LeBron es un héroe americano
La inauguración de su colegido en Akron obliga a una reflexión sobre la trascendencia fuera de las pistas de un jugador legendario.
Acaba de decir Kareem Abdul-Jabbar que no hay un “mejor jugador de la historia”. No existe tal cosa o al menos no hay forma científica de determinarla. Y probablemente sea cierto. De hecho habla uno de los que legítimamente podría reclamar ese trono. También dice que en todo caso es una buena discusión para tener “mientras esperas a que te traigan la pizza”. Y eso sí que es cierto. Por eso no dejamos de dar la turra con el tema. Por eso y porque LeBron James nos ha obligado a reabrir tomos de historia que parecían intocables y a empezar a hacer comparaciones que hace unos años habrían sido embarazosas. LeBron ha perdido seis Finales (3-6) pero tiene (All Star Games al margen) siete MVP, cuatro de Regular Season y tres de otros tantos anillos ganados. Ha sido catorce veces seguidas all star y ha estado doce en el Mejor Quinteto y cinco en el Mejor Defensivo. También es el séptimo máximo anotador de la historia (sin ser teóricamente un anotador puro según cierta narrativa), lleva ocho años seguidos jugando las Finales y, si seguimos las últimas cábalas, podría retirarse pasados los 40, como máximo anotador de siempre y jugando al lado de su hijo. Y la verdadera medida de su trascendencia en las pistas es que ya ha alcanzado ese estatus en el que un recitado de su currículum, por muy impresionante que sea (que lo es), no da la impresión de explicar realmente quién y qué es el LeBron jugador. Solo hay que pensar en sus batallas contra los Warriors en los últimos cuatro años o en el (terrible) roster de los Cavaliers al que llevó a la lucha por el anillo la temporada pasada.
Podríamos regresar con las loas hasta los años de instituto, cuando en St.Vincent-St.Mary se agolpaban periodistas de todo el país para corroborar in situ el advenimiento del elegido, que obligó a trasladar a la pista del equipo universitario unos partidos en los que se daban cita hasta 5.000 aficionados. Pero estaríamos siendo imprecisos en la valoración de LeBron como personaje público si obviamos lo que sucede fuera de las pistas de baloncesto y, por lo tanto, un hecho que ahora mismo no debería admitir discusión:
En 2018 LeBron James es un héroe americano.
Y Estados Unidos (el mundo, en realidad), no lo perdamos de vista, necesita héroes. Ahora más que nunca: ahora de verdad. Anda metido hasta el cuello en una distopía neofascista de la que veremos cuándo sale y cómo de magullado y descosido sale. Si sale. Si salimos, porque nos estamos enfangando (con resultados imprevisibles... o no, que es lo verdaderamente aterrador) en una sociedad en la que retroceden la empatía y la cultura y ascienden los prejuicios y el lenguaje del odio. En un mundo en el que las redes sociales dinamitan casi cualquier debate, encastillan las posturas hasta la naúsea y hacen reales muchos sueños posmodernos de la ciencia ficción clásica, LeBron James se ha puesto a hacer cosas. Como un montón de gente, por suerte, sin su nombre ni sus recursos por todos los rincones del mundo. Cierto. Pero celebremos al que además de hacer tiene la capacidad de dar ejemplo. Aplaudamos a los buenos, vengan cómo y dónde vengan, porque se nos ha llenado el mundo de malos.
LeBron se ha ido a los Lakers para dar sentido al último gran capítulo de su carrera profesional. Pero su sombra se alargada hasta su Ohio natal, de donde ya definitivamente nunca se irá, a través de un reguero apabullante de millones de dólares invertidos a lo largo de los años, con su fundación familiar como vehículo y Akron como epicentro. Si el mundo no fuera tan odioso en muchos aspectos, los chicos de Akron no deberían depender de un factor tan arbitrario como que uno de los mejores jugadores de la historia nació allí para tener una oportunidad. Pero el caso es que es así, ante el pasmo desmayado de muchos políticos y de esos perros de la guerra de la ultraderecha mediática que les ladran a los jugadores (negros, en su mayoría: esto importa) que más les valdría limitarse a botar la pelotita. Por suerte no lo hacen y por suerte hemos entrado en una era en la que los esfuerzos y el compromiso van mucho más allá de la simple ayuda económica, por mucho que esta sea bienvenida (y necesaria).
Y en este sentido es un hito que pasará a la historia el esfuerzo de LeBron para construir un colegio (cerca de su St.Vincent-St. Mary) dedicado a los niños con dificultades educativas (y en riesgo de ser abandonados por el sistema en cuando se rezaguen) y ponerlo en manos del sistema de educación pública de Akron. Un colegio, desde la planificación de la instalaciones a la contratación del personal que ha elaborado un modelo revolucionario que alarga el curso académico y da soporte a los padres de unos alumnos que tienen garantizado el material escolar y hasta una bicicleta, el único medio que tenía el LeBron niño para huir (por las mismas calles que ellos) de la violencia y las drogas. No de la pobreza, que le royó los pies durante toda su infancia: cambios de domicilio constantes, períodos casi en la indigencia y sin poder ir a clase, supervivencia pura gracias a su primer entrenador, Frankie Walker... y un contrato de 90 millones con Nike antes de jugar un solo segundo en la NBA. Por entonces ya era el boceto de un hombre de negocios. Ahora es mucho más que eso: “Yo no debería estar aquí, yo debería ser un número más en una estadística. Todo aquello por lo que han pasado estos chicos, yo lo he vivido. Si ahora tengo los recursos para marcar la diferencia, cómo no voy a hacerlo”.
La figura de LeBron James, que se nos abre de par en par en una era de híperconectividad y sobreinformación, resulta especialmente interesante si se parte de aquellos años de hoguera de las vanidades que siguieron a los torneos amateur (AAU) que jugaba con los Soldiers de, precisamente, Oakland, casa (por un año más, al menos) de sus archienemigos Warriors y desde cuyo corazón gritó entre lágrimas el inolvidable “Cleveland, this is for you” tras dar a la ciudad en 2016 su primer título profesional en 52 años. Una materialización de su promesa de hijo pródigo (en 2014) que comenzó a asfaltar el camino (de baldosas amarillas y moradas) a L.A. LeBron escenificó mejor que nadie los peligros de esa cultura de agasajos y negocios (muchos en la sombra) que llevó a muchos a cuestionar dónde tenían puesto el corazón las nuevas estrellas de la NBA. Rodeado desde niño de la etiqueta de ‘El Elegido’, alabado y escrutado, enfilado hacia una montaña de millones y archifamoso antes de pisar la NBA, el primer LeBron que acabó saliendo de Cleveland en 2010 era un producto de su entorno. Y en cierto modo una víctima de su propia excelencia y del regalo envenenado que era jugar en su Cleveland por entonces, cuando a los viejos Celtics (precisamente los Celtics) de Garnett y Pierce les encantaba ejercer de guardianes de las esencias y dar para el pelo a ese LeBron que ante los ojos de la vieja guardia estaba recibiendo demasiadas cosas antes de ganárselas de verdad en la pista.
Aquel LeBron tenía que irse a Miami, cuatro años que fueron el equivalente al paso por la Universidad para muchas de las estrellas que le habían precedido, y seguramente tenía que cometer el enorme error que cometió con aquel especial televisivo en ESPN, el infame The Decision, en el que rompió en directo el corazón de Ohio con un lenguaje corporal terrible, como si no quisiera estar allí, antes de volar a Miami para una presentación fastuosa que avivó las llamas de una primera temporada llena de momentos muy duros y que vivió con un lenguaje corporal casi siempre terrible. Como si no quisiera estar allí. El primer LeBron (llegó a Miami con 25 años) necesitaba aquel examen de conciencia de la temporada 2010-11. La derrota en las Finales contra un Nowitzki que representaba por entonces una forma antagónica de ejercer de estrella, el regreso a Cleveland como enemigo público número 1, la noche en la que Dwyane Wade puso a todo el equipo a arroparle y Erik Spoelstra agitó el espíritu del Band of Brothers para mantener a flote un proyecto con unos enormes dolores de crecimiento: los de LeBron. Fue un 2 de diciembre de 2010.
Conviene no perder de vista que durante todo ese proceso de una maduración que tuvo mucho de transformación, y hacia su redención final ante toda una opinión pública que le había detestado, LeBron mantuvo inquebrantables la unidad de su familia y la inviolabilidad de su intimidad. Y no se separó del mismo círculo de consejeros y hombres de confianza, con Maverick Carter a la cabeza. Estos estaban allí en el debut en la NBA, en la terrible noche de The Decision, en el regreso a Cleveland a través de una carta firmada junto a Lee Jenkins y en el escueto comunicado que certificó el fichaje por los Lakers. Una deconstrucción en la que LeBron había cambiado todo sin cambiar nada: su gente había sabido entender en qué se había convertido y hacia dónde quería ir. Había cambiado con él. La misma gente. No suele ser lo habitual, menos en un personaje cuyo camino ha sido tan abrasivo en tantos momentos y en el que algunos errores de antaño fueron tan groseros como los gigantescos aciertos de ahora. Seguramente, es tan sencillo (o tan complicado) como que LeBron James ha crecido, madurado y dado la vuelta a su vida como a un calcetín ante nuestros ojos. Un nuevo tipo de estrella para, finalmente, un nuevo tipo de personaje público. Uno que ha decidido no olvidar nunca de dónde viene, cómo pudo ser que su vida acabara siendo lo que ha sido con todas las apuestas en contra y qué hace falta para intentar al menos que montones de niños no se queden constantemente por el camino. Giannis Antetokounmpo acaba de decir que todos han visto lo que está haciendo LeBron y que lo que toca ahora es seguir su ejemplo. Porque, conviene recordarlo otra vez, LeBron ha levantado un colegio (que en un lustro podría estar cubriendo ya todo el ciclo de educación primaria) y lo ha puesto feliz en manos del sistema público de Akron. Lo dicho: aplaudamos y sigamos a los buenos porque el mundo está lleno de malos. Y no dan tregua.