocio solo se asegura y expande más allá de la pista, al margen de si un triple en el último segundo entra o no o de si las lesiones se ceban con la plantilla o la saludan desde muy lejos. Con pabellones cada vez más convertidos en centros de la vida social de las ciudades, instalados en unos downtown de los que huyeron en la generación anterior.
La gestión de activos en el mercado inmobiliario, que es lo que es en realidad este escalonado regreso de los equipos al corazón de las ciudades (los Lakers su mudaron al Staples, downtown de L.A., en 1999), es ya parte del plan estratégico de muchas franquicias NBA, que no quieren depender de los derechos de televisión o las migajas del revenue sharing. Esos Kings que transformaron su pabellón y sus instalaciones para evitar la fuga a Seattle ahora ingresan ya unos 10 millones al año gracias a ello (alquileres, eventos, restauración...). Los Hawks han invertido en un proyecto de 5.000 millones que quiere dotar a Atlanta de unas instalaciones multiusos de primera al estilo del La Live de Los Ángeles (un holding de la franquicia ha puesto más de un 30% del capital). Hasta los intrascendentes Magic, todavía gobernados por la rancia familia DeVos, están realizando proyectos en el corazón financiero de Orlando: residencias, hoteles... En una época de cultura de emprendimiento y un nuevo tipo de millonario, la nueva guerra de las franquicias NBA se puede estar cocinando en reuniones en las que no se habla ni una palabra de baloncesto. Muchos de los ingresos que abren estas vías no están, por cierto, en el BRI ni en las cuentas oficiales de algunas franquicias que se declaran, conviene recordarlo, en números rojos. Así que los jugadores, una vez más, toman nota. Como dice la vieja película de póquer, si a los cinco minutos no sabes quién es el primo... es que el primo eres tú.
La NBA contempla por ahora complacida, aunque vigilante, todo lo que sucede a su alrededor, y vende (es de primero de marketing) unas cifras que en este caso pintan un lienzo triunfal sin apenas necesidad de maquillaje. Los pabellones llevan dos temporadas seguidas en récords de asistencia en Regular Season, con casi 22 millones de personas en 1.230 partidos en los que además se ha alcanzado un tope histórico de soldouts: 760. Tres equipos (Sixers, Bulls y Mavericks) han promediado más de 20.000 personas por noche en sus pabellones, y entre los peores han estado Clippers (17.325) y sobre todo Nets (14.941), a la cola de la NBA. Dos franquicias que ahora, más madera, tomarán un impulso supersónico con la transformación en aspirantes al anillo y las llegadas de Kyrie Irving y Kevin Durant (por ahora sobre una pierna) a la Costa Este y Kawhi Leonard y Paul George a la Oeste. Además, la pasada temporada fue la tercera seguida con récord de ventas en merchandising y en redes sociales la NBA amasó más de 11.500 millones de visualizaciones de vídeo.
¿Todo va bien? Sí. Pero ¿todo va a seguir yendo así de bien? Esa es la cuestión, y más cuando se avista un panorama tan cambiante en el que todavía es el tronco principal de negocio de la liga: sus gigantescos contratos televisivos. Con ellos en mente, la NBA se mueve rápido en lo que tiene solución sencilla, una virtud tan obvia como a veces difícil de encontrar en instituciones tan complejas. Para esta nueva temporada ya se han anunciado menos partidos en el turno de noche de la Costa Oeste (los bien conocidos de las 04:30 para el público español). Son una pesadilla para los televidentes del otro lado del país, que viven tres horas antes y se acuestan prontito, multiplicada por el hecho de que a orillas del Pacífico jugarán ahora Stephen Curry, Kawhi Leonard, Paul George, Anthony Davis y un LeBron James cuyo traslado desde Cleveland penalizó, por simple cuestión de horarios, a unas retransmisiones que abrieron el curso con caídas en el primer mes de competición de un 26% en TNT (1,79 millones de telespectadores de media), y de un 6% en ESPN (1,69).
Además, el segundo año con nuevo formato de All Star (ya sin Este vs Oeste) demostró que el repunte de Los Ángeles 2018 pudo haber sido flor de un día en un evento antes ineludible para el gran público y ahora obsoleto y condenado a la desaparición: 11% menos para Charlotte 2019, eje que partió una temporada en cuya primera mitad trece canales locales bajaron las cifras de audiencia de los partidos de sus respectivas franquicias. Después, en la recta final del curso, TNT fijó sus bajadas en un 18% e ESPN en un 3%, mientras los mercados volvían a mostrar la endémica disparidad entre grandes y pequeños... pero también las fluctuaciones que provoca la buena salud competitiva, visible en los pujantes Nuggets (un 85% más de seguimiento en Colorado) o la explosión de Luka Doncic en Dallas (74% más en su ciudad para los Mavs). Sin embargo, los Spurs bajaron un 34% y los Magic, pese a su regreso a playoffs, cayeron un 28% y firmaron sus peores números en 13 años (apenas un 0,4 de rating) en su franja de Florida mientras los Warriors producían los números más alto a nivel local: 7,43 millones de media para NBC Sports Bay Area. Además de los Magic, también fueron una hecatombe los números de Suns, Hawks y, otra vez, Clippers y Nets. Dos wildcards para la próxima NBA en casi todos los sentidos.
Los canales de televisión no se casan eternamente con una competición y estos 24.000 millones del actual contrato podrían reducirse drásticamente si... ¿si qué? Esa es ahora mismo uno de los ejes de trabajo de una NBA que necesita ser rápida en el citado juego en corto y valiente a medio y largo plazo. Silver ya ha conseguido que un torneo a mitad de temporada (lo que aquí llamamos al estilo Copa y allí llaman al estilo March Madness), que sería desde luego rara avis en el deporte estadounidense, se perciba como una evolución cada vez natural. Y ha puesto el foco en cuanto lo ha creído necesario y sin disimulo en los descansos de las estrellas, cada vez más planificados y que estropean tantas veces partidos marcados, a priori, en rojo en el calendario. Ahora hay más sanciones, menos back to back (dos partidos en dos días) y ninguna tanda de cuatro en cinco días. Y en el futuro habrá, seguramente, menos partidos totales que esos 82 por equipo que, al mismo tiempo, ayudan al volumen de negocio por pura suma aritmética. Cuantos más partidos, más dinero. Pero las franquicias han llegado ya lo suficientemente lejos en sus avances científicos para saber, literalmente, qué noche hay más posibilidades estadísticas de que un determinado jugador se lesiones y estos, una nueva generación, ya no asocian dureza y compromiso con la cifra de partidos de Regular Season jugados, casi siempre con molestias y con la lengua fuera. Esa actitud acabó seguramente, como norma de comportamiento, con Kobe Bryant.
La NBA necesita, en definitiva, que todo lo estructural sea lo suficientemente sólido para sostener todo lo demás, lo aleatorio y circunstancial: que LeBron se quede fuera de los playoffs por primera vez desde el pleistoceno, que el mejor equipo de la pasada Regular Season, Milwaukee Bucks, juegue en el trigésimo sexto mercado del país, que no haya forma de que enderecen el rumbo minas de oro como Lakers, Knicks y Bulls... Esta parte del trabajo requiere manejarse con especial sentido del equilibrio en un tiempo en el que gran parte de la estrategia de expansión se concentra, en paralelo a las necesidades de los gigantes televisivos, en el consumo atomizado de su League Pass (una de las joyas de la corona), en saber qué demonios hacen los aficionados jóvenes mientras se juegan los partidos y en meter el cazo en los Esports o en una realidad virtual que no está lejos de ofrecer la experiencia de asistir a la cancha sin moverse del sofá de casa. Se necesita que suba el consumo de League Pass sin que baje el de las grandes TVs o que el fan experimente de otra manera los partidos pero no deje de ir a unos pabellones que baten récords de asistencia pero, todo tiene algún pero, han rebajado los precios de las entradas, otro factor de obvia disparidad tradicional: los Warriors ingresan hasta 3,4 millones por partido en ese concepto, los Grizzlies apenas un millón. Por eso, con todos sus defectos y lugares oscuros, el revenue sharing aparece todavía como un elemento, como mínimo, nivelador.
El verano de 2019 ha enseñado los efectos de un obvio cambio de paradigma. Propietarios afeitados por unos jugadores cada vez más empoderados en una NBA que ha virado de los súperequipos a las estrellas nómadas y que tiene claro que el futuro pasa por tener mil caras para mil tipos de aficionados/consumidores. Todos, desde los que gobiernan la franquicias hasta los que encienden el League Pass en su casa, salen de él con las certezas de que las cosas ya no son como antes y que es difícil predecir qué querrá decir eso a largo plazo. De entrada, parece obvio que genera una excitación frenética en la agencia libre y muchas nuevas historias que contar en el inicio de temporada. Pero también aparecen unas crecientes desconfianza entre franquicias y jugadores, desafección en los aficionados de camiseta y estrés en ejecutivos y entrenadores obligados a planificar sin más horizonte que el cortísimo plazo en una liga en la que nadie sabe nada.
Conviene no perder todo esto de vista porque en un abrir y cerrar de ojos pasaremos de hablar de soslayo de negociaciones que asoman a estar inmersos en ellas. Ya figuran en la agenda temas de acuerdo teóricamente sencillo, como la cantada superación del one and done, la necesidad (en esencia) de que los jugadores pasen un año en la universidad antes de presentarse a un draft también en movimiento y que salvo sorpresa volverá a contar con jugadores de 18 años recién salidos del instituto. El primero fue el mítico Moses Malone en 1974, el último y el número 40 en el total histórico sigue siendo, antes del cambio a la legislación todavía vigente, Amir Johnson, al que los Pistons eligieron con el número 56 en 2005. Por entonces la NBA temía, y resolvió sin mucha mano derecha, que a su producto le afectara demasiado la acumulación en la noche del draft de jugadores no estadounidenses y chicos de instituto, ni unos ni otros conocidos por el gran público estadounidense, que solía tomar contacto con las próximas estrellas de la liga profesional en el March Madness de turno, una inigualable batidora mediática. Apenas unos meses después, David Stern tomó otra de sus medidas menos felices, la implantación de un código de vestimenta que pretendía difuminar la imagen de una NBA demasiado vinculada con los barrios y la cultura del hip hop. Y, en esencia, blanquearla para un consumo más agradable del varón caucásico de barrio residencial. El target medio. No había pasado ni un año, y la nefasta resaca seguía sin curarse, de The Malice At The Palace, la pelea entre Pistons y Pacers en el Palace de Detroit en la que se implicaron aficionados. Una bomba de neutrones para la imagen de una NBA que respondió con 146 partidos de sanción para nueve jugadores, que se llevaron además multas por un valor total de 11 millones de dólares.
Pero en esas negociaciones como las que están por venir, en las que no suele quedar charco sin pisar, se hablará de cómo están las cosas de verdad. O más bien de cómo cree cada uno que están. O de cómo le interesa transmitir a cada uno que las percibe. Los jugadores cedieron en el pasado en su porcentaje del BRI, un mordisco que era del 57% en el acuerdo de 2005 y que fue bajando hasta el actual, que ronda un 49-51%. Terreno que no recuperaron a pesar de que ya se intuía un salto en el negocio global de menos de 5.000 millones a los más de 8.000 que se manejan ya anualmente. Ese resentimiento, en medio de ventas súper millonarias de franquicias, cruzará con el de los propietarios, obligados a su vez (cada vez más dinero, cada vez menos poder) por los nuevos movimientos de los jugadores a plegarse a las demandas de estos; A suplicar, a adaptarse a sus peticiones y, a veces, meros caprichos. A pasar por cosas que no les tocan en ningún otro aspecto de sus vidas, y menos tan públicamente, como exitosos hombres de negocio.
Los convenios colectivos siempre reaccionan a lo que acaba de pasar en la liga. Siempre. A veces con histeria y sin perspectiva, con un toque muy humano que va de la ansiedad que provoca el futuro al ajuste de cuentas por los encontronazos que se han producido, muchos cara a cara. Además, y con la figura arbitral del comisionado, siempre hay un denominador común en estas negociaciones: la búsqueda de la esquiva paridad, una que enfrenta a los dos bandos y a estos consigo mismos, las franquicias pobres contra las ricas, los jugadores de clase media y baja contra las grandes estrellas. A veces todo es tan sencillo como que el bando que soluciona (o esconde) mejor sus problemas internos, gana.
Pero la (tan deseable como concepto teórico) paridad parece no llegar finalmente nunca en un modelo u otro de liga, en tiempos de megacomputadoras o de mini smart phones. En 73 años de historia de la NBA, Lakers y Celtics se han repartido 33 anillos. Y cinco equipos suman 50 (esos dos, Warriors, Bulls y Spurs). Las televisiones nacionales seguirán dando en torno a 30 partidos de los más mediáticos y apenas uno por cumplir de los menos seguidos... En la era dorada de los 80, los Celtics jugaron las Finales cinco veces y los Lakers, ocho. En la de los 90, los Bulls ganaron seis anillos pese a las vacaciones que se cogió Michael Jordan entre threepeat y threepeat. Esos intentos de promocionar la paridad, para colmo, salen muchas veces rematadamente mal. Durante el lockout de 2011, del que dijo Kobe Bryant que se orquestó para buscar formas de formas de frenar el dominio de los Lakers, se multiplicó el castigo para los repetidores en el impuesto de lujo porque los Heat de Micky Arison contaban con gastar y gastar para sostener a flote a su proyecto del big three (LeBron James, Dwyane Wade, Chris Bosh), que acabó ganando dos anillos. A medida que aumentaba la fobia al súperequipo, se intentaba evitar que quien quisiera y pudiera (que muchas veces no es lo mismo) se saltara el cap cada vez que se presentara la ocasión y acumulara demasiado talento en su roster... mientras surgían voces que se preguntaban si no se estaba castigando, finalmente, al que optaba por poner el dinero en la pista y hacer el mejor equipo posible y premiando, en paralelo, a ese perfil tacaño de dueño que siempre parece tener una excusa para que sean otros los que arriesguen sus dólares.
Aunque cuando LeBron James ya rumiaba su regreso a Cleveland los Heat estaban ahogados por los gastos, en el cortísimo plazo aquella nueva medida castigó menos, por ejemplo, a los de Florida que a los Thunder, a los que no les cuadraron las cuentas para mantener lo que quedó para la historia como la dinastía que nunca fue, un equipo forjado vía draft y del que salió vía traspaso James Harden tras la derrota en las Finales de 2012. Tenía 22 años, los mismos (mes arriba, mes abajo) que Kevin Durant y Russell Westbrook. Para algunos, en definitiva, la intención era plausible pero convenía plantearse qué ayudaba a mejorar lo que veía el aficionado en pista y qué daba excusas y hasta un principio de nociva superioridad moral a quienes gestionan sostenidamente mal y no se meten la mano en el bolsillo ni para mantener equipo forjados a base de altas elecciones en el draft acumuladas a base de, precisamente, años de ineptitud. Son círculos viciosos, tanto el del que gasta más cuanto más tiene y tiene más cuanto más gasta como el del que (véase los anteriores Kings o los últimos Suns) acumula pick altísimos (que luego hacen carrera en otros equipos) y vive siempre a un año de estar a un año de remangarse y competir.
En otra acción por reacción, en 2016 y tras la traumática salida de Kevin Durant de los Thunder con destino a los Warriors que les acababan de remontar un 1-3 en la final del Oeste (las vestiduras rasgadas hicieron una montaña en la puerta de las oficinas de la NBA), se introdujo la designated veteran player extension: el supermax o contrato súper máximo. Una interesantísima nueva veta salarial que está sirviendo de probeta para comprobar que, muchas veces, lo bueno es enemigo de lo mejor, que conviene tocar pero no demasiado y que no todo, y seguramente cada vez menos, se reduce a una cuestión de matemáticas. El supermax, recién fugado Durant, era el arma definitiva para evitar los abusos de los grandes mercados, relanzar el arsenal de los pequeños e incentivar la continuidad de las estrellas en las franquicias en las que se habían criado. Y, de paso, iba a dinamitar la base fundacional de los detestados súperequipos poniendo las concentraciones de estrellas a precio prohibitivo. Pero finalmente Kevin Durant no se ha ido de los Warriors por dinero, sino porque es uno de los mejores ejemplos de que los jugadores toman decisiones cada vez más impredecibles. Lo mismo se puede decir de Kyrie Irving, Jimmy Butler, Anthony Davis.... Los Warriors eran una mutación, no una nueva norma. Y no ha sido el supermax lo que, ni de lejos y con Lacob amenazando con gastar lo que fuera necesario, ha acabado con su versión suprema.
Esa nueva figura de la designated veteran player extension permite a las franquicias, en esencia, firmar por un máximo de cinco años y un total del 35% de su salary cap (y con subidas anuales de un 8%) a un jugador con al menos ocho años en la liga al cierre de su actual contrato y siempre y cuando esa franquicia tenga sus derechos de rookie porque lo drafteó o se hizo con él vía traspaso. Un jugador con siete u ocho años de NBA en su currículum y dos todavía de contrato puede firmar una extensión de cuatro temporadas para concretar así seis años totales de vínculo. Con siete u ocho años de experiencia y un año de contrato, la extensión sería de cinco temporadas para seguir en seis totales. En la agencia libre y con ocho o nueve años de recorrido, su equipo puede ofrecerle un nuevo contrato súper máximo de cinco años.
Para ganarse el derecho a ese supermax, que impide además ser traspasado en el primer año desde su entrada en vigor, los jugadores tienen que cumplir también uno de estos tres requisitos: haber sido MVP en una de las tres temporadas anteriores; O haber formado en los quintetos All NBA (primero, segundo o tercero) en la temporada previa o dos de las tres anteriores; O haber sido Defensor del Año en la temporada previa o dos de las tres anteriores. Así que no es precisamente fácil tener rango de supermax. Desde su entrada en vigor los han firmado Stephen Curry (el primero y como agente libre: cinco años y 201 millones), James Harden (extensión de 4x169 para un total de 6x228), Russell Westbrook (extensión de 5x205 e histórico total de 6x233), Damian Lillard (extensión de 4x196) y, ay, John Wall, que firmó en 2017 una ampliación de cuatro años y casi 171 millones que entra ahora en vigencia, con el base arrasado por las lesiones y con 38,1 millones comprometidos para esta temporada, en la que no va a jugar... y 47,3 en la 2022-23, cuando tenga 32 años.
En poco más de dos años desde que Curry firmó el primer supermax (1 de julio de 2017, nada más abrirse la agencia libre), han quedado en evidencia sus contradicciones, recovecos absurdos y equívocas lealtades. Por un lado, la prensa interviene en la elección de los quintetos All NBA y los premios de final de temporada, por lo que pasa a tener voz en qué jugadores podrán finalmente optar a un contrato supermax, algo que genera tensiones innecesarias con unas franquicias que tienen periodistas en nómina y que, además, pasan en muchos casos a desear, una paradoja ridícula, que sus jugadores no obtengan reconocimientos que les vayan a obligar a inflar sus futuras ofertas de contrato. Las cantidades (35% de la inversión total en plantilla) son tan altas que muchas veces ponen a los ejecutivos entre la espada y la pared: firmar un supermax y comprometer la flexibilidad para rodear a esa estrella de un roster de primer nivel, o no hacerlo y perder al jugador franquicia dejando además una imagen roñosa ante el mundo NBA.
Si a estos asuntos peliagudos se le une que hay equipos propensos, casi adictos, al desastre, se dan gestiones tan nefastas como la de los Hornets con Kemba Walker, al que ni traspasaron en febrero ni ofrecieron el supermax completo en julio. El base, después de ocho años con tres All Star jugados en representación de la franquicia de Carolina, entró el Tercer Quinteto de la pasada temporada y envió al matadero a los incompetentes Hornets de Michael Jordan, que podían pero no querían ofrecerle 221 millones por cinco años (media de 44,2 anuales) y finalmente le pusieron sobre la mesa unos 160x5, menos incluso del máximo normal (188x5) que podría haber pedido si no hubiera tenido rango de supermax. Kemba, mejor ni plantearse cuál ha sido el mejor jugador con el que ha compartido vestuario en los Hornets, se cansó de gansadas y se fue a los Celtics por solo 141 millones en cuatro.
El supermax no tiene la culpa de que haya franquicias profundamente disfuncionales, pero más que ayudar a que dejen de serlo, echa vinagre en las heridas y airea públicamente problemas de alcoba. Los Kings traspasaron a DeMarcus Cousins y los Bulls a Jimmy Butler antes de enfrentarse a este nuevo tipo de contrato monstruoso. Los Wizards no tenían otra opción en 2017 con un John Wall en plena crecida... pero que desde entonces ha jugado 73 de 164 partidos de Regular Season. Y Anthony Davis pidió el traspaso a los Pelicans y proclamó a los cuatro vientos que no había supermax en el mundo que le pudiera retener en Nueva Orleans. Allí hubiera podido firmar por cinco años y casi 240 millones. No todos los casos son tan claros y felices para las dos partes como el de Curry y los Warriors. De hecho, estos parecen excepción y el supermax se está convirtiendo en un incordio para quienes alentaron su creación. Hasta un caso tan estruendosamente claro ahora como el de Giannis Antetokounmpo con Milwaukee Bucks puede acabar pareciendo un negocio de dudoso resultado en el futuro, tal vez un completo desastre. El próximo verano, un año antes de convertirse en agente libre, la franquicia de Milwaukee puede ofrecer al alero griego una extensión récord de 5 años y 247 millones. Ahora mismo (un MVP con 24 años y proyección de jugador generacional en un equipo muy menor en el mercado de fichajes) hay pocas dudas de que sería un matrimonio idílico para ambas partes, pero...
Las franquicias se ven obligadas a soltar un porcentaje ilógico del cap en un solo jugador, a veces a dos años vista con todo el riesgo que eso implica y sometidas a la ansiedad de todo lo que puede salir mal y, llegado el caso, al escarnio de que ni así pueden retener a sus estrellas. Estas ganan ahora mismo el suficiente dinero, dentro y fuera de la pista, como para permitirse concesiones que a veces son menores de lo que indica el trazo grueso. En estos tiempos de tanta libertad de movimientos e ingeniera salarial, y a partir del ejemplo del LeBron James que regresó a Cleveland, los jugadores manejan años y cláusulas de los contratos con pericia y sin el miedo de antaño a no asegurar la bolsa más grande, pasara lo que pasara. El propio Davis, de entrada, cambia el mercado de Luisiana por el de California y los difusos Pelicans por una marca global como los Lakers. Pero tampoco ha firmado una extensión con los angelinos y será agente libre el próximo verano. En otro equipo podría llevarse 160 millones por cuatro años, en los Lakers casi 203 por cinco en un contrato... o 253 en ese mismo tiempo (por encima del supermax de NOLA) si comba para sus intereses el ritmo de un mercado en el que con un contrato de 2+1 podría ser agente libre en 2022, ya con diez años de experiencia en la liga y la posibilidad de firmar con los propios Lakers por cinco temporadas y 266 millones.
Sin falta de innovaciones demasiado pensadas, los jugadores ya optaban a un 25% del cap en sus seis primeros años en la NBA, a un 30 entre el séptimo y el noveno y a un 35 a partir del décimo. Eso en millones de la próxima temporada según el cap, son (respectivamente) 27,2. 32,7 y 38,1. Además, y fue el caso de Davis, la extensión rookie se puede firmar bajo la Rose Rule, que permite aspirar a un 30% del cap a partir de la quinta temporada (extensión rookie, por lo tanto) si en las cuatro primeras se ha ganado el MVP, entrado dos veces en los quintetos All NBA o jugado dos All Star como titular. Cuando la norma entró en vigor, y de ahí su nombre, solo Derrick Rose (MVP antes del lockout de 2011) era susceptible de acogerse a ella.
Pero hasta esa norma, también muy restrictiva y destinada a impactar el futuro de un puñado de jugadores muy sobresalientes, tiene su letra pequeña. Las franquicias pueden tener dos jugadores con contrato sometido a esa designated player rookie scale extension (la Rose Rule), pero solo uno absorbido en un traspaso. Por eso cuando Anthony Davis pidió salir de los Pelicans en febrero, los Celtics, que llevaban años planeando cómo hacerse con el ala-pívot, no podían hacer nada hasta julio porque ya tenían en plantilla a Kyrie Irving, que había llegado desde Cleveland vía trade. Hasta que el base no firmara un nuevo contrato el 1 de julio, Danny Ainge no podía operar con los Pelicans para hacerse con Davis, con contrato en vigor hasta 2020. Eso dejaba a los verdes temporalmente fuera de la partida, con los Lakers apostando fuerte y los Knicks haciendo cuentas. A la postre los Celtics, pero por otros asuntos, se quedarían sin Davis... y sin Kyrie Irving.
Tan plausible es buscar soluciones como rectificar sin retrasos innecesarios cuando estas no funcionan de la forma esperada y producen resultados distintos (a veces literalmente contrarios) a los previstos. Y conviene dejar atrás la vieja mentalidad de que más millones en la balanza son la única e infalible cura contra todos los males. Al menos por ahora.
Porque ahora y por mucho que en los despachos se haga todo bien, al final la estructura super millonaria que es hoy en día una franquicia acaba dependiendo de decisiones de jugadores generalmente muy jóvenes (tal vez no haya una edad mejor que otra para decidir si se dejan pasar o no contratos con 80 millones de dólares extra garantizados) y cuyas aspiraciones y motivaciones son cada vez más particulares y difíciles de predecir. Kevin Durant se fue a los Warriors que acababan de dejar a sus Thunder fuera de las Finales en una seria dramática (de 1-3 a 4-3) y ahora se ha ido a los Nets sin importarle el traslado a San Francisco, con lluvia de millones, o las posibilidades inmejorables de ganar más anillos (dos en tres años en la Bahía, con dos MVP de Finales). Y por el camino se permitió presionar a su exequipo para que los Nets se llevaran, para colmo, una primera ronda en el sign and trade. LeBron James primero volvió a una Cleveland en la que había sido el gran satán tras su fuga a Miami y después, ganado un título y cubierto un ciclo, eligió marcharse, con 33 años y cada vez menos opciones de ampliar los tres anillos de su currículum, a unos Lakers mal posicionados en el corto plazo deportivo.
Kyrie Irving pidió irse en 2017 de los Cavaliers porque ya no quería jugar a la sombra de LeBron James y hora se ha ido a los Nets, precisamente con Kevin Durant, porque ya no quería jugar a la sombra de las diecisiete banderas de campeón que adornan el Garden, donde la continuidad de Al Horford parecía garantizada hasta que se filtró la irrupción de un "pretendiente misterioso" que acabó siendo Philadelphia 76ers, otro meritorio en las nuevas jerarquías del Este y, más allá, el gran rival histórico de los Celtics en su Costa, antes de girar la vista hacia Los Ángeles. Esos mismos Sixers se quedaron sin un Jimmy Butler que había forzado un año antes su salida de los Timberwolves tras acabar no precisamente bien en los Bulls y que ahora, después de tener contra las cuerdas al futuro campeón en un séptimo partido de semifinales de Conferencia, ha optado por irse a Miami Heat, donde se le ofrecía menos dinero y peores aspiraciones deportivas, al menos en el corto plazo.
Kawhi Leonard ha pasado de ser el primer gran jugador que acaba de la peor manera posible con los Spurs de RC Buford y Gregg Popovich, la franquicia pluscuamperfecta, a ser el primero que se va del equipo campeón tras haberse proclamado MVP de las Finales. Su sueño era jugar en su California natal y sus cuentas pasaban por hacerlo en la mejor situación competitiva posible, objetivo que consiguió enredando durante días a Lakers y Raptors para amasar capacidad de presión mientras tanteaba a otras estrellas: Durant, Harden, Butler... hasta que recibió el sí de Paul George, otro angelino que en 2017 pidió salir de los Pacers para jugar en los Lakers pero acabó traspasado a los Thunder, donde se le suponía a préstamo durante un año pero donde renovó finalmente por cuatro. En Oklahoma City la fiesta fue tal que aquel 7 de julio de 2018 fue nombrado día oficial de Paul George. Sin saber, claro, que menos de un año después el alero iba a orquestar una ultra agresiva petición de traspaso que obligó a los Clippers a meterse en un intercambio de récord (dieron a Danilo Gallinari, Shai Gilgeous-Alexander y cinco primeras rondas más el derecho a intercambiar otras dos). Kawhi y Paul George llegaron a su destino soñado pero los dos podrán ser agentes libres otra vez en 2021, ya que Kawhi firmó por solo tres años (103 millones) y en 2+1. Así que los Clippers pueden verse sometidos a una presión máxima ya en un año y si esta temporada, la primera de su historia en la que parten como favoritos al anillo, las cosas no van tan bien como debieran. En OKC, mientras, el golpe de Paul George obligó a adelantar a toda prisa, y no según los planes iniciales de la franquicia, el final de la era Russell Westbrook.
Todo eso sucedió en un puñado de días de julio. Una sucesión de giros de guion que cambió por completo el mapa de la NBA y, por ejemplo, dejó muy tocados a unos mercados pequeños que habían celebrado durante el año anterior la continuidad de Paul George en OKC y el título de Toronto Raptors tras su firme apuesta por tener, al menos un año (así fue) a Kawhi Leonard. Pero todo cambio en unas semanas entre el culebrón venezolano y la superproducción hollywoodiense que, sobre todo, llevaron a la primera línea de debate la consumación del nuevo sentido de libertad de los jugadores. Estos ahora hacen lo que les viene en gana y destilan un aroma a poder que pasará examen precisamente cuando se negocie el nuevo convenio colectivo y se pongan frente a unas franquicias que perciben que están a la cola, a verlas venir y sin manera de influir en los jugadores de la manera en que lo han hecho tradicionalmente. El trabajo del general manager sigue siendo esencial, pero su rol en los primeros días de la agencia está cambiando de forma drástica.
Sam Presti, el niño prodigio (ahora 42 años) que es general manager de los Thunder desde que eran Seattle Supersonics, ha sido en los últimos años uno de los estandartes de la resistencia del mercado pequeño, una de las figuras que demostraban que en los despachos se generan ventajas competitivas casi tan grandes (o al menos tan necesarias) como las que marcan los mejores jugadores en la cancha. Presti, que en 2001 (¡con 25 años!) ya se apuntó el tanto de recomendar a los Spurs que draftearan a un base francés llamado Tony Parker, fue tajante cuando negó, apenas horas después de que hablara el alero, la versión de Paul George, que vendió una salida de los Thunder pactada y consensuada por ambas partes. Después, con un tono en el que seguramente había más cansancio que derrotismo, publicó un artículo en la prensa de Oklahoma en el que reconoció que hasta su chistera se puede acabar quedando sin conejos: "tal y como está diseñada ahora la liga, los mercados pequeños operamos con obvias desventajas. no hay ya motivos para fingir que eso es de otra manera".
Desde lo alto de la pirámide se multiplican los mensajes que invitan a repensar un sistema marcado ahora, y esta vez son los propietarios los que toman buena nota, por el advenimiento de esta nueva era de poder absoluto de los jugadores. Que además, en tiempo de redes sociales y comunicaciones directas y prácticamente ininterrumpidas, pueden ocupar un lugar nuevo y preferente en el relato. Mucho más cerca del aficionado, mucho más directos en el mensaje, mucho más capaces de no parecer los malos de la película, un problema tradicional en unos conflictos laborales en los que sus salarios, estilos de vida y a veces incluso raza (bienvenidos a América, por enésima vez) cambiaban el paso de unos aficionados que no solían percibirlos en una lucha de trabajadores contra patrones, donde la simpatía suele inclinarse hacia los primeros, y que además veían a esos jóvenes, a los que consideraban millonarios caprichosos, como principales responsables de los lockout que mandaban al limbo semanas y semanas de competición.
El dueño multimillonario, con el que sorprendentemente el aficionado al deporte tiene muchas veces más paciencia y empatía, lo tiene mucho más difícil ahora. No solo porque los jugadores tienen una fuerza nunca vista como marcas personales y están prácticamente metidos, pantallas mediante, en casa de un nuevo tipo de aficionados. También porque les resultan mucho menos efectivas las vías de comunicación tradicionales. En 1998, Mike Wise publicó en el New York Times un artículo atronador durante el lockout que dejó la Regular Season en 50 partidos por equipo (464 menos en total), sin All Star Weekend y con fecha de inicio en el 5 de febrero. Un golpe monumental para una liga que bastante tenía con sostenerse en lo que era, para colmo, el año I sin Michael Jordan, que se había ido por segunda (y esta vez definitiva) vez de Chicago Bulls. El base Kenny Anderson le contó a Wise el efecto del cierre patronal en sus finanzas, y detalló sus cuentas y gastos con todo detalle. Una candidez que, ni siquiera era el objetivo del periodista, puso a los jugadores en la picota, sentenciados por una opinión pública pasmada.
Era una NBA con los jugadores unidos de aquella manera y un sindicato manejado off the record por David Falk, el súper agente de Michael Jordan pero también de los dos líderes de la asociación de jugadores, Patrick Ewing y Alonzo Mourning. Anderson había firmado en 1996 un contrato de siete años y 49 millones, unos muy saludables siete al año con la media de la liga todavía en 2,6. El lockout le costaba, contó el con pelos y señales, 76.000 dólares por cada partido que no se jugaba durante el cierre patronal. Anderson aseguraba, sin pensar en qué imagen transmitiría eso, que tal vez tendría que vender uno de los ocho coches de lujo que tenían puesto a su nombre o el de su mujer y que les quitaban 75.000 dólares cada año entre seguros y mantenimiento.
La exestrella del legendario baloncesto de instituto neoyorquino, con 29 años, tenía garantizados a priori esa temporada 5,8 millones, que se quedaban después de impuestos en unos 3 ("como si fuera socio del estado"). Tenía dos hijas con su actual pareja y otras dos con otras dos mujeres a las que pagaba 14.400 dólares totales al mes, a los que había que sumar 3.000 en hipotecas e impuestos inmobiliarios. Más, y ya en cantidades anuales: 232.000 para su agente (el 4% del último contrato firmado), 175.000 en abogados y gastos legales y un total indeterminado en préstamos (regalos a fondo perdido, en realidad) para amigos y familiares, que se llevaban cheques de entre 3.000 y 5.000 dólares. Wise escribió después sobre las labores que hacía Kenny Anderson en su antigua comunidad y los problemas reales de un buen chico real. Pero ya casi nadie quería escuchar porque, muy convenientemente para el establishment, Kenny Anderson estaba boicoteando la NBA para chantajear a las franquicias y aumentar esa colección de ocho coches de lujo.
Hoy, sucede en todos los ámbitos, los mensajes están atomizados y las redes sociales ejercen, a veces para bien y muchísimas otras para mal, una suerte de nuevo boca a boca que escapa al control de cualquier estrategia comunicativa tradicional. Y la lectura y manejo de esa nueva realidad es uno de los grandes legados, al menos entre bastidores, que va a dejar LeBron James a sus compañeros de profesión. Del mismo modo que los Warriors, su némesis del último lustro, han sido mucho más que uno de los mejores equipos de la historia y están ayudando a redefinir el concepto de franquicia, LeBron ha dado a los jugadores un nuevo poder mucho más real, público y material. Uno definido por esa absoluta libertad de expresión y acción.
En 2010, LeBron anunció en "The Decision", un especial televisivo en ESPN de infausto recuerdo (pero seguido en directo por nueve millones de personas), que cerraba ciclo en los Cavaliers de su Ohio natal para irse a los Heat de la glamurosa Miami. Fue un error, mal parido y peor ejecutado incluso en términos de producción, pero fue la primera muesca de un jugador que estaba cambiando la forma de relacionarse con todo lo que lo rodeaba. En sus cuatro años en Miami, que definió como el periplo universitario fuera de casa que no había tenido ya que saltó a la NBA desde el instituto, maduró como jugador pero también como persona. Como empresario y como gestor. Sin aquel patinazo que le convirtió en uno de los deportistas más odiados de América no hubiera sido posible, así son las cosas, la exquisita carta redactada con Lee Jenkins para Sports Illustrated (el periodista ahora trabaja en los Clippers) en la que anunció en 2014 su vuelta a casa. O un proceso de salida hacia los Lakers, en 2018, que acabó con un escueto comunicado de su agencia, dirigida siempre por su eterna mano derecha, Rich Paul.
En ocho años, uno de los mejores jugadores de la historia había cambiado tres veces de equipo, había ganado tres anillos y perdido cinco Finales; Había manejado los tiempos y los discursos, impuesto su marca y sus señas comunicativas y manejado sus contratos con astucia y egoísmo pero sin caretas, con el objetivo de maximizar sus ganancias según se movía el salary cap pero también de ejercer un control de facto casi total en sus equipos, que acabaron desquiciados en carreras extenuantes por tenerle siempre contento y bien rodeado. Les pasó a los Heat pese al embrujo de Pat Riley y les pasó desde luego a los Cavaliers, que en la temporada 2017-18 jugaron las Finales sin saber muy bien cómo, con un equipo cogido con alfileres y sin tener ni idea de si tenían que planificar en el corto plazo, con un riesgo tremendo si LeBron finalmente se iba, o para el medio y largo, con el problema de comprometer el presente y tal vez con ello empujar definitivamente a su estrella a la puerta de salida. Un galimatías. LeBron había hecho todo eso sin dañar una imagen pública totalmente reconstruida y ya esencialmente inquebrantable, con las redes sociales como ventana de los demás a su mundo, y no al contrario, y las ataduras que habían limitado la toma de decisiones de los jugadores, especialmente de las grandes estrellas, reventadas y hechas un ovillo. El advenimiento definitivo de la era del jugador.
Forma parte de la banda sonora del mundillo NBA en los últimos años: "Antes los jugadores eran fieles a su equipo durante toda o casi toda su carrera", "antes las estrellas no querían jugar juntas sino enfrentarse". En la pista y, para los demasiado nostálgicos, parece que también en justas medievales a vida o muerte. Las estrellas actuales tienen nuevas motivaciones y nuevos intereses, interactúan desde críos en los circuitos AAU o después en las versiones NBA del Team USA que compite desde 1992 en Juegos Olímpicos y Mundiales. Y todo está llegando a un extremo que puede acabar resultando excesivo, finalmente contraproducente. Veremos. Pero por ahora están ejerciendo unos derechos de los que ahora son plenamente conscientes y que antes, sencillamente, no tenían. Los aficionados que critican algunos movimientos (muchas veces en función de las camisetas que haya en el ajo) son los mismos que consumen con frenesí cada culebrón y explosionan con cada rumor ("Woj Bomb!", "This League!", "Bonkers!" y todo lo demás). Y los que olvidan que muchas estrellas de antaño habrían matado por, simplemente, tener la libertad de movimientos que tienen las actuales. Que, como mínimo, es la que tienen que tener en su contexto y como trabajadores que finalmente son.
La agencia libre es un artefacto relativamente nuevo en la la NBA. De hecho, ni siquiera existía en un formato similar al actual hasta 1988. Así que los jugadores no tenían libertad para elegir destino ni siquiera cuando terminaban contrato. Esa lucha acabó con Tom Chambers, un excelente ala-pívot blanco que fue cuatro veces all star, pero había comenzado décadas antes a lomos de gigantes inolvidables. Bob Cousy pudo en marcha el primer sindicato de jugadores (NBPA) de las grandes ligas estadounidenses en 1954, cuando en la NBA no había seguros médicos, planes de pensiones ni salarios mínimos (el medio estaba en 8.000 dólares por temporada). Rick Barry, el excepcional alero que tiraba los tiros libres en estilo cuchara y que fue campeón con los Warriors y ocho veces all star, llegó a la Bahía en 1965, cuando todavía funcionaba en todo el deporte profesional estadounidense la reserve clause, una cláusula por la cual los equipos conservaban los derechos de los jugadores una vez finiquitados los contratos.
La única opción era negociar uno nuevo o jugar por decreto una temporada más para el mismo equipo si este no quería dejarle marchar o traspasarle. Los jugadores no tenían en esencia armas para negociar más allá de la presión que podían ejercer negándose a jugar. Barry fue el primer deportista profesional que, en 1967, plantó cara a la reserve clause para tratar de saltar de la NBA a la recién creada ABA, la liga alternativa que operó hasta 1976. Cuando lo hizo, se le tachó poco menos que de pesetero porque por entonces, sencillamente, no se consideraba que un deportista profesional tuviera derecho, bastante bien vivía ya, a aspirar a mejoras a través del cambio de equipo. El hecho, otra vez el relato, era que la oferta (75.000 dólares) de los Oakland Oaks, cuyo entrenador Bruce Hale era su su suegro, se movía en cantidades idénticas a la de los Warriors, que todavía jugaban en San Francisco.
Barry retó a los Warriors, se pasó la temporada 1967-68 sin jugar y, aunque no ganó por la vía legal, abrió la puerta al cambio de jugadores entre ligas, de por sí una bendición para un colectivo de repente con más opciones y, por lo tanto, con salarios más altos: la media pasó de 18.000 dólares al año en 1967 a 110.000 en 1975, cuando la NBA, que antes hundía su fuerza en lo que de facto era un monopolio, ya operaba en busca de la integración de las dos competiciones. La ABA ganó legitimidad con este trance. Los jugadores podían optar por otra liga y podían aspirar a controlar su destino deportivo y su futuro económico. El terreno se había abonado para la llegada de otro personaje fundamental en la historia del baloncesto dentro y fuera de las pistas: Oscar Robertson. Big O fue un base extraordinario, campeón en 1971 con los Bucks de Lew Alcindor (después Kareem Abdul-Jabbar), MVP en 1964 y doce veces all star. Y antes, en los duros años cincuenta, leyenda de Indianápolis con el instituto Crispus Attucks, el centro segregado, para chicos negros, cuya historia sirvió de base para la recordada película Hoosiers: el primer equipo de un instituto para negros que ganó un campeonato estatal y paseó por su ciudad como vencedor, aunque por una ruta limitada a algunos barrios. No fuera a ser que…
Robertson, el primero de raza negra con un cargo semejante en el deporte estadounidense, fue un presidente del sindicato de jugadores (NBA Players Union) valiente y comprometido. Bajo su orden llegó el boicot al All Star Game de 1964, que comenzó un puñado de minutos tarde y solo cuando se aceptó que los jugadores pasaran a tener pensión, mejores condiciones en sus garantías médicas o salario por los partidos amistosos. Después Robertson inició la batalla contra la fusión NBA-ABA y en aras de la libertad de mercado. Eran otros tiempos: jugó catorce años y aseguró después que su sueldo total en ese tiempo no llegó al millón de euros. En 1970 Robertson planteó una denuncia que le enfrentaba, en realidad muy solo, a los equipos. Por entonces veintidós (14 de la NBA y 8 de la ABA). El litigio se alargó hasta 1976, año de la fusión y de un acuerdo que de base sentaba los principios para la desaparición de la reserve clause y el primer embrión de la agencia libre, el mercado en el que los jugadores sin contrato eligen destino. Esa nueva norma llevó el nombre de Oscar Robertson Rule. La senda estaba abierta, pero seguía existiendo la obligación de que el nuevo equipo compensara al antiguo para que se pudiera completar un cambio de camiseta.
En esencia y durante más de una década, la agencia libre plena seguía siendo poco más que un sueño. El traspaso era todavía la forma más lógica para que un jugador dejara el equipo que le había drafteado. Eso o la consabida compensación que muchas veces incluía jugadores o rondas de draft. El cambio definitivo llegó en el verano de 1988 con Tom Chambers, que en su séptima temporada en la NBA, la quinta en Seattle Supersonics, había promediado 20,4 puntos y 6 rebotes por partido y que en 1987, la temporada anterior, había sido MVP del All Star, el primero de los que cuatro que jugó. Pese a su excelente momento, en Seattle empezaron a replantear su rotación interior y Chambers sintió que sería traspasado tarde o temprano, así que decidió que prefería que no eligieran otros cuál sería su siguiente destino. Para ello recibió el apoyo del líder de la Unión de Jugadores, Larry Fleisher, en ruta hacia una revisión del convenio colectivo que por fin pasó a establecer que un jugador podría ser agente libre sin ninguna restricción una vez terminado un contrato si, todavía había flecos, llevaba al menos siete temporadas y dos contratos firmados en la NBA. Chambers encajaba en ese perfil y acabó firmando con Phoenix Suns, que le cortejó con reuniones y dinero sobre la mesa, un escenario que ahora es rutina diaria cuando llega el mes de julio. Firmó por nueve nueve millones en cinco años, más del doble que su último contrato en Seattle.
A partir de ahí cambió todo y, entonces sí, comenzó el proceso que, gota a gota, desembocó en las leyes actuales del mercado NBA. Con perspectiva, hay tres décadas entre el caso Chambers y las decisiones de LeBron, la conectividad y confraternización de los jugadores y los giros copernicanos que hacen felices a unas aficiones, deprimen a otras y sacan de quicio a la mayoría de los ejecutivos. Conviene, en todo caso, no olvidar que hay una parte coyuntural también en este asunto: el mercado de 2019 lo tenía todo para ser una bomba de relojería y el de 2021 apunta al mismo escenario (tal vez con Giannis Antetokounmpo, LeBron James, Paul George, Kawhi Leonard, Jrue Holiday, Bradley Beal, CJ McCollum, Blake Griffin, Rudy Gobert...), mientras que en el próximo de 2020 apenas habrá grandes estrellas en la pista de baile. Pero el simple hecho de que se plantee el debate a partir de esa premisa confirma que ahora el eje de poder está girado hacia los jugadores, con unas franquicias más pasivas y unos aficionados anonadados. Un posible riesgo sería llegar a un punto en el que hasta los propios jugadores se planteen si todo ha cambiado demasiado en muy poco tiempo.
Incluso ahora que proliferan los seguidores de jugadores más que de equipos, la identificación jugador-club sigue siendo un valor esencial para la mayoría de los aficionados. Fidelidad llama a fidelidad. Y, desde luego y en este clima de agencia libre perenne, las franquicias acabarán amenazando con dejar de firmar contratos tan largos, tan voluminosos y con tantas garantías si los jugadores hacen con ellos lo que quieren incluso cuanto tienen todavía años de vigencia y sin ni siquiera esperar ya al último, tradicionalmente inestable.
Hay más sectores de poder cuyos intereses chocan con algunas nuevas derivas de las temporadas: a diferencia del sobrexictado clima de webs de noticias y redes sociales, las viejas televisiones siguen necesitando partidos con enjundia, estrellas que ni descansan porque sí ni se dosifican demasiado y sin un lote peligroso de equipos abandonados al tanking desde un punto demasiado temprano del curso. También preferirían, puestos a pedir, que haya un buen grupo de equipos de mucho nivel pero que los garbanzos se los jueguen al final los equipos más históricos y mediáticos. Unas Finales entre Bucks y Nuggets, que ahora mismo son una posibilidad real y serían un gustazo para el aficionado más dedicado, no dejaría unos picos de audiencias para presumir de ese nuevo contrato que está (finalmente, la vieja televisión) en la base misma de esta revolución en la que vive metida la NBA.
La salud económica de la NBA, de la supervivencia a la sostenibilidad y de ahí al boom, ha ido siempre ligada a la fuerza de su producto audiovisual y, básicamente, a la gestión de sus contratos televisivos, el primero en la temporada 1953-54 por 39.000 dólares. De los tiempos en los que hasta las Finales iban en diferido a la aparición del cable primero y los nuevos formatos (el League Pass a la cabeza) después, los buques insignia de la televisión estadounidense (ABC, CBS, NBC, ESPN, Turner...) han sido los sostenes de una liga que ha vivido siempre de sus estrellas. Antes de su primera edad de oro, las luchas entre Bill Rusell y Wilt Chamberlain llevaron los derechos televisivos a un valor de 27 millones por 3 años en 1973. Después llegaron Magic Johnson y Larry Bird... y detrás de ellos Michael Jordan: de 176 millones entre 1986 y 1990 a 601 entre 1990 y 1994, cuando NBC, que se había quedado un año antes sin la MLB, tomó el relevo de CBS y el encargado de gestionar su franquicia deportiva, Dick Ebersol, se convirtió en uno de los amigos más íntimos de David Stern.
NBC, que publicitaba la NBA en buques insignia de tanta fuerza como Friends y Seinfield, desapareció del mapa cuando el fin de la era Jordan en los Bulls hundió las audiencias, que cayeron un 42% después del lockout de 1999 y que bajaron hasta 36 puntos porcentuales su share entre las últimas Finales de aquellos Bulls invencibles (1998) y las primeras sin ellos (el árido Spurs-Knicks de 1999, el primer anillo de Popovich). En 2002, cuando Kobe Bryant y sus Lakers habían traído el espectáculo de vuelta, se pagaron 4.600 millones por seis temporadas, a cuenta ya de ESPN, ABC y AOL Time Warner, con la que Stern planificaba ya la aparición del canal temático que acabó siendo NBA TV. En 2008, a las puertas del actual contrato, se pagaron 7.440 millones, a razón de 930 por año hasta 2016. Esa fue la ruta hasta la gran revolución actual.
Porque el nuevo contrato le ha supuesto a Disney (ESPN y ABC) y Turner (TNT) un total de 24.000 millones por nueve temporadas (2016-2025), con un status quo intacto en el que ABC se sigue haciendo cargo de las Finales. La subida anual de 930 millones (entre los 485 de Disney y los 445 de Turner) a casi 2.700, casi el triple, supuso la ya muy citada revolución del salary cap, que pasó de 70 millones a casi 100 entre el inicio de la temporada 2015-16 y el de la 2017-18. Básicamente porque el tope salarial absorbe por convenio las ganancias televisivas a través del BRI, el basketball related income que incluye todos los ingresos obtenidos directamente de los partidos: esos derechos de televisión, la venta de entradas, la explotación de parkings y palcos de lujos, la distribución de comida y bebida en los pabellones... Ese citado fondo del que los jugadores se llevan ahora mismo en torno al 50%... que era un 57 hace no tanto, antes de que cedieran en el lockout de 2011.
Así que las televisiones pagan más dinero ahora del que jamás soñó David Stern, en gran medida (y con sus defectos) el encargado de sembrar mucho de lo que ahora se está recogiendo, los jugadores ganan más que nunca y la NBA intenta mediar entre los intereses de ambos, que parten de un tronco común pero se descontrolan a la mínima. La liga tiene que ser un entorno impecable para el aficionado, el vértice del que dependen finalmente unos y otros (tv y equipos), o al menos parecerlo. En ese intento de que no cambie demasiado lo que está funcionando, Adam Silver ha insistido en puntos muy concretos como el control de la distribución de los descansos o la gestión de un tanking que, imposible de hacer desaparecer en el actual sistema, se pretende que vuelva a ser un asunto que las franquicias lleven con discreción y al que, a ser posible, recurran solo en casos de emergencia o ya avanzadas temporadas que por unas cosas u otras se han ido ya al traste.
La NBA no quería, en esencia, que siguiera expandiéndose un modelo basado en evitar la vida en la clase media mediante unas temporadas lo suficientemente terribles como para amasar el capital joven y el espacio salarial necesarios para dar un volantazo cuando toque y directo a la cima, sin pasar por la tantas veces frustrante zona templada de la liga. Sam Hinkie industrializó un tanking en Philadelphia que hasta se publicitó con un nombre comercial (The Process: el proceso). Una realidad paupérrima que sin embargo permitía cualquier tipo de desmán porque vivía de prometer siempre un futuro mucho mejor. No hay anillos tan fáciles de ganar como los próximos, los que están a más de un par de años vista y a los que se llega con casi cualquier plan trazado en un despacho. Casi todos valen. El Proceso (75-253 de balance total entre 2013 y 2017) dejó muchos cadáveres en el camino, empezando por el de Hinkie (sin trabajo desde la primavera de 2016), pero dos perlas como Ben Simmons y Joel Embiid que todavía no han jugado una final del Este aunque la pasada temporada los Sixers ya viraron hacia el all in con otro general manager (Elton Brand) y la llegada vía trade de Tobias Harris y Jimmy Butler.
Por cada caso de éxito (hasta los Spurs tankearon en 1997 para llevarse a Tim Duncan) hay varios de desastre por mucho talento joven al que tengan acceso; Los Suns del último lustro son un buen ejemplo. Entre 1989 y 2010, la franquicia de Arizona solo faltó a playoffs en tres ocasiones. Ahora acumula nueve ausencias seguidas, todas desde que jugó en 2010 la final del Oeste contra los Lakers de Kobe Bryant y Pau Gasol. En las cuatro últimas temporadas ha ganado 23, 24, 21 y 19 partidos, una dinámica desastrosa que ni siquiera ha capitalizado todavía a base de altas elecciones de draft: ya no están en el equipo Alex Len (número 5 en 2013), TJ Warren (14 en 2014), Dragan Bender (4 en 2016) y Josh Jackson (4 en 2017).Y toda la esperanza pasa ahora por el nuevo eje Devin Booker (número 13 en 2015)-Deandre Ayton (número 1 en 2018). El asunto llegó incluso al tejido académico. Akira Motomura, profesor de economía en Stonehill, publicó un estudio en el que tiraba por tierra las bondades de abandonarse al draft como única vía de salida: según sus datos, los jugadores elegidos en el número 5 tienen un rendimiento medio solo un 5% superior a los cazados en el 25. Y en la zona templada que va más allá del top 10, todo es tan confuso y difícil de categorízar que dar en el blanco parece literalmente cuestión de suerte. Por eso, concluye, "las franquicias crecen más rápido si lo que tienen son organizaciones bien estructuradas y con buenos general manager, más allá de donde los toque elegir en el draft".
El futuro resulta un placebo irresistible en un momento en el que el presente es pasado en cuanto se intenta pensar en él y en el que las franquicias de clase media sufren para vender a sus aficionados el activo más intangible pero a la vez más valioso: la ilusión. Un buen ejemplo son los Pacers, que acumulan décadas de buen trabajo y que han jugado playoffs en 24 de los últimos 30 años pero que, en un estado en el que el baloncesto es más que un deporte, ni siquiera consiguen reuniones con los agentes libres de primera magnitud y han hecho un arte de moverse en mejoras periféricas y con muchas horas de trabajo y mucho sudor, sin los golpes de efecto que han proliferado este verano y que pueden hacer creer que, y sería un gran error, todos los atajos son válidos y todos los caminos rápidos al éxito, jauja.
El Proceso y sus derivados, que todo está inventado, encajan también en una época en la que los aficionados se ponen cada vez menos en el pellejo de jugadores o entrenadores y piensan más como general managers, una figura que antes pasaba desapercibida entre bastidores y ahora es la salsa de casi cualquier debate en el entorno NBA. Los Sam Presti, Masai Ujiri y Bob Myers, los mejores en lo suyo, tiene rango de estrellas mediáticas, y son culpados o aplaudidos por lo que sucede en la cancha prácticamente en tiempo real, noche tras noche. No pocas veces ellos, los que han hecho los equipos, más que quienes los entrenan o los integran y, finalmente, meten las canastas. Los aficionados se devanan los sesos pensando en posibles traspasos, elecciones de draft, masas salariales y buen eso de los Bird rights. Se da menos importancia a las victorias o se celebran las derrotas cuando prometen (¡el futuro!) un mejor billete para la lotería del draft. Se olvida el trayecto y se piensa solo en destinos que rara vez llegan, porque finalmente solo un equipo gana cada temporada el anillo aunque unos cuantos de los otros 29 también hayan hecho muy bien los deberes.
A veces, conviene recordarlo, es sencillamente un gustazo sentarse a ver un partido de tu equipo deseando que gane esa noche, aunque sea un martes cualquiera de enero y ante un rival cualquiera de la otra punta del país. En el lado contrario se acumulan, un perfil también nuevo, aficionados que cada vez disertan más sobre todo lo que rodea a la NBA pero cada vez ven menos partidos de la NBA. Una paradoja cuyas consecuencias son complicadas de imaginar. La liga, mientras, disimula (que ya es algo), con una renovación nada radical del sistema de lotería del draft, pensada para que no haya mucha diferencia entre los peores equipos a la hora de acceder a los picks más altos. Básicamente, se pretende que aunque siga habiendo habitantes de las cloacas de la liga estos no se peleen por los jirones de un par de derrotas más o menos. En la última lotería, por primera vez, los tres peores equipos partían con las mismas opciones de llevarse el uno (14%) y estaban más repartidas las demás probabilidades. De esos tres de la cola, finalmente, los Knicks acabaron con el 3 pero Cavaliers y Suns cayeron hasta el 5 y el 6, respectivamente. Ya que no iba a mediar revolución, sí que se alcanzó al menos la percepción de que este es un asunto que, como mínimo, se vigila en los despachos de la liga.
Por las grietas de estos tiempos felices para la NBA, por lo tanto, asoman fallas tradicionales del sistema pero también la ansiedad de los propietarios antes esas nuevas reglas del juego y esta incipiente agencia libre eterna a la que ya se adaptan incluso unos entrenadores que empiezan a reconocer públicamente que está dejando de tener sentido planificar a más de un año vista, un entorno en el que seguramente acaben brillando más los que se adaptan a lo que toca que los que tratan de madurar un estilo. Los que se han ganado su lugar después de años de hacer los deberes como hormiguitas (Nuggets, Bucks...) desconfían de las revoluciones que les mandan para atrás en los power rankings, un resentimiento que profundiza en la clase media mientras la prensa habla de cómo Kawhi Leonard "reclutó a muerte a Paul George" después de tantear a casi todas las estrellas a tiro y en golpe por el lado ciego a los Thunder, que pueden disponer tras la salida de George y Russell Westbrook de 15 primeras rondas en las próximas siete ediciones del draft pero que han tenido que sacar lo mejor de lo que otros han dispuesto para ellos. Ya no seguir sus propios planes e instintos.
Los Clippers no habían terminado de celebrar la llegada de George y Kawhi y ya estaban pensando en qué puede pasar con ellos en el verano de 2022, una situación triunfal pero fragil para un equipo que hace no mucho (enero de 2018) se permitió mandar a Blake Griffin a Detroit Pistons, nada menos, apenas seis meses después de (julio de 2017) haberle retenido como agente libre a cambio de 173 millones por cinco años y después de una campaña persuasoria que situaba al ala-pívot como centro del universo de la franquicia al grito de "clipper for life". Clipper para toda la vida... durante seis meses. Ese tipo de maniobras hasta ahora solían hacérselas los equipos a los jugadores. Ahora muchas tornas han girado.
En realidad todos participan del juego y se quejan cuando la partida les deja con las manos vacías. Los Clippers usaron todos los resortes a su disposición para hacerse con Kawhi Leonard, más o menos legales, en un entorno en el que parece ridículo tener una estricta política anti tampering (contactos o negociaciones con jugadores con contrato en vigor, básicamente) si apenas se puede aplicar en la práctica. Y mientras, en cuanto se abre la agencia libre, cada 1 de julio, se firman montones de contratos por montones de millones que, si siguiéramos la ley al pie de la letra, habría que creer que se han negociado y acordado en un puñadito de minutos. Los Clippers fueron hasta donde tuvieron que ir... y Lakers y Raptors también, pero en su caso se quedaron con sin jugador cuyas formas o manejos también se pueden criticar... pero al que todos iban a perdonar si, sencillamente, les daba el sí a ellos y no a los otros.
El propio Adam Silver, después del follón mediático que montó Anthony Davis para salir de Nueva Orlenas, definió como "descorazonadoras" prácticas cada vez menos excepcionales como esas peticiones de traspaso de jugadores con contrato en vigor. Pero en la NBA, donde hay 30 equipos y un solo campeón, todo el mundo va a lo suyo hasta que toque negociar un nuevo convenio y entonces cada uno asuma que los enemigos de sus amigos también son sus enemigos. Por la cuenta que les trae. Se diría que Silver, y quizá sea una interpretación muy personal, recuerda a su manera cada vez que toca que más les vale a todos no matar a la gallina de los huevos de oro a base de pensar que tiene quinientas vidas. Ha sido un verano en el que han cambiado de equipo seis de los 15 integrantes de los quintetos All NBA, cuatro del top 10 en la carrera por el MVP, ocho all star (cinco titulares) de la temporada pasada... eso agita el mercado, llena de hype las primeras semanas de competición y, esta vez, ejerce un efecto regulador en una liga que temía a los súperequipos y que ha virado hacia las parejas de estrellas, a priori talento más repartido y mejor ámbito de trabajo para unos jugadores que, en el centro de todos los focos, tendrían que estar más felices que nunca. Pero que sin embargo, y esa es la gran paradoja de esta NBA, no parecen estarlo. No tanto como deberían o como, al menos, les suponemos.
Las estrellas de la actual NBA no son felices solo con saber que ganan mucho más que las de hace unas décadas y pueden hacer cosas por las que aquellas suspiraban: el cerebro humano no funciona así. No desde luego en el caso de personalidades complejas como las de Kyrie Irving y Kevin Durant, ambos en una búsqueda muy particular de su propio destino. Sus pasos han coincidido en Brooklyn, y los Nets pusieron mucho de su parte para que así fuera, pero ni toda la buena praxis que se le pueda suponer a la franquicia le asegura que ambos calmarán definitivamente su espíritu allí, Kyrie en su casa y Kevin Durant en la ciudad donde concentra sus negocios extradeportivos y donde quería verle jugar su padre... aunque con otra camiseta (la de los Knicks, claro). Ambos tienen una player option para quedar libres en 2022. Y mientras que uno ya se ha ido de los Cavs, un año después de ser campeón, y de los históricos Celtics, el otro se enfrentó al mundo para cambiar los Thunder por los Warriors y luego dejó a estos tras una lesión terrible, una Final perdida y en medio de una mudanza histórica. Las franquicias, como mínimo, sienten legitimada la fea sensación de estar convirtiéndose en un tentempié sacudido por las circunstancias. Y, llegado su momento, contratacarán.
Kyrie se quejó en sus últimos meses en Boston de todo lo que no tenía que ver con el baloncesto, pero en 2018 estrenó su propia película, Uncle Drew, basada en su personaje en un anuncio de Pepsi. Durant, que se puede pasar toda esta temporada en el dique seco por su fractura del tendón de Aquiles, suele enredarse en discusiones amargas en las redes sociales, donde exhibe una piel muy fina y donde se le descubrieron cuentas faltas desde las que atacaba a quienes le criticaban. Lo normal es imaginarse a estos jugadores por encima de lo divino y de lo humano, pero no lo están. Muchas veces y por suerte para bien, otras para abandonarse a asuntos francamente menores y, en ocasiones, mezquinos. Y no solo los jugadores: en mayo de 2018 Bryan Colangelo, nada menos, tuvo que dejar a la carrera los despachos de los Sixers porque se descubrieron al menos cinco cuentas de Twitter anónimas desde las que su mujer, supuestamente, criticaba con dureza a jugadores de la plantilla (Joel Embiid) o a su predecesor al frente de la franquicia, el ínclito Sam Hinkie. Algo falla o, sencillamente, quienes pueblan la NBA comparten los quehaceres y angustias que provocan en el ciudadano de a pie unas redes sociales que, en paralelo y en un sentido corporativo, la liga ha usado con una estrategia de resultados apabullantes, como vehículo para maximizar su tirón. Es la era del engagement... pero también de las cuentas anónimas para responder a los haters, por lo visto un placer que va más allá de las ocupaciones o los ceros en la cuenta corriente de cada uno.
Adam Silver le dijo al periodista Bill Simmons el pasado mes de mayo que los jugadores zozobraban en estos tiempos de ansiedad pandémica: "Muchos no son felices y creo que tiene que ver directamente con las redes sociales". Antes, así son las cosas, a las franquicias en gira les preocupaba que sus jugadores pisaran poco por los hoteles. Ahora, además de eso, también les pone el corazón en un puño que estos apenas salgan de sus habitaciones. Una ironía cruel.
Muchas franquicias, de hecho, han empezado a implementar normas internas para combatir la absoluta dependencia de unos móviles que ya han asomado por los banquillos durante los partidos, para desmayo de la vieja guardia. Las hay que usan phone bags, sacos en los que se meten todos los teléfonos durante las comidas con la intención de que los jugadores levanten un poco la vista y hablen entre ellos. El boom ha sido incontrolable: LeBron James no tenía Twitter hasta dos días antes de anunciar en 2010 que se iba a Miami Heat (Shaquille O'Neal era entones poco más que un pionero en esa red social). Chris Paul tuvo que suplicarle prácticamente que se creara su cuenta, que hoy va camino de los 44 millones de seguidores. En Instagram el Rey supera los 51 millones. Algunos jugadores van echando el pie a tierra, por ejemplo un JJ Redick que definió las redes sociales como "un lugar oscuro, aterrador". La NBA enhebra una situación extraña. Va sabiendo cómo de problemáticos puede ser este asunto pero al mismo tiempo galopa sobre unos mecanismos que han relanzado su posición social y han ganado al público joven para su causa. Es la liga estadounidense con más comentarios e interacciones y tiene ahora más de 28 millones de seguidores en Twitter y casi 40 en Instagram. Hasta 33 jugadores superan los dos millones de seguidores en esta última red social por los nueve que lo consiguen solo en toda la NFL. No deja de ser, en gran parte, una versión posmoderna de un viejo axioma americano: sin cascos ni gorras y en un deporte que ensalza más la aportación individual, las estrellas del baloncesto son material de primera para el marketing. Y la NBA, que ha encontrado petróleo, bombea sin cesar.
Y con buen olfato. Al menos en lo económico. El verdadero precio de poner una porción tan grande de su alma en esa causa se verá a medio y largo plazo, y más en los personajes de la liga que en su propia estructura. Suponemos. Los expertos ya definen a las redes como "el tabaco de esta generación" y cada vez más estudios apuntan a la multiplicación de los síntomas de ansiedad y depresión en vínculo muy estrecho con el uso de estos espacios digitales, tan amplios y al mismo tiempo tan claustrofóbicos. Además de la parte mental, se habla ya de efectos fisiológicos inevitables. En 2017 se calculó que los jugadores anotaban un punto menos por partido y tiraban peor (un 1,7%) si habían estado conectados a Twitter la noche anterior. El problema irrumpe, además, en un tiempo en el que la NBA ha avanzado mucho en el estudio del sueño y el descanso, aspectos en los que la medicina ha dado zancadas descomunales y que influyen ahora de forma radical en la elaboración del calendario o en el desinterés de la liga por indagar en la expansión deportiva a otros continentes. Un viejo anhelo de Stern que ha quedado aplazado sine die.
El citado dato del porcentaje de tiro bajaba hasta un 3,6% si los jugadores sometidos al estudio se habían conectado a Twitter entre las 02:00 y las 06:00, un pecado ahora que las franquicias consideran sacrosanto el descanso entre las 23:00 y las 07:00. Son jugadores que, al fin y al cabo, comparten gustos y problemas con los jóvenes de su generación, viven en un mundo como la actual NBA donde lo digital es omnipresente y saben que sus ingresos pasan en parte por una conectividad que desde luego pocas veces controlan plenamente. Hablar de ello, además, ya no es tabú en una liga que por suerte ha ido abandonando el mito del jugador súper hombre y la masculinidad tóxica que tradicionalmente se ha asociado a los machos alfa de un entorno tan severamente competitivo. Kevin Love y DeMar DeRozan, nueve all star entre ambos, se han puesto al frente, y muy en primera persona, de la revisión de las narrativas que históricamente han hecho flotar que el dinero y la fama vacunan contra los trastornos psicológicos. No lo hacen. Ni siquiera contra la simple tristeza.
Los jugadores hablan ahora más abiertamente de su propia fragilidad y se reconocen muchas veces agotados mentalmente. Algunos, empieza a advertirse, casi llegan ya así a la NBA. Exprimidos física y mentalmente por una fama demasiado temprana, una especialización absoluta cuando deberían hacer vida de niños, los fastos y el mercadeo de los torneos AAU y su aroma a fama fácil... La medicina deportiva no deja de avanzar, está a años luz de donde hace dos o tres décadas y, sin embargo, las dos últimas han sido las dos primeras temporadas en las que se ha superado en ambas los 5.000 partidos totales de baja por lesiones y problemas físicos. En la pasada, los jugadores con varios all star en sus currículums se perdieron 17 partidos de media. Michael Jordan presumía de que en ocho de sus trece temporadas en Chicago jugó los 82. Pero llegó a la NBA en 1984 con 21 años. Kevin Garnett aterrizó en 1995 con 19, y Andrew Bynum en 2005 con 17. Jordan, por seguir con él, jugó en total 41.011 minutos de Regular Season y 7.474 de playoffs. LeBron James, que todavía ni avista la retirada, está ya en 46.235 y 10.049.
Un último asunto que ha vivido una revolución a priori positiva pero que ya cuenta con profetas fatalistas es un estilo de juego que amenaza con convertir los partidos en una especie de 2K de carne y hueso. Los marcadores se disparan, los récords caen a ritmo de varios por noche (muchos francamente rebuscados) y los más veteranos (en la liga y entre la afición) se rasgan las vestiduras porque las defensas ejercen casi de forajidas, perseguidas en el desmadre de lo que primero quiso ser solamente un contrapeso al estilo de los 90, con toques de wrestling y defensas que parecían líneas de scrimmage de football. Primero se castigó el uso del cuerpo, luego el de las manos y finalmente se implementaron normas para potenciar la "libertad de movimiento" de los atacantes. Todo eso, la mayoría ideas necesarias en su momento, ha ido desembocando en una nueva cultural arbitral y un estilo de juego ultra ofensivo, anotador hasta el escándalo y con el triple como nueva arma de destrucción masiva, tres décadas después de que el New York Times lo considerara "un truco barato". Y de que el mismísimo Red Auerbach peleara para que siguiera fuera de la NBA en unas tensas reuniones en las que su voz cedió finalmente, en un comité de once expertos, ante un bando aperturista liderado por Pat Williams, general manager de los Sixers.
Importado de la ABA, el tiro de tres llegó a la NBA en la temporada 1979-80 (el primero lo anotó Chris Ford, de los Celtics), curso en el que solo se lanzaron 2,7 por equipo y partido. La pasada temporada cada franquicia lanzó 32 por encuentro y anotó 11,4 con un 35,5% de acierto. La anterior, 2017-18, fue la primera en la que la media superó los diez anotados por noche (10,5/29) y la 2012-13, la primera con 20 lanzados por equipo (7,2/20). En aquel Celtics-Rockets del estreno cada equipo anotó uno. En la última NBA, Stephen Curry metió 5,1 por noche con un increíble 43,7%, un dato imposible para más de 11 (11,7) lanzados de promedio. James Harden tiró 13,2 de media (metió 4,8 con un 36,8%) para unos Rockets que se mantuvieron en los números de la liga (35,6%) aunque se fueron a 45,4 por partido, más de tres por encima del promedio. Metieron 16,1, que es más que los que se lanzaban por equipo en la temporada 2005-06. Los datos dan vértigo, y tarde o temprano habrá que preguntarse si esto es lo que los aficionados querían en los años 90, cuando apagaban el televisor agotados, como si se hubieran pasado 48 minutos esquivando codazos y contando tiros libres. Mientras se debate sobre ello y en una era en las que las analytics y estadísticas avanzadas son el nuevo grial, los equipos seguirán tirando todo lo que puedan de tres. En porcentajes no muy distintos a los del tiro de dos de hace unos daños, cada anotación da un punto más. Esa, al menos, es una cuenta muy sencilla.
La pasada temporada se batió el récord de triples anotados por séptima temporada consecutiva, una subida de un 8% y marcas ya batidas en marzo de intentados y convertidos, finalmente 27.955, a las puertas de los 28.000. Solo nueve años después de que en la 2009-10 se llegara por primera vez a 15.000 y apenas tres después de que en la 2015-16 se dejarán atrás los 20.000. La pasada temporada, y ante el pasmo de los analistas, se abrió con 101,8 posesiones por encuentro en las primeras semanas de competición después de que la media del curso anterior quedara en 97,3. Tuvieron que pasar seis días de partidos para que se viera uno en el que ninguno de los dos equipos anotó 100 puntos. Las personales subían de 19,9 a más de 23 por equipo y partido mientras los entrenadores se hacían cruces, cada vez con más problemas para evitar que las victorias se decidan en cataratas de ataque, por la premisa del make or miss league: una liga en la que la diferencia es, simplemente, quién mete los tiros y quién los falla.
La sombra de los partidos a 200 puntos aparece como amenaza circense pero cada vez menos descartable, si bien todavía lejana. Y los puristas desconfían de lo que se ha venido a establecer como la tercera revolución ofensiva de la NBA. Primero, en la temporada 2001-02 se eliminó la defensa ilegal, se introdujeron como compensación (para evitar la concentración de defensores debajo del aro) los tres segundos defensivos y se rebajó de diez a ocho el tiempo para cruzar de campo. Se trataba de devolverle a la IQ (inteligencia, lectura de juego) el terreno que le había ganado el músculo, pero costó que los equipos se adaptaran a ese nuevo estilo. En la temporada 2003-04, los Pistons fueron campeones encajando solo 83,4 puntos de media, La media de la liga estaba en 93,4 puntos, cinco equipos no llegaban a 90 y solo pasaban de 100 los Mavericks de Don Nelson y los Kings de Rick Adelman. En otoño, antes de la temporada 2004-05, la NBA se puso seria y aleccionó a los árbitros para que solo concedieran faltas en ataque tras contacto si el defensor tenía claramente ganada y fijada la posición y para que fueran de verdad duros con el uso de los brazos y el cuerpo, que los defensores habían amoldado a las nuevas reglas contra el hand checking y el body checking. Por entonces Par Riley, que voló en los Lakers con su revisión del Showtime (que había introducido en la franquicia Jack McKinney) pero después se acorazó en el Este con Knicks y Heat, ya hablaba de "la muerte del baloncesto".
En la temporada 2004-05 los Suns ganaron 62 partidos después de haberse quedado en 29 victorias el curso anterior. Mike D'Antoni, con Steve Nash como ejecutor en pista, implementó un sistema de ataque radical (seven seconds or less, lanzar en los siete primeros segundos de posesión) que revolucionó la NBA y maximizó las nuevas reglas, cuya introducción había sido impulsada por un comité dirigido por Jerry Colangelo, presidente de operaciones por entonces de la franquicia de Arizona. Todo quedaba en casa. Aquellos Suns, predecesores del baloncesto de velocidad, movimiento y tiro exterior que ha venido después, anotaron 110,4 puntos por partido en una temporada en la que ya seis equipos iban por encima de los 100 y la media subió a 97,2 con solo una franquicia por debajo de 90. En pasada campaña la media de anotación quedó en 111,2, todos los equipos anotaron más de 100 puntos por partido (el mínimo, los 103,5 de Memphis Grizzlies), y veinte llegaron a un mínimo de 110 de promedio con un ritmo de posesiones por encuentro (pace) de 100, una subida de casi tres puntos en un año (97,3). Los revolucionarios Suns 2004-05 (Nash, Amare Stoudemire, Shawn Marion, Joe Johnson, Quentin Richardson...) llevaron el pace a 98,7. Entonces parecía un juego supersónico, hoy estaría por debajo de la media de la NBA y por encima de solo siete equipos.
Desde entonces, en los últimos quince años, las defensas han ido aprendiendo a ser lanzaderas del siguiente ataque. Defender mejor para atacar mucho mejor: los Warriors de Steve Kerr y su gurú defensivo Ron Adams perfeccionaron un sistema de cambios constantes tras los bloqueos, sin pívot puro y con el sensacional Draymond Green como ancla. Fue una de las armas más feroces del quinteto de la muerte: Stephen Curry, Klay Thompson, Andre Iguodala, Green y un quinto que primero fue Harrison Barnes y después, la perfección, Kevin Durant. Obsesionados con derrocarlos, los Rockets de (otra vez) D'Antoni llevaron ese estilo mucho más lejos (aunque no lo mejoraron). Con otro referente de la estrategia defensiva al mando de la pizarra, Jezz Bzdelik, estuvieron más cerca que nunca de batir a su enemigo mortal de la Bahía en la temporada 2017-18. En ella, los texanos cambiaron después de bloqueos 1.406 veces, 331 más que los propios Warriors. Y su defensa pasó de ser la decimoctava a la séptima mejor de la NBA.
La pasada temporada, jaque a la defensa tradicional, se pitaron más faltas que nunca desde los cambios implantados a mitad de la pasada década, antes de aquellos Suns. Quienes creen que la liga puede acabar pareciéndose demasiado a un videojuego empiezan a encontrar literalidad en lo que hasta hace no tanto parecía una simple forma de hablar. El NBA Jam fue un juego que pasó a la historia, precisamente, por su deliciosa falta de realismo. En 1993, el 75% de los tiros que se hacían en él eran triples o mates y bandejas. En la actual NBA ese número está ya en el 64%. En el 2K 2015 la media de triples que se lanzaba era de un 34% de los tiros y los Warriors fueron campeones ese año con un 31%. En 2018, en el juego se había bajado a un 29% mientras que los Warriors lanzaban ya el 36% de sus lanzamientos desde la línea de tres. Mientras LeBron y otros jugadores muestran en redes como entrenan situaciones reales de juego con el 2K, el inicio de la pasada campaña dejó seis anotaciones por encima de 140 puntos en partidos sin prórroga. En los dos cursos anteriores completos (2016-18) solo había habido ocho.
¿Está yendo la NBA demasiado lejos? Es una pregunta por lo menos legítima después de una temporada en la que, con sus bondades y sus miserias, 23 equipos superaron el 100 de pace (ritmo de posesiones) y el 75% de los triples se lanzaron nada más recibir, con ya solo un 10% al aire tras un único dribbling. Pero también en esto hay quienes aseguran que conviene mantener la calma, no tocar lo que todavía no está roto y no dar al triple poderes que prácticamente lo mitifican. Anotar más tiros de tres que el rival da la victoria el 64% de las veces que se consigue, dato que le deja como solo el octavo factor más influyente. Tener mejor porcentaje en esos triples tampoco está en el podio de los números clave: cuarto con un 74,6% de victorias. Por delante, llevarse el porcentaje de tiro (78,1%), el número de rebotes defensivos (76%) y el total de canastas convertidas (75,8%).
Algunas franquicias, aunque algunos se santigüen, entrenan ya con tiros de cuatro puntos (Sixers, Hawks, Bulls, Nets...). Todo es susceptible de cambiar en la NBA, pero por ahora esto son básicamente formas de acostumbrarse a abrir mucho la pista, iniciar el juego lejos, crear espacios y, cuando se tienen los jugadores adecuados (Stephen Curry, Damian Lillard, James Harden...), levantarse desde nueve o diez metros para lanzar ante defensas petrificados. La temporada pasada, los Rockets tiraron el 23,7% de sus triples desde una distancia de entre ocho y nueve metros. Y anotaron, y eso sí es significativo, el 35% de ellos. Es decir, en las medias de la NBA en triples convencionales. Los llamados triples desde el logo (de diez a doce metros de distancia al aro) se han convertido en sello de Curry o un Lillard que ventiló así a los Thunder en los últimos playoffs. Pero en toda la NBA se tiraron 860, cifra que no pasaba de 525 en la temporada 2016-17. Los entrenadores se defienden diciendo que todo lo que entra son buenos tiros (al menos si tienes en tu equipo a Stephen Curry) y que, lo dicen los números, el triple largo es muy goloso para el rebote ofensivo: hasta el 31% se capturan cuando son muy lejanos por el 27% de triples normales fallados que recupera el equipo atacante.
Con perspectiva histórica, la NBA va bien. Realmente, extraordinariamente bien. Todo análisis, crítica e impulso debería ser bien recibido, pero conviene poner a buen recaudo el exceso de celo, la nostalgia fundamentalista, el intervencionismo pasado de rosca. Y puede que esa tarea, discernir lo circunstancial de lo estructural y lo negativo de lo simplemente ruidoso, esa la gran labor que tengan ahora mismo por delante Adam Silver y su equipo, una unidad que necesita ser flexible en tiempos de movimiento perpetuo. Muchos, por ejemplo, hubieran querido meter cuchillo después de que el crecimiento sísmico del cap volviera locas a las franquicias en el verano de 2016. Los Blazers invirtieron 184 millones en Allen Crabbe, Mo Harkless y Evan Turner. Los Lakers le dieron un contrato de 72 millones por cuatro años a Luol Deng y uno de 64x4 a Mozgov, el mismo que recibió Ian Mahinmi en Washington. El 52x4 de Miles Plumlee, el 48x4 de Solomon Hill, el 72x4 de Biyombo... parecía que el dinero había, simplemente, dejado de tener valor. Pero el mercado, y Silver lo anticipó, se había regulado solo en poco más de un año, con los agentes de jugadores anticipando un "invierno nuclear" (mucho menos dinero, muchos menos años garantizados) para todos los que no formaran parte de la elite de la NBA.
Pasó esa crisis y la liga no se debilitó. La salida de Kevin Durant y Andre Iguodala debería haber acabado con la ventaja drástica de los Warriors (aunque sigan Stephen Curry, Klay Thompson y Dryamond Green), que finalmente no solo no han acabado con la NBA sino que después de ser campeones en 2015 se han repartido Finales ganadas y perdidas (dos y dos) y tuvieron que remontar dos finales del Oeste salvadas (contra Thunder y Rockets) en siete partidos llenos de drama. La nueva ola de riqueza no acabó con la NBA, tampoco el imperio de los mil años de los Warriors.
Todo se debate y todo se cuestiona, a veces quinientas veces durante un único partido, pero el negocio de la NBA supera los 8.000 millones al año, reparte 3.300 a sus jugadores y recorta distancias en muchos de los terrenos donde los gigantes americanos (NFL, MLB) le han aventajado históricamente. Siempre habrá profetas del apocalipsis, tal vez más cuanto mejor vayan las cosas. Pero es que las cosas van francamente bien. Eso, conviene también recordarlo, no implica que no haya amenazas y riesgos, y que algunos de ellos acechen más cerca de lo que parece, con un nuevo convenio colectivo a no mucha distancia. No todo lo que se gana queda grabado en piedra, y de hecho hay cosas que cuesta muchísimo conseguir y muy poco perder. La NBA sabe que todo lo que no avanza, retrocede. Y más en estos tiempos en los que predecir los instintos futuros del consumidor es el nuevo oro negro. Todo cuenta, y conviene no olvidarlo para no morir de éxito. Que es un riesgo real pero que es también, convengámoslo finalmente, el más dulce y deseable de todos. El que emana de estar en una posición en casi todos los aspectos privilegiada. Precisamente porque todo va bien conviene recordar la historia y concentrarse en un futuro que seguramente ya ha llegado. Y que pronto será pasado. Los nuevos tiempos, la nueva NBA.